11.Los Juegos Del Hambre (Cap 27). Fin
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24
Tardo un rato en explicarle la situación a Peeta, que la Comadreja estaba robando de la pila de
suministros antes de que yo la hiciese estallar, que había intentado llevarse lo suficiente para
sobrevivir sin llamar la atención, que no se habría planteado la seguridad de comerse unas
bayas que estábamos preparando para nosotros.
—Me pregunto cómo nos encontró —comenta Peeta—. Es culpa mía, supongo, si soy tan
ruidoso como dices.
Éramos tan difíciles de seguir como una manada de reses, pero procuro ser amable.
—Y es muy lista, Peeta. Bueno, lo era, hasta que tú la superaste.
—No fue a propósito. No me parece justo. Es decir, si ella no se hubiese comido primero las
bayas, nosotros dos estaríamos muertos. —Entonces, se corrige—. No, claro; tú las reconociste,
¿verdad?
—Las llamamos jaulas de noche —respondo, asintiendo.
—Hasta el nombre suena peligroso. Lo siento, Katniss, creía que eran las mismas que recogiste
tú.
—No te disculpes. Esto significa que estamos un paso más cerca de casa, ¿no?
—Me desharé del resto —responde Peeta.
Recoge el plástico azul procurando que queden todas dentro y las tira en el bosque.
—¡Espera! —exclamo. Busco el saquito de cuero del chico del Distrito 1 y lo lleno de bayas—. Si
engañaron a la Comadreja, quizá engañen a Cato. Si nos está persiguiendo o algo, podemos
hacer como si se nos cayera la bolsa y, si se las come...
—Estaríamos en el Distrito 12.
—Eso es —respondo, colgándome el saquito del cinturón.
—Ahora sabrá dónde estamos. Si estaba cerca y vio el aerodeslizador, sabrá que la hemos
matado y vendrá a por nosotros.
Peeta tiene razón: podría ser la oportunidad que esperaba Cato. Sin embargo, aunque huyamos
ahora, tenemos que cocinar la carne y nuestra hoguera será otro indicio de nuestro paradero.
—Vamos a hacer un fuego ahora mismo —digo, empezando a recoger ramas y arbustos.
—¿Estás lista para enfrentarte a él?
—Estoy lista para comer. Será mejor que cocinemos mientras podamos. Sí, sabe que estamos
aquí, pues lo sabe, pero también sabe que somos dos y seguramente supone que hemos cazado
a la Comadreja. Eso significa que estás recuperado, y el fuego le dice que no nos escondemos,
que lo invitamos a venir. ¿Tú vendrías?
—Quizá no.
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Peeta es un mago de las hogueras y consigue hacer prender la madera húmeda. En un
momento tenemos los conejos y la ardilla asándose, y las raíces envueltas en hojas cociéndose
en las ascuas. Nos turnamos para recoger vegetales y estar pendientes de la aparición de Cato,
aunque, como yo suponía, no aparece. Cuando se termina de hacer la comida, la empaqueto
casi toda y nos quedamos con una pata de conejo cada uno, para ir comiéndonosla por el
camino.
Quiero meterme más en el bosque, trepar a un buen árbol y acampar, pero Peeta se resiste.
—No soy capaz de trepar como tú, Katniss, sobre todo con mi pierna, y no creo que pudiera
quedarme dormido a quince metros del suelo.
—No es seguro quedarse en campo abierto, Peeta.
—¿No podemos volver a la cueva? Está cerca del agua y es fácil defenderla.
Suspiro. Una caminata (o, mejor dicho, un estruendo) de varias horas por el bosque para llegar
a una zona que tuvimos que abandonar por la mañana para cazar. Por otro lado, Peeta no pide
mucho; ha obedecido mis instrucciones durante todo el día y estoy segura de que, si la
situación fuese la inversa, no me haría pasar la noche en un árbol. Caigo en la cuenta de que
hoy no he sido muy amable con él: me he quejado porque hace mucho ruido y le he gritado por
desaparecer. El romance picaro de la cueva ha desaparecido al salir al exterior, bajo el sol
caliente, con la amenaza de Cato acechándonos. Seguro que Haymitch está harto de mí y, en
cuanto a la audiencia...
Me acerco y le doy un beso.
—Claro, vamos a la cueva.
—Bueno, no ha sido tan difícil —responde él, contento y aliviado.
Saco mi flecha del roble procurando no estropearla. Estas flechas significan comida, seguridad y
la vida misma.
Echamos un puñado de leña al fuego, de modo que siga echando humo unas cuantas horas,
aunque dudo que Cato suponga nada a estas alturas. Cuando llegamos al arroyo, veo que el
agua ha bajado mucho y se mueve a su pausado ritmo de siempre, así que sugiero caminar por
ella. Peeta accede encantado y, como hace mucho menos ruido dentro del agua que en tierra,
acaba siendo una buena idea por partida doble. No obstante, el camino de vuelta a la cueva es
largo, a pesar de ir cuesta abajo, a pesar de habernos comido el conejo. Los dos estamos
agotados después de la excursión de hoy y todavía nos falta alimento. Mantengo el arco
cargado, tanto por Cato como por los peces que pueda ver, aunque, curiosamente, el arroyo
parece vacío.
Cuando llegamos a nuestro destino, estamos arrastrando los pies y el sol ha bajado mucho en el
horizonte. Llenamos las botellas de agua y subimos la pequeña cuesta a nuestra guarida. No es
gran cosa, pero aquí, en la naturaleza, es lo más parecido que tenemos a un hogar. Además,
hará más calor que subidos en un árbol, porque nos protege del viento que ha empezado a
soplar con fuerza desde el oeste. Preparo una buena cena, pero, a la mitad, Peeta empieza a
cabecear. Después de varios días de inactividad, la caza se ha cobrado su precio, así que le
ordeno que se meta en el saco de dormir y aparto el resto de su comida para cuando se
despierte. Él se duerme en un segundo, y yo lo tapo hasta la barbilla y le doy un beso en la
frente, no para el público, sino para mí, porque me siento muy agradecida de que siga aquí y no
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muerto junto al arroyo, como creía. Me siento muy agradecida por no tener que enfrentarme a
Cato yo sola.
El brutal y sanguinario Cato, que puede partir cuellos con un movimiento de su brazo, que
cuenta con la fuerza necesaria para acabar con Thresh, que la tiene tomada conmigo desde el
principio. Probablemente me odia desde que lo superé en la puntuación del entrenamiento. Un
chico como Peeta puede asimilarlo sin problemas, pero me da la impresión de que a Cato lo
obsesiona, lo que no es tan difícil. Pienso en su ridícula reacción al descubrir que las provisiones
habían volado por los aires. Los demás estaban enfadados, claro, pero él estaba
completamente desquiciado. Me pregunto si Cato no estará un poco loco.
El cielo se ilumina con el sello, y veo a la Comadreja brillar y desaparecer del mundo para
siempre. Aunque no lo ha dicho, creo que Peeta no se siente bien por haberla matado, por muy
esencial que fuese. No puedo fingir que la echaré de menos, pero sí la admiro. Creo que si nos
hubiesen puesto algún tipo de examen, ella habría demostrado ser la más lista de todos los
tributos. De hecho, si le hubiésemos puesto una trampa, seguro que la habría intuido y no se
habría comido las bayas. Ha sido la ignorancia de Peeta lo que ha acabado con ella. Me he
pasado tanto tiempo asegurándome de no subestimar a mis contrincantes que se me había
olvidado que sobrestimarlos es igual de peligroso.
Eso me recuerda de nuevo a Cato, pero, aunque creo que comprendía a la Comadreja, quién
era y cómo funcionaba, ese chico me resulta más escurridizo. Es fuerte y está bien entrenado,
pero ¿es listo? No lo sé. No es tan listo como ella y le falta el autocontrol que demostró la
Comadreja. Creo que Cato podría perder el juicio en un arranque de ira. En ese punto no me
siento superior, porque recuerdo el momento en que atravesé la manzana del cerdo con una
flecha por culpa de la rabia que sentía. Quizá entienda a Cato mejor de lo que creo.
A pesar del cansancio, tengo la mente despierta, así que dejo que Peeta duerma un poco más
de lo que le corresponde. De hecho, el cielo ha empezado a teñirse de un gris suave cuando le
sacudo el hombro. Él se despierta, casi sobresaltado.
—He dormido toda la noche. No es justo, Katniss, deberías haberme despertado.
—Dormiré ahora. Despiértame si pasa algo interesante —respondo, estirándome y
metiéndome en el saco.
Al parecer no sucede nada interesante, porque, cuando abro los ojos, la ardiente luz de la tarde
entra a través de las rocas.
—¿Alguna señal de nuestro amigo? —pregunto.
—No, no se está dejando ver, y eso resulta inquietante.
—¿Cuánto tiempo crees que nos queda hasta que los Vigilantes nos obliguen a juntarnos?
—Bueno, la Comadreja murió hace casi un día, así que la audiencia ha tenido tiempo de sobra
para hacer apuestas y aburrirse. Supongo que podría suceder en cualquier momento.
—Sí, tengo la sensación de que será hoy —respondo; después me siento y contemplo el
pacífico paisaje—. Me pregunto cómo lo harán. —Peeta guarda silencio. La verdad es que no
hay respuesta posible—. Bueno, hasta que lo hagan, no tiene sentido desperdiciar un día de
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caza, aunque deberíamos comer todo lo posible, por si nos metemos en problemas.
Peeta empaqueta nuestro equipo mientras yo preparo una gran comida: el resto de los conejos,
raíces, verduras, los panecillos con el último trocito de queso. Lo único que dejo en reserva es la
ardilla y la manzana.
Cuando terminamos, sólo queda una pila de huesos de conejo. Tengo las manos grasientas, lo
que no hace más que añadirse a mi sensación general de suciedad. Puede que en la Veta no nos
bañemos todos los días, pero solemos estar más limpios de lo que yo lo he estado últimamente.
Una capa de mugre me cubre todo el cuerpo, salvo los pies, que han caminado por el arroyo.
Dejar la cueva es como cerrar un capítulo; no sé por qué, pero creo que no pasaremos otra
noche en el estadio. De una forma u otra, vivos o muertos, me da la impresión de que saldré de
aquí hoy mismo. Me despido de las rocas con una palmadita y nos dirigimos al arroyo para
lavarnos. La piel me pica, deseando meterse en el agua fresca; puede que me peine el pelo y
me lo trence mojado. Me pregunto si podremos darle un fregado rápido a nuestra ropa cuando
lleguemos al arroyo... o a lo que antes era el arroyo. Ahora es un lecho completamente seco. Lo
toco.
—Ni siquiera un poco húmedo, tienen que haberlo drenado mientras dormíamos —digo.
Empiezo a asustarme al pensar en la lengua agrietada, el cuerpo dolorido y la mente embotada
de mi anterior deshidratación. Tenemos bastante llenas las botellas y la bota, aunque, al ser
dos personas y hacer tanto calor, no tardaremos en vaciarlas.
—El lago —dice Peeta—. Ahí quieren que vayamos.
—Quizá en los estanques tengan algo de agua.
—Podemos mirar —responde él, pero sé que lo hace para darme esperanzas. Yo también lo
hago por eso, porque sé lo que encontraré cuando regresemos al lago en el que me empapé la
pierna: un agujero polvoriento y vacío. Sin embargo, vamos hasta allí de todos modos, sólo para
confirmar lo que ya sabíamos.
—Tienes razón, nos llevan al lago —reconozco. Un sitio donde no te puedes esconder, donde
tendrán garantizada una lucha sangrienta a muerte sin nada que les tape la vista—. ¿Quieres ir
directamente o esperar a que nos quedemos sin agua?
—Vámonos ahora que estamos descansados y hemos comido. Acabemos con esto de una vez.
Asiento. Tiene gracia, es como si volviese a ser el primer día de los juegos, como si estuviese en
la misma posición. A pesar de que ya han muerto veintiún tributos, sigo teniendo que matar a
Cato y, a decir verdad, ¿no ha sido él siempre el objetivo? Ahora los otros tributos me parecen
sólo obstáculos menores, distracciones que nos apartaban de la verdadera batalla de los
juegos: Cato y yo.
Sin embargo, también está el chico que espera a mi lado, el que me rodea con sus brazos.
—Dos contra uno. Debería estar chupado —me dice.
—La próxima vez que comamos, será en el Capitolio.
—Seguro que sí.
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Nos quedamos quietos un momento, abrazados, sintiendo nuestros cuerpos, el sol y el
murmullo de las hojas a nuestros pies. Después, sin decir palabra, nos separamos y nos
dirigimos al lago.
Ya no me importa que las pisadas de Peeta hagan correr a los roedores y volar a los pájaros,
porque tenemos que luchar contra Cato y me da igual hacerlo aquí o en la llanura. Por otro
lado, dudo que tengamos alternativa: si los Vigilantes nos quieren en campo abierto, allí nos
tendrán.
Nos detenemos unos momentos bajo el árbol en el que me atrapó Cato. El cascarón vacío del
nido de rastrevíspulas, hecho trizas por las lluvias y secado después al ardiente sol, confirma
nuestra situación. Lo toco con la punta de la bota y se disuelve en un polvo que la brisa se lleva
rápidamente. No puedo evitar levantar la mirada hacia el árbol en el que se ocultaba Rue,
esperando para salvarme la vida. Rastrevíspulas; el cuerpo hinchado de Glimmer, las terroríficas
alucinaciones...
—Sigamos —digo, deseando huir de la oscuridad que rodea este lugar.
Peeta no pone objeciones.
Como nos ponemos en marcha tarde, llegamos a la llanura a primera hora de la noche. No hay
ni rastro de Cato, ni de nada que no sea la Cornucopia dorada brillando bajo los últimos rayos
de sol. Por si Cato decide hacernos un truco a lo Comadreja, rodeamos la Cornucopia para
asegurarnos de que está vacía. Después, obedientes, como si siguiésemos instrucciones, nos
acercamos al lago y llenamos los contenedores de agua.
—No nos viene bien luchar contra él a oscuras —comento, frunciendo el ceño—. Sólo tenemos
unas gafas.
—Quizá esté esperando por eso —responde Peeta, echando con cuidado las gotas de yodo en
el agua—. ¿Qué quieres hacer? ¿Volver a la cueva?
—O eso o subirnos a un árbol, pero vamos a darle otra media hora o así. Después, nos
escondemos.
Nos sentamos junto al lago, a plena vista; no tiene sentido ocultarse ahora. En los árboles a la
orilla de la llanura veo revolotear a los sinsajos; se lanzan melodías los unos a los otros como si
fueran pelotas de colores. Abro la boca y canto la canción de cuatro notas de Rue. Noto que se
callan, curiosos al oír mi voz, y esperan a que cante algo más. Repito las notas. Un primer
sinsajo imita la melodía, después otro y, finalmente, todo el bosque se llena del mismo sonido.
—Igual que tu padre —dice Peeta.
—Es la canción de Rue —respondo, tocándome la insignia que llevo prendida a la camisa—.
Creo que la recuerdan.
La música sube de volumen y reconozco su genialidad; al solaparse las notas, se complementan
entre sí formando una armonía celestial y encantadora. Gracias a Rue, aquél era el sonido que
enviaba a casa a los trabajadores de los huertos del Distrito 11 cada noche. ¿Repetirá alguien
este sonido después de su muerte?
Durante un momento me limito a cerrar los ojos y escuchar, hipnotizada por la belleza de la
canción. Entonces, algo interrumpe la música, la melodía se rompe en líneas irregulares e
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imperfectas, y unas notas discordantes se entremezclan con ella. Las voces de los sinsajos se
convierten en un chillido de advertencia.
Nos ponemos en pie de un salto, Peeta con el cuchillo en la mano y yo preparada para disparar,
y Cato sale de los árboles y corre hacia donde estamos. No tiene lanza; de hecho, lleva las
manos vacías, pero va directo a por nosotros. Mi primera flecha le da en el pecho e,
inexplicablemente, rebota en él.
—¡Tiene alguna clase de armadura! —le grito a Peeta.
Y se lo grito justo a tiempo, porque tenemos a Cato encima. Me preparo, pero él se estrella
contra nosotros sin intentar frenar antes. Por los jadeos y el sudor que le cae de la cara
amoratada, sé que lleva mucho tiempo corriendo, pero no hacia nosotros, sino huyendo de
algo. ¿De qué?
Examino el bosque justo a tiempo de ver cómo la primera criatura entra en la llanura de un
salto. Mientras me vuelvo, veo que se le unen otras seis. Después salgo corriendo a ciegas
detrás de Cato sin pensar en nada que no sea salvar el pellejo.
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Mutaciones, no cabe duda. Nunca había visto a estos mutos, pero no son animales de la
naturaleza. Aunque parecen lobos enormes, ¿qué lobo aterriza de un salto sobre las patas
traseras y se queda sobre ellas? ¿Qué lobo llama al resto de la manada agitando la pata
delantera, como si tuviese muñeca? Veo todo eso de lejos; estoy segura de que encontraré
otras características más amenazadoras cuando estén cerca.
Cato ha salido pitando hacia la Cornucopia, así que lo sigo sin planteármelo. Si él cree que es el
lugar más seguro, ¿quién soy yo para decir lo contrario? Además, aunque pudiera llegar a los
árboles, Peeta no podría correr más que ellos con la pierna mala... ¡Peeta! Acabo de tocar el
metal del extremo puntiagudo de la Cornucopia cuando recuerdo que formo parte de un
equipo. Peeta está unos catorce metros por detrás de mí, cojeando lo más deprisa que puede;
los mutos lo están alcanzando. Lanzo una flecha hacía la manada y uno cae, pero hay muchos
para ocupar su lugar.
—¡Vete, Katniss, vete! —me grita, señalando el cuerno.
Tiene razón, no puedo protegernos desde el suelo. Empiezo a trepar, a escalar la Cornucopia
con pies y manos. La superficie de oro puro ha sido diseñada para parecer el cuerno tejido que
llenamos durante la cosecha, así que hay pequeñas crestas y costuras a las que agarrarse, pero,
después de un día bajo el sol del campo de batalla, el metal está tan caliente que me salen
ampollas en las manos.
Cato está tumbado de lado en lo alto del cuerno, unos seis metros por encima del suelo,
jadeando para recuperar el aliento mientras se asoma al borde, sintiendo arcadas. Es mi
oportunidad para acabar con él; si me detengo a media subida y cargo otra flecha... Sin
embargo, justo cuando estoy a punto de disparar, Peeta grita. Me vuelvo y veo que acaba de
llegar a la punta del cuerno, aunque los mutos le pisan los talones.
—¡Trepa! —chillo.
Peeta empieza a subir con dificultad, no sólo por culpa de la pierna, sino del cuchillo que lleva
en la mano. Disparo una flecha que le da en el cuello al primer muto que pone las patas sobre
el metal. Al morir, la criatura se estremece y, sin querer, hiere a varios de sus compañeros.
Entonces le puedo echar un buen vistazo a las uñas: diez centímetros y afiladas como cuchillas.
Peeta llega a mis pies, así que lo cojo del brazo y lo subo. Entonces recuerdo que Cato está
esperando arriba y me vuelvo rápidamente, pero sigue tirado en el suelo, con retortijones y, al
parecer, más preocupado por los mutos que por nosotros. Tose algo ininteligible; los ruidos de
bufidos y gruñidos de las mutaciones no me ayudan.
—¿Qué? —le grito.
—Ha preguntado si pueden trepar —responde Peeta, haciendo que le preste atención de nuevo
a la base del cuerno.
Los mutos empiezan a reagruparse. Al unirse, se levantan y se yerguen fácilmente sobre las
patas traseras, lo que les da un aspecto humano. Todos tienen un grueso pelaje, algunos de
pelo liso y suave, y otros rizado; los colores varían del negro azabache a algo que sólo podría
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describirse como rubio. Hay algo más en ellos, algo que hace que se me erice el vello de la nuca,
aunque no logro identificarlo.
Meten el hocico en el cuerno, olisqueando y lamiendo el metal, arañando la superficie con las
patas y lanzándose gañidos agudos. Debe de ser su medio de comunicación, porque la manada
retrocede, como si quisiera dejar espacio; entonces, uno de ellos, un muto de buen tamaño con
sedosos rizos de vello rubio, toma carrerilla y salta sobre el cuerno. Sus patas traseras tienen
una fuerza increíble, porque aterriza a tres metros escasos de nosotros y estira los rosados
labios para enseñarnos los dientes. Se queda ahí un momento y, en ese preciso instante, me
doy cuenta de qué es lo que me inquieta de los mutos: los ojos verdes que me observan con
rabia no son como los de los lobos o los perros, no se parecen a los de ningún canino que
conozca; son humanos, sin lugar a dudas. Justo cuando empiezo a asimilarlo, veo el collar con el
número 1 grabado con joyas y entiendo toda esta horrible situación: el pelo rubio, los ojos
verdes, el número... Es Glimmer.
Dejo escapar un chillido y me cuesta sostener la flecha en su sitio. Estaba esperando para
disparar, muy consciente de mi menguante reserva de flechas; esperaba a ver si las criaturas
podían trepar. Sin embargo, ahora, aunque el perro ha empezado a resbalarse hacia atrás,
incapaz de agarrarse al metal, aunque oigo el lento chirrido de las garras como si fuesen uñas
en una pizarra, disparo al cuello. El animal se retuerce y cae al suelo con un golpe sordo.
—¿Katniss? —noto que Peeta me coge del brazo.
—¡Es ella!
—¿Quién?
Muevo la cabeza de un lado a otro para examinar la manada, tomando nota de tamaños y
colores. La pequeña del pelo rojo y los ojos color ámbar..., ¡la Comadreja! ¡Y allí está el pelo
ceniza y los ojos color avellana del chico del Distrito 9 que murió luchando por la mochila! Y, lo
peor de todo, veo al muto más pequeño, el de reluciente pelaje oscuro, enormes ojos castaños
y un collar de paja trenzada que dice 11; enseña los dientes, rabioso. Rue...
—¿Qué pasa, Katniss? —insiste Peeta, sacudiéndome por los hombros.
—Son ellos, todos ellos. Los otros. Rue, la Comadreja y... todos los demás tributos —respondo,
con voz ahogada.
—¿Qué les han hecho? —pregunta Peeta al reconocerlos, horrorizado—. ¿Crees..., crees que
son sus ojos de verdad?
Sus ojos son la menor de mis preocupaciones. ¿Y sus cerebros? ¿Tienen algún recuerdo de los
tributos originales? ¿Los han programado para odiar especialmente nuestras caras porque
nosotros hemos sobrevivido y ellos han muerto asesinados sin piedad? Y los que matamos de
verdad..., ¿creen que están vengando sus propias muertes?
Antes de poder decir nada, los mutos inician un nuevo asalto al cuerno. Se han dividido en dos
grupos en los laterales y están usando sus fuertes patas traseras para lanzarse sobre nosotros.
Un par de dientes se cierran a pocos centímetros de mi mano y oigo gritar a Peeta; siento el
tirón de su cuerpo, el peso de chico y muto arrastrándome hacia el borde. De no ser por mi
brazo, él habría acabado en el suelo, pero, tal como está la cosa, necesito toda mi fuerza para
mantenernos a los dos en el extremo curvo del cuerno; y vienen más tributos.
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—¡Mátalo, Peeta, mátalo! —le grito y, aunque no veo qué pasa exactamente, sé que tiene que
haber atravesado a la criatura, porque no tiran tanto de mí.
Logro subirlo de nuevo al cuerno y nos arrastramos a la parte alta, donde nos espera el menos
malo de nuestros problemas.
Cato todavía no se ha puesto en pie, aunque respira con más calma y pronto estará lo bastante
recuperado para atacarnos y lanzarnos al suelo para que nos maten. Cargo una flecha en el
arco, pero acaba derribando a un animal que sólo puede ser Thresh. ¿Quién si no iba a saltar
tan alto? Siento alivio por un instante, porque parece que por fin estamos fuera del alcance de
los mutos. Voy a volverme para enfrentarme a Cato cuando alguien aparta a Peeta de mi lado;
estoy convencida de que la manada lo ha cogido, hasta que su sangre me salpica la cara.
Cato está delante de mí, casi al borde del cuerno, y tiene a Peeta agarrado con una llave por el
cuello, ahogándolo. Peeta araña el brazo de Cato, pero sin fuerzas, porque no sabe si es más
importante respirar o intentar cortar la sangre que le sale del agujero que una de las criaturas
le ha abierto en la pantorrilla.
Apunto con una de mis últimas dos flechas a la cabeza de Cato, sabiendo que no tendría ningún
efecto ni en el tronco ni en las extremidades; ahora veo que lleva encima una malla ajustada de
color carne, algún tipo de armadura de gran calidad del Capitolio. ¿Era eso lo que contenía su
mochila en el banquete? ¿Una armadura para defenderse de mis flechas? Bueno, pues se les
olvidó incluir una máscara blindada.
—Dispárame y él se cae conmigo —dice Cato, riéndose.
Tiene razón, si lo derribo y cae sobre los mutos, Peeta morirá con él. Estamos en tablas: no
puedo disparar a Cato sin matar también a Peeta; él no puede matar a Peeta sin ganarse una
flecha en el cerebro. Nos quedamos quietos como estatuas, buscando una salida.
Tengo los músculos tan tensos que podrían saltar en cualquier momento y los dientes tan
apretados que podrían romperse. Las criaturas guardan silencio y lo único que oigo es la sangre
que me late en la oreja buena.
A Peeta se le ponen los labios azules; si no hago algo pronto, morirá ahogado y lo perderé, y
entonces Cato usará su cadáver como arma contra mí. De hecho, estoy segura de que ése es el
plan de Cato, porque, aunque ha dejado de reírse, esboza una sonrisa triunfal.
Como si se tratase de un último esfuerzo, Peeta levanta los dedos, que chorrean sangre, hacia
el brazo de Cato. En vez de intentar liberarse, desvía el índice y dibuja una equis en el dorso de
la mano de Cato. El otro se da cuenta de lo que significa un segundo después que yo, lo sé por
la forma en que pierde la sonrisa. Sin embargo, llega tarde por un segundo, porque, para
entonces, ya le he atravesado la mano con la flecha. Grita y suelta a Peeta, que se lanza sobre
él. Durante un horrible instante me da la impresión de que ambos caerán al suelo; salto y cojo a
Peeta justo antes de que Cato se resbale sobre el cuerno lleno de sangre y acabe en el llano.
Oímos el golpe, el aire al salirle del cuerpo con el impacto y el ruido del ataque de las criaturas.
Peeta y yo nos abrazamos, esperando a que suene el cañonazo, esperando a que acabe la
competición, esperando a que nos liberen, pero no pasa nada, todavía no. Porque éste es el
punto culminante de los Juegos del Hambre y la audiencia quiere espectáculo.
Aunque no miro, sí oigo los gruñidos, los ladridos, y los aullidos de humanos y animales
mientras Cato se enfrenta a la manada. No entiendo cómo puede seguir vivo hasta que
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recuerdo la armadura que lo protege de los tobillos al cuello y me doy cuenta de que esta
noche podría ser muy larga. Cato debe de tener también un cuchillo, una espada o lo que sea,
algo más escondido en la ropa, porque, de vez en cuando, se oye el último lamento de un muto
o el sonido de metal contra metal que produce la hoja al dar en el cuerno dorado. El combate
se mueve alrededor de la Cornucopia y sé que Cato está intentando la única maniobra que
podría salvarle la vida: volver al extremo puntiagudo del cuerno y unirse a nosotros de nuevo.
Sin embargo, al final, a pesar de lo notables que resultan su fuerza y sus habilidades, son
demasiados para él.
No sé cuánto tiempo ha pasado, puede que una hora, cuando Cato cae al suelo y oímos cómo lo
arrastran los mutos al interior de la Cornucopia. «Ahora lo rematarán», pienso, pero no se oye
ningún cañonazo.
Cae la noche y suena el himno, y la imagen de Cato no sale en el cielo; nos llegan los débiles
gemidos a través del metal que tenemos debajo. El aire helado que sopla por la llanura me
recuerda que los juegos no han terminado y que puede que tarden mucho tiempo en acabar;
seguimos sin tener garantizada la victoria.
Me vuelvo hacia Peeta y veo que la pierna le sangra más que nunca. Todos nuestros suministros
y mochilas siguen junto al lago, donde las dejamos cuando huimos de la manada. No tengo
vendas, ni nada con lo que taponar el flujo de sangre de su pantorrilla. Aunque estoy
temblando de frío, me arranco la chaqueta, me quito la camisa y me vuelvo a colocar la
chaqueta lo antes posible. Han sido unos segundos, pero el frío hace que me castañeteen los
dientes sin que pueda controlarlos.
Peeta tiene la cara gris a la pálida luz de la luna. Lo obligo a tumbarse antes de tocarle la herida;
no bastará con una venda. He visto a mi madre poner torniquetes unas cuantas veces, así que
intento imitarla. Corto una manga de la camisa, se la enrollo dos veces justo por debajo de la
rodilla y ato un medio nudo. Como no tengo ningún palo, cojo mi última flecha y la introduzco
en el nudo, apretándolo todo lo que me atrevo. Es arriesgado, porque Peeta podría perder la
pierna, pero comparado con el peligro de perder la vida, ¿qué otra opción me queda? Vendo la
herida con el resto de mi camisa y me tumbo a su lado.
—No te duermas —le digo.
Aunque no sé bien si es el protocolo médico correcto, me aterroriza que se duerma y no vuelva
a despertarse.
—¿Tienes frío? —me pregunta.
Se baja la cremallera de la chaqueta y me meto dentro con él. Así se está un poco mejor,
compartimos el calor de nuestros cuerpos dentro de mi doble capa de chaquetas, pero la noche
es joven y la temperatura seguirá descendiendo. Todavía puedo sentir cómo la Cornucopia se
congela, a pesar de que ardía cuando subimos.
—Puede que Cato acabe ganando —le susurro a Peeta.
—No digas eso —responde, subiéndome la capucha, aunque él tiembla aún más que yo.
Las horas siguientes son las peores de mi vida, lo que, si una se para a pensarlo, ya es decir. El
frío de por sí ya es bastante tortura, pero la verdadera tortura es oír a Cato gemir, suplicar y,
por último, gimotear mientras los mutos se divierten con él. Al cabo de un rato ya no me
importa quién es o qué haya hecho, sólo quiero que deje de sufrir.
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—¿Por qué no lo matan y ya está? —le pregunto a Peeta.
—Ya sabes por qué —responde, acercándome más a él.
Y es cierto: ahora ningún telespectador podrá despegarse de la pantalla. Desde el punto de
vista de los Vigilantes, esto es lo último en espectáculos.
La cosa sigue y sigue, y, al final, me llena la cabeza borrando recuerdos y esperanzas de
sobrevivir, borrándolo todo salvo el presente, que empieza a parecerme eterno. Nunca existirá
otra cosa que no sea este frío, este miedo y los atroces sonidos del chico que se muere dentro
del cuerno.
Peeta empieza a adormecerse y, cuando cabecea, me pongo a chillar su nombre cada vez más
alto, porque, si se muere y me deja sola, sé que me volveré completamente loca. Está
esforzándose, seguramente más por mí que por él, y le resulta difícil, porque desmayarse sería
su forma de huir. Sin embargo, el subidón de adrenalina que me corre por el cuerpo me
impediría dormirme, así que no puedo dejar que lo haga él. No puedo.
La única señal del paso del tiempo está en el cielo, en el sutil movimiento de la luna. Peeta me
la señala e insiste en que observe su avance y, a veces, por un momento, siento una chispa de
esperanza antes de que la desesperación de la noche me envuelva de nuevo.
Al final lo oigo susurrar que el sol está saliendo. Abro los ojos y veo que las estrellas se
difuminan a la pálida luz del alba. Además, veo lo pálida que está la cara de Peeta, el poco
tiempo que le queda, y sé que tengo que llevarlo de vuelta al Capitolio.
En cualquier caso, no se ha oído el cañonazo. Pego la oreja al cuerno y distingo la débil voz de
Cato.
—Creo que está más cerca. Katniss, ¿puedes dispararle?
Si está cerca de la entrada, quizá lo consiga; llegados a este punto, sería un acto de piedad.
—Mi última flecha está en tu torniquete.
—Pues aprovéchala bien —responde él, bajándose la cremallera de la chaqueta para que salga.
Así que suelto la flecha, vuelvo a atar el torniquete lo más fuerte que mis helados dedos me
permiten y me froto las manos para intentar recuperar la circulación. Cuando me arrastro hasta
el borde del cuerno y me asomo, noto que Peeta me sujeta para que no me caiga.
Tardo unos segundos en encontrar a Cato en la penumbra, en la sangre. Después, el desollado
pedazo de carne que antes era mi enemigo emite un sonido y veo dónde tiene la boca. Creo
que las palabras que intenta decir son por favor.
La compasión y no la venganza es lo que guía mi flecha a su cabeza. Peeta me sube de nuevo y
allí me quedo, arco en mano, con el carcaj vacío.
—¿Le has dado? —me susurra. El cañonazo le responde—. Entonces, hemos ganado, Katniss
—añade, sin emoción.
—Bien por nosotros —consigo decir, aunque en mi voz no se nota la alegría por la victoria.
En ese momento se abre un agujero en la llanura y, como si siguieran órdenes, los mutos que
quedan vivos saltan en él, desaparecen en el interior y la tierra vuelve a cerrarse.
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Esperamos a que llegue el aerodeslizador para llevarse los restos de Cato, a que suenen las
trompetas de la victoria, pero nada.
—¡Eh! —grita Peeta al aire—. ¿Qué está pasando? —La única respuesta es el parloteo de los
pájaros al despertarse—. Quizá sea por el cadáver, quizá tengamos que apartarnos.
Intento recordar si hay que apartarse del último tributo muerto. Tengo el cerebro demasiado
embrollado para estar segura, pero ¿qué otra cosa podría ser?
—Vale, ¿crees que puedes llegar hasta el lago? —le pregunto.
—Creo que será mejor que lo intente.
Bajamos poco a poco por el extremo del cuerno y caemos al suelo. Si yo tengo las extremidades
tan rígidas, ¿cómo puede moverse Peeta? Me levanto la primera, y doblo y agito brazos y
piernas hasta encontrarme en condiciones de ayudarlo a levantarse. Conseguimos llegar al lago,
aunque no sé cómo, y recojo un poco de agua fría para Peeta; yo también bebo.
Un sinsajo emite un largo silbido bajo y se me llenan los ojos de lágrimas cuando aparece el
aerodeslizador y se lleva a Cato. Ahora vendrán a por nosotros, y podremos irnos a casa.
Sin embargo, sigue sin haber respuesta.
—¿A qué están esperando? —pregunta Peeta débilmente.
Entre la pérdida del torniquete y el esfuerzo que nos había supuesto llegar al lago, se le había
abierto la herida.
—No lo sé.
No sé a qué se deberá el retraso, pero no soporto seguir viéndolo perder sangre. Me levanto
para buscar un palo, pero encuentro rápidamente la flecha que rebotó en la armadura de Cato;
servirá tan bien como la otra flecha. Cuando voy a cogerla, la voz de Claudius Templesmith
retumba en el estadio.
—Saludos, finalistas de los Septuagésimo Cuartos Juegos del Hambre. La última modificación de
las normas se ha revocado. Después de examinar con más detenimiento el reglamento, se ha
llegado a la conclusión de que sólo puede permitirse un ganador. Buena suerte y que la suerte
esté siempre de vuestra parte.
Un pequeño estallido de estática y se acabó. Me quedo mirando a Peeta con cara de
incredulidad hasta que asimilo la verdad: nunca han tenido intención de dejarnos vivir a los dos.
Los Vigilantes lo han planeado todo para garantizar el final más dramático de la historia, y
nosotros, como idiotas, nos lo hemos tragado.
—Si te paras a pensarlo, no es tan sorprendente —dice Peeta en voz baja.
Lo observo ponerse en pie a duras penas. Se mueve hacia mí, como a cámara lenta, sacándose
el cuchillo del cinturón...
Antes de ser consciente de lo que hago, tengo el arco cargado y apuntándole al corazón.
Arquea las cejas y veo que su mano ya estaba camino de tirar el cuchillo al lago. Suelto las
armas y doy un paso atrás, con la cara ardiendo de vergüenza.
—No —me detiene—, hazlo.
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Peeta se acerca cojeando y me pone las armas de nuevo en las manos.
—No puedo. No lo voy a hacer.
—Hazlo, antes de que envíen otra vez a esos animales o a otra cosa. No quiero morir como
Cato.
—Pues dispárame —respondo, furiosa, devolviéndole las armas con un empujón—.
¡Dispárame, vete a casa y vive con ello!
Mientras lo digo, sé que la muerte aquí, ahora mismo, sería más fácil que seguir viviendo.
—Sabes que no puedo —dice él, tirando las armas—. Vale, de todos modos yo seré el primero
en morir.
Se inclina y se arranca la venda de la pierna, eliminando la última barrera entre su sangre y la
tierra.
—¡No, no puedes suicidarte!
Me pongo de rodillas e intento pegarle la venda en la herida, desesperada.
—Katniss, es lo que quiero.
—No vas a dejarme sola —insisto, porque, si muere, en realidad nunca volveré a casa, me
pasaré el resto de mi vida en este campo de batalla, intentando encontrar la salida.
—Escucha —me dice, poniéndome en pie—. Los dos sabemos que necesitan a su vencedor.
Sólo puede ser uno de nosotros. Por favor, acéptalo, hazlo por mí.
Y sigue hablando sobre lo mucho que me quiere, sobre cómo sería su vida sin mí, pero yo ya no
lo escucho, porque sus anteriores palabras han quedado atrapadas dentro de mi cabeza y están
ahí, dando vueltas.
«Los dos sabemos que necesitan a su vencedor.»
Sí, lo necesitan. Sin vencedor, a los Vigilantes les estallaría todo en la cara: fallarían al Capitolio,
puede que incluso los ejecutasen de alguna forma lenta y dolorosa, en directo para todas las
pantallas del país.
Si morimos Peeta y yo, o si pensaran que vamos a...
Me llevo las manos al saquito del cinturón y lo desengancho. Peeta lo ve y me coge la muñeca.
—No, no te dejaré.
—Confía en mí —susurro. Él me mira a los ojos durante un buen rato, pero me suelta. Abro el
saquito y le echo un puñado de bayas en la mano; después cojo unas cuantas para mí—. ¿A la
de tres?
—A la de tres —responde Peeta, inclinándose para darme un beso muy dulce. Nos ponemos de
pie, espalda contra espalda, cogidos con fuerza de la otra mano—. Enséñalas, quiero que todos
lo vean.
Abro los dedos y las oscuras bayas relucen al sol. Le doy un último apretón de manos a Peeta
para indicarle que ha llegado el momento, para despedirme, y empezamos a contar.
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—Uno. —Quizá me equivoque—. Dos. —Quizá no les importe que muramos los dos—. ¡Tres!
Es demasiado tarde para cambiar de idea. Me llevo la mano a los labios y le echo un último
vistazo al mundo. Justo cuando las bayas entran en la boca, las trompetas empiezan a sonar.
La voz frenética de Claudius Templesmith grita sobre nosotros:
—¡Parad! ¡Parad! Damas y caballeros, me llena de orgullo presentarles a los vencedores de los
Septuagésimo Cuartos Juegos del Hambre: ¡Katniss Everdeen y Peeta Mellark! ¡Les presento a...
los tributos del Distrito 12!
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26
Escupo las bayas y me limpio la lengua con el borde de la camisa para asegurarme de que no
quede nada. Peeta tira de mí hacia el lago, donde los dos nos enjuagamos la boca y nos
abrazamos, sin fuerzas.
—¿No te has tragado ninguna? —le pregunto.
—¿Y tú? —responde él, sacudiendo la cabeza.
—Supongo que no, porque sigo viva.
Veo que mueve los labios para contestar, pero no lo oigo con el rugido de la multitud del
Capitolio, que sale en directo por los altavoces.
El aerodeslizador aparece sobre nosotros y de él caen dos escaleras, sólo que no pienso soltar a
Peeta, de ninguna manera. Lo rodeo con un brazo para ayudarlo a subir, y los dos ponemos un
pie en el primer travesano. La corriente eléctrica nos paraliza, de lo cual me alegro, porque no
estoy segura de que Peeta pudiese quedarse colgado todo el viaje. Al subir estaba mirando
hacia abajo, así que veo que, aunque nuestros músculos están inmóviles, nada corta el flujo de
sangre de su pierna. Como cabía esperar, se desmaya en cuanto la puerta se cierra detrás de
nosotros y la corriente eléctrica se detiene.
Todavía tengo agarrada la parte de atrás de su chaqueta con tanta fuerza que, cuando se lo
llevan, se rompe, y me deja con un puñado de tela negra. Unos médicos vestidos con batas,
máscaras y guantes blancos esterilizados ya están preparados para trabajar, para entrar en
acción. Peeta está tan pálido y quieto sobre la mesa plateada, lleno de tubos y cables por todas
partes, que, por un momento, olvido que hemos salido de los juegos y veo a los médicos como
una amenaza más, otra manada de mutos diseñados para matarlo. Petrificada, me lanzo a
salvarlo, pero me retienen y me empujan al interior de otro cuarto, con una puerta de cristal
entre los dos. Nadie me hace caso, salvo un ayudante del Capitolio que aparece detrás de mí y
me ofrece una bebida.
Me dejo caer en el suelo, con la cara contra la puerta, mirando el vaso de cristal que tengo en la
mano sin entender nada. Está helado, lleno de zumo de naranja, con una pajita de borde
decorado. Parece completamente fuera de lugar en mi mano sucia y ensangrentada, al lado de
las cicatrices y las uñas llenas de tierra. Se me hace la boca agua con el olor, pero la dejo con
cuidado en el suelo, sin confiar en nada tan limpio y bonito.
A través del cristal veo cómo los médicos trabajan sin parar en Peeta; fruncen el ceño,
concentrados. Veo el flujo de líquidos que bombean por los tubos, y una pared llena de
cuadrantes y luces que no significan nada para mí. No estoy segura, pero creo que se le para el
corazón dos veces.
Es como estar en casa cuando traen a una persona destrozada sin remedio en el estallido de
una mina, a una mujer en su tercer día de parto o a un niño malnutrido que lucha contra la
neumonía; en esas ocasiones, mi madre y Prim suelen tener la misma expresión que los
médicos. Ha llegado el momento de huir al bosque y esconderme entre los árboles hasta que el
paciente haya desaparecido y, en otra parte de la Veta, los martillos se encarguen del ataúd. Sin
embargo, estoy aquí, atrapada no sólo por las paredes del aerodeslizador, sino también por la
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misma fuerza que ata a los seres queridos de los moribundos. A menudo los he visto reunidos
en torno a la mesa de nuestra cocina y he pensado: «¿Por qué no se van? ¿Por qué se quedan a
mirar?».
Y ahora lo sé: porque no les queda otra alternativa.
Doy un salto cuando noto que alguien me mira a pocos centímetros, y me doy cuenta de que es
mi reflejo en el cristal: ojos enloquecidos, mejillas huecas, pelo enredado; rabiosa, salvaje, loca.
No es de extrañar que todos se mantengan a una distancia prudencial de mí.
Lo siguiente que sé es que hemos aterrizado en el tejado del Centro de Entrenamiento y que se
llevan a Peeta, aunque a mí me dejan donde estoy. Me lanzo contra el cristal, chillando, y creo
distinguir un atisbo de pelo rosa (tiene que ser Effie, Effie viene al rescate), cuando alguien me
pincha por detrás con una aguja.
Cuando despierto me da miedo moverme. Todo el techo brilla con una suave luz amarilla, lo
que me permite ver que estoy en una habitación en la que sólo está mi cama; ni puertas, ni
ventanas a la vista. El aire huele a algo fuerte y antiséptico. Del brazo derecho me salen varios
tubos que se meten en la pared que tengo detrás. Estoy desnuda, pero la ropa de cama me
reconforta. Saco con precaución la mano derecha de la colcha: no sólo está limpia, sino que han
arreglado las uñas en óvalos perfectos y las cicatrices de las quemaduras se notan menos. Me
toco la mejilla, los labios, la cicatriz arrugada sobre la ceja y, cuando empiezo a pasarme los
dedos por mi pelo de seda, me quedo helada. Me muevo el pelo con aprensión por encima de
la oreja izquierda; no, no me lo he imaginado: puedo oír de nuevo.
Intento sentarme, pero algún tipo de correa de sujeción me rodea la cintura y sólo me deja
levantarme unos centímetros. La restricción física hace que me entre el pánico, y me pongo a
tirar y a retorcer las caderas para librarme de la correa; entonces se desliza una parte de la
pared, como si fuese una puerta, y por ella entra la chica avox pelirroja con una bandeja. Al
verla me calmo y dejo de forcejear. Quiero hacerle un millón de preguntas, aunque me da
miedo que un exceso de confianza le cause problemas, porque está claro que me vigilan de
cerca. Deja la bandeja sobre mis muslos y aprieta algo que me coloca en posición sentada.
Mientras me arregla las almohadas, me atrevo a preguntarle algo; lo digo en voz alta, tan claro
como me lo permite mi voz oxidada, para que no parezca que le cuento secretitos.
—¿Ha sobrevivido Peeta?
Ella asiente y, cuando me pone una cuchara en la mano, noto que me la aprieta como una
amiga.
Supongo que, al fin y al cabo, no quería verme muerta. Y Peeta lo ha logrado; claro que lo ha
logrado, con todo el equipo caro que tienen aquí. Sin embargo, no estaba segura hasta ahora.
Cuando se va la chica, la puerta se cierra sin hacer ruido detrás de ella y yo me vuelvo,
hambrienta, hacia la bandeja: un cuenco de caldo claro, una pequeña ración de compota de
manzana y un vaso de agua. «¿Ya está?», pienso, enfurruñada. ¿No debería ser mi comida de
bienvenida un poco más espectacular? Al final descubro que apenas soy capaz de terminar lo
poco que me han puesto. Es como si el estómago se me hubiese reducido al tamaño de una
castaña, y me pregunto cuánto tiempo llevo inconsciente, porque la última mañana que pasé
en el estadio no me costó nada comerme un desayuno considerable. Normalmente pasan unos
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días entre el final de la competición y la presentación del vencedor, de modo que puedan
volver a convertir a un tributo muerto de hambre, herido y destrozado en una persona. Cinna y
Portia andarán por aquí, creando nuestro vestuario para las apariciones públicas. Haymitch y
Effie estarán disponiendo el banquete para los patrocinadores y revisando las preguntas de las
últimas entrevistas. En casa, en el Distrito 12, estarán inmersos en el caos de organizar las
celebraciones de bienvenida para Peeta y para mí, sobre todo porque las últimas fueron hace
casi treinta años.
¡En casa! ¡Prim y mi madre! ¡Gale! Incluso la imagen del viejo gato zarrapastroso de Prim me
hace sonreír. ¡Pronto estaré en casa!
Quiero salir de esta cama, ver a Peeta y Cinna, descubrir qué ha estado pasando. ¿Y por qué
no? Me siento bien. Sin embargo, cuando empiezo a salir de la correa, noto que un líquido frío
sale de uno de los tubos y se introduce por una de mis venas; pierdo la conciencia de forma casi
inmediata.
Lo mismo sucede una y otra vez durante un periodo indefinido: me despierto, me alimentan y,
aunque resisto el impulso de intentar escapar de la cama, me vuelven a dejar sin sentido. Es
como estar en un extraño crepúsculo continuo. Sólo tomo nota de unas cuantas cosas: la chica
avox no ha vuelto desde que me dio de comer la primera vez, mis cicatrices desaparecen y...
¿me lo he imaginado o he oído de verdad los gritos de un hombre? No con el acento del
Capitolio, sino con la tosca cadencia de mi distrito. No puedo evitar tener la vaga sensación de
que alguien cuida de mí, y eso me reconforta.
Entonces, por fin, llega un momento en que me despierto y no tengo nada clavado en el brazo
derecho. También me han quitado la correa de la cintura y soy libre para moverme a mi gusto.
Empiezo a levantarme, pero me detiene la visión de mis manos: la piel está perfecta, suave y
reluciente. No sólo han desaparecido sin dejar rastro las cicatrices del campo de batalla, sino
también las que había acumulado con los años de cazadora. Me toco la frente y parece de
satén; cuando intento buscar la quemadura de la pantorrilla, no encuentro nada.
Saco las piernas de la cama, con los nervios de no saber si soportarán bien mi peso, y
compruebo que están fuertes y preparadas. Al pie de la cama encuentro un traje que me hace
estremecer, el mismo que llevábamos todos los tributos en el estadio. Me quedo mirándolo
hasta que recuerdo que, obviamente, es lo que tengo que ponerme para saludar a mi equipo.
Me visto en menos de un minuto y toqueteo la pared, donde sé que está la puerta aunque no la
vea, hasta que, de repente, se abre. Salgo a un pasillo amplio y vacío que no parece tener más
puertas. No obstante, debe de haberlas, y detrás de una de ellas tiene que estar Peeta. Ahora
que estoy consciente y en movimiento, mi preocupación por él aumenta por segundos. Si no
estuviera bien, la avox me lo habría dicho, pero necesito verlo por mí misma.
—¡Peeta! —lo llamo, ya que no hay nadie a quien preguntar.
Oigo que alguien responde gritando mi nombre, aunque no es su voz, sino una que me provoca
primero irritación y después impaciencia: Effie.
Me vuelvo y los veo a todos esperando en una gran sala al final del pasillo: Effie, Haymitch y
Cinna. Salgo corriendo hacia ellos sin vacilar. Es posible que los vencedores deban ser más
comedidos, más arrogantes, sobre todo cuando sabes que te están mirando, pero me da igual.
Corro hacia ellos y me sorprendo a mí misma abrazando primero a Haymitch. Cuando me
susurra al oído «buen trabajo, preciosa», no suena sarcástico. Effie está algo llorosa y no deja
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de darme palmaditas en el pelo y de hablar sobre cómo le decía a todo el mundo que éramos
perlas. Cinna se limita a abrazarme con fuerza y no dice nada. Entonces veo que Portia no está y
tengo un mal presentimiento.
—¿Dónde está Portia? ¿Con Peeta? Peeta está bien, ¿no? Quiero decir, que está vivo, ¿verdad?
—Está bien, pero quieren que os encontréis en directo durante la ceremonia —responde
Haymitch.
—Ah, vale —respondo, y el horrible momento de temer que Peeta estuviese muerto se pasa de
nuevo—. Supongo que es lo que yo querría ver.
—Ve con Cinna. Tiene que ponerte a punto —dice Haymitch.
Es un alivio estar a solas con Cinna, sentir su brazo protector sobre los hombros y alejarnos de
las cámaras, recorrer algunos pasillos y llegar a un ascensor que nos conduce al vestíbulo del
Centro de Entrenamiento. Eso quiere decir que el hospital está en el sótano, incluso debajo del
gimnasio en el que los tributos practicábamos haciendo nudos y tirando lanzas. Las ventanas
del vestíbulo están oscurecidas y un puñado de guardias lo vigilan todo. Nadie más nos ve llegar
al ascensor de los tributos. Se oye el eco de nuestras pisadas en el vacío. Cuando subimos a la
duodécima planta, me pasan por la cabeza las caras de todos los tributos que nunca regresarán
y noto un nudo en la garganta.
Entonces se abren las puertas, y Venia, Flavius y Octavia me asaltan hablando tan deprisa y con
tanta alegría que no consigo entender lo que dicen, aunque el sentido está claro: están
realmente encantados de verme, y lo mismo me pasa a mí con ellos, aunque me emocionó
mucho más ver a Cinna. Esto es más como alegrarse de ver a un trío de mascotas cariñosas al
final de un día muy difícil.
Me llevan al comedor y me dan una comida de verdad (rosbif con guisantes y panecillos),
aunque las raciones siguen estando controladas, porque, cuando pido repetir, me dicen que no.
—No, no y no. No quieren que lo eches todo en el escenario —responde Octavia, pero me da
un panecillo más sin que nadie lo vea, por debajo de la mesa, para hacerme saber que está de
mi parte.
Volvemos a mi habitación y Cinna desaparece durante un rato mientras el equipo de
preparación me arregla.
—Oh, te han hecho un buen trabajo de pulido —dice Flavius con envidia—. No tienes ni un
defecto en la piel.
Sin embargo, cuando me miro desnuda en el espejo sólo veo lo delgaducha que estoy. Bueno,
seguro que estaba peor cuando salí del campo de batalla, pero puedo contarme las costillas sin
ningún problema.
Seleccionan los ajustes de la ducha por mí y empiezan a arreglarme el pelo, las uñas y el
maquillaje cuando termino. Charlan sin parar, así que apenas tengo que decir nada; eso está
bien, porque no me siento muy habladora. Tiene gracia porque, aunque parloteen sobre los
juegos, sus comentarios versan acerca de dónde estaban, qué hacían o cómo se sentían cuando
sucedió algo en concreto: «¡Todavía estaba en la cama!», «¡Acababa de teñirme las cejas!»,
«¡Os juro que estuve a punto de desmayarme!». Todo gira en torno a ellos, no tiene nada que
ver con los chicos que morían en el estadio.
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En el Distrito 12 no nos regodeamos así en los juegos, sino que apretamos los dientes, miramos
por obligación e intentamos volver a nuestras cosas lo antes posible en cuanto acaban. Para no
odiar al equipo de preparación, consigo bloquear la mayor parte de su charla.
Cinna entra con lo que parece ser un vestido amarillo muy simple.
—¿Ya te has aburrido del tema de la «chica en llamas»?
—Dímelo tú —responde, y me lo mete por la cabeza. Al instante noto que ha rellenado la parte
del pecho para añadir las curvas que el hambre me ha robado del cuerpo. Me llevo las manos a
los senos y frunzo el ceño—. Ya lo sé —dice Cinna antes de que pueda protestar—, pero los
Vigilantes querían modificarte quirúrgicamente. Haymitch tuvo una gran pelea con ellos y ésta
fue la solución de compromiso. —Me detiene antes de que pueda mirarme en el espejo—.
Espera, no te olvides de los zapatos.
Venia me ayuda a ponerme un par de sandalias de cuero planas y me vuelvo hacia el espejo.
Sigo siendo la «chica en llamas»: la fina tela del vestido despide un ligero brillo; el más leve
movimiento del aire crea ondas. En comparación con éste, el traje del carro parece estridente, y
el de la entrevista, demasiado artificial; ahora doy la impresión de haberme vestido con la luz
de una vela.
—¿Qué te parece?
—Creo que es el mejor que has hecho hasta ahora.
Cuando consigo apartar la mirada de los destellos de la tela, me encuentro con una sorpresa:
llevo el cabello suelto y echado atrás con una sencilla cinta; el maquillaje redondea y rellena
mis ahora angulosas facciones; me han puesto esmalte transparente en las uñas; el vestido sin
mangas está recogido a la altura de las costillas, no de la cintura, de modo que el relleno no
afecta demasiado a mi figura; el borde me llega justo a las rodillas; al no llevar tacones, tengo
mi estatura real. En resumidas cuentas, parezco una chica, una chica joven, de catorce años
como mucho, inocente e inofensiva. Sí, me sorprende que Cinna haya decidido sacar esto,
teniendo en cuenta que acabo de ganar los juegos.
Se trata de una imagen muy estudiada, porque Cinna nunca deja nada al azar. Me muerdo el
labio, intentando averiguar sus motivos.
—Creía que sería algo más... sofisticado —le digo.
—Supuse que a Peeta le gustaría más esto —responde él, con precaución.
¿Peeta? No, no es por Peeta. Es por el Capitolio, los Vigilantes y la audiencia. Aunque no
entiendo todavía el diseño de Cinna, me recuerda que los juegos todavía no han terminado por
completo. Además, noto una advertencia debajo de su benévola respuesta. Me advierte sobre
algo que no puede mencionar ni siquiera delante de su propio equipo.
Bajamos en el ascensor hasta la planta donde nos entrenamos. La costumbre es que el
vencedor y su equipo de preparación salgan al escenario en una plataforma elevada. Primero el
equipo de preparación, seguido por el acompañante, el estilista, el mentor y, finalmente, el
vencedor. Como este año somos dos vencedores que comparten acompañante y mentor, han
tenido que reorganizarlo todo. Me encuentro en una parte mal iluminada bajo el escenario.
Han instalado una nueva plataforma de metal para elevarme; todavía se ven pequeños
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montoncitos de serrín y huele a pintura fresca. Cinna y el equipo de preparación se van para
ponerse sus trajes y colocarse en su sitio, así que me quedo sola. En la penumbra veo una pared
improvisada a unos nueve metros de mí; supongo que Peeta estará detrás.
El rugido de la multitud es tan ensordecedor que no me doy cuenta de la llegada de Haymitch
hasta que me toca el hombro y doy un bote, sobresaltada; supongo que parte de mí sigue en el
estadio.
—Tranquila, soy yo. Deja que te eche un vistazo —dice. Levanto los brazos y doy una vuelta—.
No está mal.
—¿Pero? —pregunto, porque no ha sido un gran cumplido.
—Pero nada. ¿Qué tal un abrazo de buena suerte? —responde él, después de examinar mi
mohoso lugar de espera y tomar una decisión.
Vale, es una petición extraña viniendo de él, pero, al fin y al cabo, hemos ganado; quizás un
abrazo sea lo más apropiado. Sin embargo, cuando le rodeo el cuello con los brazos, me
encuentro atrapada por los suyos y me empieza a hablar muy deprisa y muy bajito al oído, con
los labios ocultos por mi pelo.
—Escucha, tienes problemas. Se dice que el Capitolio está furioso por la manera en que los
habéis dejado en ridículo en el estadio. Si hay algo que no soportan es que se rían de ellos, y
ahora son el hazmerreír de Panem —me dice Haymitch.
Siento que el miedo me corre por las venas, pero me río como si me dijese algo encantador,
porque no tengo nada que me oculte la boca.
—¿Y qué?
—Tu única defensa sería que estuvieses tan loca de amor que no fueses responsable de tus
acciones. —Haymitch se aparta y me arregla la cinta del pelo—. ¿De acuerdo, preciosa?
Podría estar hablando de cualquier cosa.
—De acuerdo. ¿Se lo has dicho a Peeta?
—No hace falta. Él lo tiene claro.
—Pero ¿crees que yo no? —pregunto, aprovechando la oportunidad para enderezar la pajarita
de color rojo intenso que Cinna debe de haberle obligado a llevar.
—¿Y desde cuándo importa lo que yo crea? Será mejor que ocupemos nuestros puestos. —Me
conduce al círculo de metal—. Es tu noche, preciosa, disfrútala.
Me da un beso en la frente y desaparece en la penumbra.
Me tiro de la falda deseando que fuese más larga para tapar lo mucho que me chocan las
rodillas. Entonces me doy cuenta de que no tendría sentido, porque todo el cuerpo me tiembla
como una hoja. Con suerte, lo atribuirán a la emoción. Al fin y al cabo, es mi noche.
El olor a humedad y moho que hay debajo del escenario amenaza con ahogarme. Noto un
sudor frío y pegajoso en la piel y no puedo evitar la sensación de que las tablas que tengo
encima están a punto de derrumbarse, de enterrarme viva debajo de los escombros. Después
de salir del campo de batalla, después de las trompetas, se suponía que estaría a salvo para
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siempre, para el resto de mi vida. Sin embargo, si lo que dice Haymitch es cierto (y no tiene
razones para mentir), nunca he corrido tanto peligro como ahora.
Es mucho peor que la caza del estadio, porque allí podía morir y ya está, fin de la historia. Aquí
podrían castigar a Prim, a mi madre, a Gale, a la gente del Distrito 12, a todas las personas que
me importan, si no consigo hacer creíble el escenario de chica-loca-de-amor que Haymitch ha
sugerido.
Bueno, aún tengo una oportunidad. Qué curioso, cuando saqué las bayas en el estadio sólo
pensaba en ser más lista que los Vigilantes, no en lo mal que haría quedar al Capitolio con mis
acciones. Pero los Juegos del Hambre son su arma y se supone que no puedes vencerlos, así
que ahora el Capitolio actuará como si hubiese controlado la situación desde el principio, como
si lo dirigiese todo, suicidio doble incluido. Claro que, para que eso funcione, tengo que
seguirles el juego.
Y Peeta... Peeta también sufrirá si la actuación no sale bien. Pero ¿qué ha respondido Haymitch
cuando le he preguntado si se lo había explicado a Peeta, que tenía que fingir estar loco de
amor por mí?
«No hace falta, él lo tiene claro.»
¿Tiene claro lo que está pasando, como siempre, y es muy consciente del peligro que
corremos? ¿O... tiene claro que está loco de amor por mí? No lo sé, ni siquiera he empezado a
ordenar lo que siento por Peeta, es demasiado complicado. No sé qué hice como parte de los
juegos, qué hice por odio al Capitolio, qué hice para que lo vieran en el Distrito 12, qué hice
porque era lo correcto y qué hice porque este chico me importa.
Son preguntas que debo resolver en casa, en la tranquilidad y el sosiego del bosque, cuando no
me vea nadie, pero no aquí, con todos los ojos del país clavados en mí. Sin embargo, no
disfrutaré de ese lujo durante vete a saber cuánto tiempo y, ahora mismo, la parte más
peligrosa de los Juegos del Hambre está a punto de empezar.
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Comentarios
ME HA GUSTADO MUCHO. GRACIAS
No se puede cambiar la voz ????
nunca pensé que me engancharia una novela adolescente, lo próximo que será crepúsculo?jajaja, muchas gracias, te recuerdo lo de crónicas zombi, el último libro subelo pleaseeeee.
pollaaaaaaaaaaaaas
Muchas gracias por subirlo, la historia es muy atrapante y me acostumbré al ritmo de loquendo, lo malo es que algunos podcast están cortados al final, este por ejemplo.
excelente!!!!!!
es algo curioso al principio pero luego te acostumbras y hasta escuchas timbres de voz a veces;)
es acastumbrarte
por que esta loqueado, asi podeis escuchar un audio? yo soy incapaz asi
Termine los 27 capitulos y con ello mi agradecimiento por que por fin se que puedo terminar varios libros. Este me resulto muy bueno. mil gracias!!