Habla un Exorcista GABRIELE AMORTH
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gabriel-amorth-habla-un-exorcista.pdf
https://sites.google.com/site/exorcistasvozypensamiento/gabriel-amorth-habla-un-exorcista.pdf?attredirects=0&d=1
Colección PLANETA + TESTIMONIO
Dirección: Álex Rosal
Título original: Un esorcista racconta
© Gabriele Amorth, 1990
© Edizioni Dehoniane, Roma, 1990
© por la Traducción, Juan Carlos Gentile
Vitale, 1997
© Editorial Planeta, S. A., 1997
Diagonal, 662-664, 08034 Barcelona
(España)
Realización de la cubierta: Departamento
de Diseño de Editorial Planeta
Ilustración de la cubierta: detalle de
«La expulsión de los diablos de Arezzo»,
pintura mural de Giotto, Iglesia Superior de
San Francisco de Asís
Primera edición: enero de 1998
Segunda edición: noviembre de 1999
Tercera edición: agosto de 2001
Cuarta edición: febrero de 2005
Depósito Legal: B. 9.614-2005
ISBN 84-08-02355-1
Composición: Fotocomposición A. Parras
Impresión: Liberduplex, S. L.
Encuadernación: Lorac Port, S. L.
Printed in Spain - Impreso en España
Este libro no podrá ser reproducido, ni total
ni parcialmente, sin el previo permiso escrito
del editor. Todos los derechos reservados
PRESENTACIÓN
Me es muy grato formular aquí algunas observaciones para
predisponer a la lectura del libro del padre Gabriele Amorth, desde hace
varios años valioso ayudante mío en el ministerio de exorcista. Algunos
episodios aquí reseñados los hemos vivido juntos y juntos hemos
compartido las preocupaciones, las fatigas y las esperanzas en ayuda de
tantas personas que sufren y que han recurrido a nosotros.
Me place en gran manera la publicación de estas páginas también
porque, en estos últimos decenios, a pesar de que se ha escrito mucho en
casi todos los campos de la teología y la moral católica, el tema de los
exorcismos ha estado poco menos que olvidado. Quizá sea por esta escasez
de estudios e intereses por lo que, todavía hoy, la única parte del Ritual
que aún no ha sido actualizada según las disposiciones posconciliares es
precisamente la que concierne a los exorcismos.
Sin embargo, la importancia del ministerio de «expulsar a los
demonios» es grande, como se desprende de los Evangelios, de los Hechos
de los Apóstoles y de la historia de la Iglesia.
Cuando san Pedro fue conducido, por inspiración sobrenatural, a la
casa del centurión Cornelio con el fin de anunciar la fe cristiana a aquel
primer puñado de gentiles, él, para demostrar que Dios había estado
verdaderamente con Jesús, subrayó de manera muy concreta la virtud que
había manifestado al liberar a los poseídos por el demonio (cf. Ac. 10, 1-
38). El Evangelio nos habla a menudo, con narraciones concretas, del
poder extraordinario que Jesús demostró en este campo. Si al mandar a su
Hijo Unigénito al mundo el Padre había tenido la intención de poner fin al
reino tenebroso de Satanás sobre los hombres, ¿qué modo más elocuente
habría podido emplear Nuestro Señor para demostrarlo?
Los libros santos nos garantizan que Satanás expresa su poder sobre
el mundo también en forma de posesiones físicas. Entre las potestades
propias que Jesús quiso transmitir a los apóstoles y a sus sucesores puso
repetidas veces de relieve la de expulsar a los demonios (cf. Mt. 10, 8; Mc.
3, 15; Lc. 9, 1).
No obstante, si bien Dios permite que algunas personas
experimenten vejaciones diabólicas, las ha provisto de poderosas ayudas
de diversas clases: ha dotado a la Iglesia de poderes sacramentales muy
eficaces para este menester. Pero también, contra esa nefasta actividad de
Satanás, Dios ha elegido como antídoto permanente a la Santísima Virgen,
por aquella enemistad que él sancionó desde el principio entre los dos
adversarios.
La mayoría de los escritores contemporáneos, sin excluir a los
teólogos católicos, aunque no niegan la existencia de Satanás y de los
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demás ángeles rebeldes, son propensos a subestimar la entidad de su
influencia sobre las cosas humanas. Tratándose además de influencia en el
campo físico, el descrédito es considerado como un deber y una
demostración de sabiduría. La cultura contemporánea, en su conjunto,
considera como una ilusión de épocas primitivas atribuir a agentes
distintos de los de orden natural la causa de los fenómenos que acaecen a
nuestro alrededor.
Es evidente que la obra del maligno se ve enormemente facilitada
por esta postura, sobre todo cuando la comparten precisamente aquellos
que, por su ministerio, tendrían el deber de impedir su maléfica actividad.
Tomando como base, en cambio, las Sagradas Escrituras, la teología y la
experiencia cotidiana habría que pensar también hoy en los poseídos por
el diablo como en una legión de infelices, en favor de los cuales la ciencia
puede muy poco, aun cuando no lo confiesa con sinceridad. Diagnosticar
prudentemente una demonopatía —así podría llamarse toda mala
influencia diabólica— no es imposible, en la mayor parte de los casos,
para quien sepa tener en cuenta la sintomatologia propia con que se
manifiesta habitualmente la acción demoníaca.
Un mal de origen demoníaco, aun de poca monta, se muestra
extrañamente refractario a cualquier fármaco común; mientras que unos
males gravísimos, estimados incluso como mortales, se atenúan
misteriosamente hasta desaparecer del todo gracias a socorros de orden
puramente religioso. Además, las víctimas de un espíritu maligno se ven
como perseguidas por una continua mala suerte: sus vidas son una
sucesión de desgracias.
Muchos eruditos se dedican hoy al estudio de los fenómenos
correspondientes a los que se producen en los sujetos demonopáticos,
fenómenos cuya objetividad fuera de lo normal reconocen francamente, y
por eso los han clasificado científicamente con el término de paranormales.
No negamos en absoluto los progresos de la ciencia; pero va contra la
realidad, continuamente experimentada por nosotros, ilusionarse con la
idea de que la ciencia pueda explicarlo todo y querer reducir todo mal sólo
a causas naturales.
Son muy pocos los estudiosos que creen seriamente en la posibilidad
de intromisión de potencias extrañas, inteligentes e incorpóreas como
causas de ciertos fenómenos. También es escaso el número de médicos que,
ante casos de enfermedades con sintomatologías desconcertantes y
resultados clínicamente inexplicables, se planteen serenamente la eventualidad
de tener que vérselas con pacientes de esta otra clase. Muchos de
éstos apelan, en semejantes casos, a Freud como a su propio hierofante.
Por eso, frecuentemente reducen a estos desgraciados a situaciones
todavía peores; mientras que su acción, de acuerdo con la de un sacerdote
exorcista, podría resultar también en esos casos enormemente benéfica.
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Con brevedad y claridad, el libro del padre Amorth pone al lector
directamente en contacto con la actividad del exorcista. Aun cuando la
obra sigue un hilo lógico de desarrollo, no se detiene en premisas teóricas
(existencia del demonio, posibilidad de la posesión física, etc.) ni en
conclusiones doctrinales. Prefiere que hablen los hechos, poniendo al
lector frente a aquello que un exorcista ve y hace. Sé cuánto aprecia el
autor a los hombres de Iglesia, depositarios privilegiados del poder
conferido por Cristo de expulsar a los demonios en su nombre. Por eso
confío en que este libro pueda hacer mucho bien y sirva de estímulo a otros
estudios en el mismo ámbito.
Padre CANDIDO AMANTINI
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INTRODUCCIÓN
Cuando el cardenal Ugo Poletti, vicario del papa en la diócesis de
Roma, me confirió inesperadamente la facultad de exorcista, yo no
imaginaba qué inmenso mundo se abriría a mi conocimiento y qué ingente
número de personas acudiría a mi ministerio. Además, el encargo me fue
conferido inicialmente como ayudante del padre Candido Amantini,
pasionista muy conocido por su experiencia como exorcista, que hacía que
acudieran a la Escala Santa menesterosos de toda Italia y a menudo
también del extranjero. Ésta fue para mí una gracia verdaderamente grande.
Uno no se convierte en exorcista por sí solo, sino con grandes dificultades
y a costa de inevitables errores en perjuicio de los fieles. Creo que el padre
Candido era el único exorcista en el mundo con treinta y seis años de
experiencia a tiempo completo. Yo no podía tener mejor maestro y le estoy
agradecido por la infinita paciencia con que me orientó en este ministerio,
totalmente nuevo para mí.
También hice otro descubrimiento: que en Italia había muy pocos
exorcistas, y poquísimos de ellos preparados. Aún peor es la situación en
otras naciones, por lo cual me encontré bendiciendo a personas llegadas de
Francia, Austria, Alemania, Suiza, España e Inglaterra, donde —a decir de
los solicitantes— no habían conseguido encontrar un exorcista. ¿Incuria de
los obispos y los sacerdotes? ¿Verdadera y auténtica incredulidad sobre la
necesidad y eficacia de este ministerio? En todo caso, me sentía
encaminado a desarrollar un apostolado entre personas que sufrían mucho y
a las que nadie comprendía: ni familiares, ni médicos, ni sacerdotes. La
pastoral en este sector, hoy, en el mundo católico, está del todo descuidada.
Antes no era así y debo reconocer que no es así hoy en algunas confesiones
de la reforma protestante, en las que los exorcismos se practican con
frecuencia y provecho. Cada catedral debería tener un exorcista como tiene
un penitenciario; y tanto más numerosos deberían ser los exorcistas cuanto
más necesarios fuesen: en las parroquias más populosas, en los santuarios.
En cambio, además de la escasez del número, los exorcistas son mal
vistos, combatidos, les cuesta encontrar hospitalidad para ejercer su
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ministerio. Se sabe que los endemoniados a veces aúllan. Esto basta para
que un superior religioso o un párroco no quiera exorcistas en sus locales:
vivir tranquilo y evitar cualquier griterío vale más que la caridad de curar a
los poseídos. También el autor de esta obra ha debido recorrer su calvario,
si bien mucho menos que otros exorcistas, más meritorios y solicitados. Es
una reflexión que invito a hacer, sobre todo a los obispos, que en nuestro
tiempo son a veces escasamente sensibles a este problema, al no haber
ejercido nunca este ministerio, el cual les está, sin embargo, confiado a
ellos en exclusiva: sólo ellos pueden ejercerlo o nombrar exorcistas. ¿De
dónde sale este libro? Del deseo de poner a disposición de cuantos estén
interesados en este asunto el fruto de mucha experiencia, más del padre
Candido que mía. Mi intención es ofrecer un servicio en primer lugar a los
exorcistas y a todos los sacerdotes. En efecto, igual que todo médico
clínico ha de estar en condiciones de indicar a sus pacientes cuál es el
especialista al que deben recurrir en cada caso (un otorrino, un ortopeda, un
neurólogo...), así todo sacerdote debe poseer ese mínimo de conocimientos
para comprender si una persona necesita o no dirigirse a un exorcista.
Hay otro motivo, por el que varios sacerdotes me han alentado a
escribir este libro. Entre las normas dirigidas a los exorcistas, el Ritual les
recomienda que estudien «muchos documentos útiles de autores
acreditados».
Ahora bien, cuando se buscan libros serios sobre este asunto se
encuentran muy pocos. Señalo tres. Está el libro de monseñor Balducci: Il
diavolo (Piemme, 1988); es útil por su parte teórica, pero no por la práctica,
en la cual es deficiente y presenta errores; el autor es un demonólogo, no un
exorcista. Está el libro de un exorcista, el padre Matteo La Grua: La
preghiera di liberazione (Herbita, Palermo, 1985); es un volumen escrito
para los grupos de Renovación, con el objetivo de guiar sus plegarias de
liberación. Hay que mencionar también el libro de Renzo Allegri: Cronista
all'inferno (Mondadori, 1990); no es un estudio sistemático, sino una
colección de entrevistas llevadas a cabo con extrema seriedad y que narran
los casos límite, los más impresionantes, seguramente verídicos, pero que
no reflejan la casuística ordinaria que debe abordar un exorcista.
En conclusión, me he esforzado en estas páginas en colmar una
laguna y presentar la cuestión bajo todos sus aspectos, pese a la brevedad
que me he prefijado para poder llegar a un mayor número de lectores. Me
propongo profundizar más en próximos libros y espero que otros escriban
con competencia y sensibilidad religiosa, de modo que el tema sea tratado
con la debida riqueza, que en los siglos pasados se hallaba en el campo
católico y que ahora sólo se encuentra en el protestante.
Digo también que no me detengo a demostrar ciertas verdades que
supongo aceptadas y que ya han sido tratadas suficientemente en otros
libros: la existencia de los demonios, la posibilidad de las posesiones
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diabólicas y el poder de expulsar a los demonios que Cristo ha concedido a
aquellos que creen en el mensaje evangélico. Son verdades reveladas,
claramente contenidas en la Biblia, profundizadas por la teología y que
constantemente enseña el magisterio de la Iglesia. He preferido ir más allá
y detenerme en lo menos conocido, en las consecuencias prácticas que
pueden ser útiles a los exorcistas y a cuantos deseen ser informados sobre
esta materia. Se me perdonará alguna repetición de conceptos
fundamentales.
Que la Virgen Inmaculada, enemiga de Satanás desde el primer
anuncio de la salvación (Gén. 3, 15) hasta el cumplimiento de ésta (Ap. 12)
y unida a su Hijo en la lucha por derrotarlo y aplastarle la cabeza, bendiga
este trabajo, fruto de una actividad agotadora que desarrollo confiado en la
protección de su manto maternal.
Añado algunas observaciones a esta edición ampliada. No preveía
que la difusión del libro sería tan vasta y rápida como para requerir que en
poco tiempo se sucedieran nuevas ediciones. Es una confirmación, a mi
parecer, no sólo del interés del asunto, sino también del hecho de que
actualmente no existe ningún libro, entre los católicos, que aborde los
exorcismos de manera completa, aunque concisa. Y esto no sólo en Italia,
sino en todo el mundo católico. Es un dato significativo y penoso, que
denuncia un inexplicable desinterés o, quizá, auténtica incredulidad.
Agradezco los numerosísimos elogios recibidos, las manifestaciones
de aprobación, especialmente por parte de otros exorcistas, entre las cuales
la más grata ha sido la de mi «maestro» el padre Candido Amantini, que ha
reconocido mi libro como fiel a sus enseñanzas. No me han llegado críticas
como para tener que realizar modificaciones; por eso, en esta nueva edición
sólo he hecho ampliaciones que he estimado significativas para un mayor
ahondamiento en el tema tratado, pero no he hecho correcciones. Creo que
también las personas o las clases sociales sobre las que he tenido que hablar
han comprendido la recta intención de mis observaciones y no se han
ofendido por ellas. He tratado de prestar un servicio del más amplio
alcance, posibilitado por la prensa, del mismo modo que en mi actividad
trato día a día de ofrecer un servicio a cuantos recurren a mi ministerio de
exorcista.
Por todo doy gracias al Señor. Permítaseme añadir algo más, con
motivo de la décima edición (1993). Debo reconocer que en estos dos
últimos años algo ha cambiado: se han publicado importantes documentos
episcopales, ha aumentado el número de exorcistas, varios obispos
practican exorcismos y nuevos libros se han sumado a los míos. Algo se
está moviendo. No me atribuyo el mérito de ello, pero señalo los hechos.
Concluyo con un conmovido recuerdo del padre Candido Amantini,
a quien el Señor llamó a su lado el 22 de septiembre de 1992. Era el día de
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su onomástica; a los cofrades que le felicitaban les dijo sencillamente: «Le
he pedido a san Cándido que hoy me haga un regalo.»
Nacido en 1914, a los dieciséis años entró en los pasionistas.
Profesor de Sagrada Escritura y de Moral, se prodigó sobre todo en el
ministerio de exorcista a lo largo de treinta y seis años. Recibía de sesenta a
ochenta personas cada mañana, y escondía su cansancio detrás de un rostro
sonriente. Sus consejos a menudo resultaban inspirados. De él dijo el padre
Pio: «El padre Candido es un sacerdote según el corazón de Dios.»
El presente libro, aparte de los defectos, que deben atribuírseme a mí,
sigue testimoniando su experiencia de exorcista, en beneficio de cuantos
están interesados en la materia. Y éste es uno de los motivos por los cuales
lo he escrito y me alegró muchísimo su juicio sobre la fidelidad a su larga
experiencia.
GABRIELE AMORTH
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CENTRALIDAD DE CRISTO
También el demonio es una criatura de Dios. No se puede hablar de
él y de los exorcismos sin exponer antes, al menos de forma esquemática,
algunos conceptos básicos sobre el plan de Dios en la creación. Desde
luego no diremos nada nuevo, pero quizá abriremos nuevas perspectivas a
algunos lectores.
Con demasiada frecuencia solemos pensar en la creación de un modo
equivocado, hasta el punto de dar por descontada esta falsa sucesión de
hechos. Creemos que un buen día Dios creó a los ángeles; que los sometió
a una prueba, no se sabe bien cuál, y del resultado de ella surgió la división
entre ángeles y demonios: los ángeles se vieron premiados con el paraíso;
los demonios, castigados con el infierno. Luego creemos que, otro buen
día, Dios creó el universo, los reinos mineral, vegetal, animal y, por último,
al hombre. Adán y Eva en el paraíso terrenal pecaron, obedeciendo a
Satanás y desobedeciendo a Dios. En este punto, para salvar a la
humanidad, Dios pensó en enviar a su Hijo.
No es ésta la enseñanza de la Biblia ni la de los santos padres. Con
semejante concepción, el mundo angélico y la creación son ajenos al
misterio de Cristo. Léase, en cambio, el prólogo al Evangelio de san Juan y
léanse los dos himnos cristológicos que abren las Epístolas a los Efesios y a
los Colosenses. Cristo es el primogénito de todas las criaturas; todo fue
hecho por él y para él. No tienen ningún sentido las disputas teológicas en
las que se pregunta si Cristo hubiera venido sin el pecado de Adán. Él es el
centro de la creación, el que compendia en sí a todas las criaturas: las
celestiales (ángeles) y las terrenales (hombres). En cambio, sí se puede
afirmar que, a causa de la culpa de los progenitores, la venida de Cristo
adquirió un significado particular: vino como salvador. Y el centro de su
acción está contenido en el misterio pascual: mediante la sangre de su cruz
reconcilia a Dios con todas las cosas, en los cielos (ángeles) y en la tierra
(hombres).
De este planteamiento cristocéntrico depende el papel de toda
criatura. No podemos omitir una reflexión respecto de la Virgen María. Si
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la criatura primogénita es el Verbo encarnado, no podía faltar en el
pensamiento divino, antes de cualquier otra criatura, la figura de aquella en
la que se llevaría a efecto tal encarnación. De ahí su relación única con la
Santísima Trinidad, hasta el punto de ser llamada, ya en el siglo n, «cuarto
elemento de la trinidad divina». Remitimos a quien quiera profundizar en
este aspecto a los dos volúmenes de Emanuele Testa: Maria, terra vergine
(Jerusalén, 1986).
Cabe hacer una segunda reflexión acerca de la influencia de Cristo
sobre los ángeles y los demonios. Sobre los ángeles: algunos teólogos creen
que sólo en virtud del misterio de la cruz los ángeles fueron admitidos en la
visión beatífica de Dios. Muchos santos padres de la Iglesia han escrito
interesantes afirmaciones. Por ejemplo, en san Atanasio leemos que
también los ángeles deben su salvación a la sangre de Cristo. Respecto a
los demonios, los Evangelios contienen numerosas aseveraciones: a través
de la cruz, Cristo derrotó al reino de Satanás e instauró el reino de Dios.
Por ejemplo, los endemoniados de Gerasa exclaman: «¿Quién te mete a ti
en esto, Jesús, Hijo de Dios? ¿Has venido aquí a atormentarnos antes de
tiempo?» (Mt. 8, 29). Es una clara referencia al poder de Satanás con el que
Cristo acaba progresivamente; por eso aún dura y perdurará hasta que se
haya completado la salvación, porque han derribado al acusador de
nuestros hermanos (Ap. 12, 10). Para profundizar en estos conceptos y en
el papel de María, enemiga de Satanás desde el primer anuncio de la
salvación, remitimos al hermoso libro del padre Candido Amantini: Il
mistero di Maria (Dehoniane, Nápoles, 1971).
A la luz de la centralidad de Cristo se conoce el plan de Dios, que
creó todas las cosas buenas «por él y para él». Y se conoce la obra de
Satanás, el enemigo, el tentador, el acusador, por cuyo influjo entraron en
la creación el mal, el dolor, el pecado y la muerte. Y de ahí se desprende el
restablecimiento del plan divino, llevado a cabo por Cristo con su sangre.
Emerge claro también el poderío del demonio: Jesús le llama «el
príncipe de este mundo» (Jn. 14, 30); san Pablo lo señala como «dios de
este mundo» (2 Cor. 4, 4); Juan afirma que «el mundo entero yace en poder
del maligno» (1 Jn. 5, 19), entendiendo por mundo lo que se opone a Dios.
Satanás era el más resplandeciente de los ángeles; se convirtió en el peor de
los demonios y en su jefe. Porque también los demonios están vinculados
entre sí por una estrechísima jerarquía y conservan el grado que tenían
cuando eran ángeles: principados, tronos, dominios... Es una jerarquía de
esclavitud, no de amor como existe entre los ángeles, cuyo jefe es Miguel.
Y resulta clara la obra de Cristo, que ha demolido el reino de Satanás
y ha instaurado el reino de Dios. Por eso poseen una particularísima
importancia los episodios en los que Jesús libera a los endemoniados:
cuando Pedro resume ante Cornelio la obra de Cristo, no cita otros
milagros, sino sólo el hecho de haber curado «a los oprimidos por el dia-
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blo» (Ac. 10, 38). Entonces comprendemos por qué la primera facultad que
Jesús confiere a los apóstoles es la de expulsar a los demonios (Mt. 10, 1);
lo mismo vale para los creyentes: «Y estas señales acompañarán a los que
crean: expulsarán demonios en mi nombre...» (Mc. 16, 17). Así, Jesús cura
y restablece el plan divino, malogrado por la rebelión de una parte de los
ángeles y por el pecado de los progenitores.
Porque debe quedar bien claro que el mal, el dolor, la muerte, el
infierno (o sea, la condenación eterna en el tormento que no tendrá fin) no
son obra de Dios. Unas palabras sobre el último punto. Un día el padre
Candido estaba expulsando a un demonio. Hacia la conclusión del
exorcismo, se volvió a aquel espíritu inmundo con ironía: «¡Vete de aquí;
total, el Señor te ha preparado una buena casa, bien calentita!» A lo que el
demonio respondió: «Tú no sabes nada. No es Él (Dios) quien ha hecho el
infierno. Hemos sido nosotros. Él ni siquiera había pensado en ello.» En
una situación análoga, mientras interrogaba a un demonio para saber si
también él había colaborado en la creación del infierno, oí que me
respondía: «Todos hemos contribuido.»
La centralidad de Cristo en el plan de la creación y en su
restablecimiento, ocurrido con la redención, es fundamental para entender
los designios de Dios y el fin del hombre. Desde luego, a los ángeles y a los
hombres se les ha otorgado una naturaleza inteligente y libre. Cuando oigo
que me dicen (confundiendo la presciencia divina con la predestinación)
que Dios ya sabe quién se salvará y quién se condenará, por lo cual todo es
inútil, suelo responder recordando cuatro verdades seguras contenidas en la
Biblia, hasta el punto de haber sido definidas dogmáticamente: Dios quiere
que todos se salven; nadie está predestinado al infierno; Jesús murió por
todos; y a todos se les conceden las gracias necesarias para la salvación.
La centralidad de Cristo nos dice que sólo en su nombre podemos
salvarnos. Y sólo en su nombre podemos vencer y liberarnos del enemigo
de la salvación, Satanás.
Hacia el final de los exorcismos, cuando se trata de los casos más
fuertes, los de total posesión diabólica, suelo recitar el himno cristológico
de la Epístola a los Filipenses (2, 6-11). Cuando llego a las palabras: «de
modo que, al oír el nombre de Jesús, toda rodilla se doble, en el cielo, en la
tierra, en el abismo», me arrodillo yo, se arrodillan los presentes y, siempre,
también el endemoniado se ve obligado a arrodillarse. Es un momento
fuerte y sugestivo. Tengo la impresión de que también las legiones
angélicas nos rodean, arrodilladas ante el nombre de Jesús.
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EL PODER DE SATANÁS
Las limitaciones de orden práctico que me he fijado de antemano en
este libro no me permiten profundizar en temas teológicos de sumo interés.
Por eso sólo continúo apuntando someramente las cuestiones, como ya he
hecho en el capítulo anterior. Ciertamente, un exorcista como el padre
Candido, habituado desde hace treinta y seis años a hablar con los
demonios, y poseedor de una profunda y segura base teológica y
escriturística, está en perfectas condiciones para formular hipótesis sobre
temas acerca de los cuales la teología del pasado ha preferido decir «nada
sabemos», como el pecado de los ángeles rebeldes. Sin embargo, todo lo
que Dios creó tiene un diseño unitario, por lo que cada parte influye sobre
el conjunto y cada sombra tiene una repercusión de oscuridad sobre todo el
resto. La teología será siempre defectuosa, incomprensible, mientras no se
dedique a poner de manifiesto todo cuanto se refiere al mundo angélico.
Una cristología que ignora a Satanás es raquítica y nunca podrá
comprender el alcance de la redención.
Volvamos a nuestro razonamiento sobre Cristo, centro del universo.
Todo ha sido hecho por él y para él: en los cielos (ángeles) y en la tierra (el
mundo sensible con el hombre a la cabeza). Sería hermoso hablar sólo de
Cristo; pero iría contra todas sus enseñanzas y contra su obra, por ello
nunca llegaremos a comprenderlo. Las Escrituras nos hablan del reino de
Dios, pero también del reino de Satanás; nos hablan del poderío de Dios,
único creador y señor del universo; pero también del poder de las tinieblas;
nos hablan de hijos de Dios y de hijos del diablo. Es imposible comprender
la obra redentora de Cristo sin tener en cuenta la obra disgregadora de
Satanás.
Satanás era la criatura más perfecta salida de las manos de Dios;
estaba dotado de una reconocida autoridad y superioridad sobre los demás
ángeles y, a su parecer, sobre todo cuanto Dios iba creando y que él trataba
de comprender pero que, en realidad, no entendía. El plan unitario de la
creación estaba orientado a Cristo: hasta la aparición de Jesús en el mundo,
ese plan no podía ser revelado en su claridad. De ahí la rebelión de Satanás,
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por querer seguir siendo el primero absoluto, el centro de la creación,
incluso en oposición al designio que Dios estaba realizando. De ahí su
esfuerzo por dominar en el mundo («el mundo entero yace en poder del
maligno», 1 Jn. 5, 19) y por servirse del hombre, incluso de los primeros
progenitores, haciéndolo obediente a él contrariando las órdenes de Dios.
Lo consiguió con los progenitores, Adán y Eva, y contaba con lograrlo con
todos los demás hombres, ayudado por «un tercio de los ángeles», que,
según el Apocalipsis, le siguió en la rebelión contra Dios.
Dios no reniega nunca de sus criaturas. Por eso también Satanás y los
ángeles rebeldes, incluso en su distanciamiento de Dios, siguen
conservando su poder, su rango (tronos, dominios, principados, potestades...),
aunque hacen un mal uso de él. No exagera san Agustín al
afirmar que si Dios le dejara las manos libres a Satanás, «ninguno de
nosotros permanecería con vida». Al no poder matarnos, trata de hacernos
sus seguidores, buscando nuestra confrontación con Dios, del mismo modo
que él se opuso a Dios.
He aquí entonces la obra del Salvador. Jesús vino «para deshacer las
obras del diablo» (1 Jn. 3, 8), para liberar al hombre de la esclavitud de
Satanás e instaurar el reino de Dios después de haber destruido el reino de
Satanás. Pero entre la primera venida de Cristo y la parusía (la segunda
venida triunfal de Cristo como juez) el demonio intenta atraer hacia él a
tanta gente como puede; es una lucha que lleva a cabo por desesperación,
sabiéndose ya derrotado y «sabiendo que le queda poco tiempo» (Ap. 12,
12). Por eso Pablo nos dice con toda sinceridad que «nuestra lucha no es
contra la carne y la sangre, sino contra [...] los Espíritus del Mal [los
demonios] que están en las alturas» (Ef. 6, 12).
Preciso también que las Escrituras nos hablan siempre de ángeles y
demonios (aquí me refiero en particular a Satanás) como seres espirituales,
sí, pero personales, dotados de inteligencia, voluntad, libertad e iniciativa.
Se equivocan completamente aquellos teólogos modernos que identifican a
Satanás con la idea abstracta del mal: esto es una auténtica herejía, o sea
que está en abierta contradicción con lo que dice la Biblia, con la patrística
y con el magisterio de la Iglesia. Se trata de verdades nunca impugnadas en
el pasado, por lo cual carecen de definiciones dogmáticas, salvo la del IV
Concilio lateranense: «El diablo [Satanás] y los otros demonios fueron por
naturaleza creados buenos por Dios; pero se volvieron malos por su culpa.»
Quien suprime a Satanás suprime también el pecado y deja de entender la
obra de Cristo.
Que quede claro: Jesús venció a Satanás a través de su sacrificio;
pero ya antes lo hizo mediante su enseñanza: «Pero si yo expulso a los
demonios por el dedo de Dios, es señal de que el reino de Dios ya ha
llegado a vosotros» (Lc. 11, 20). Jesús es el más fuerte que ha atado a
Satanás (Mc. 3, 27), lo ha desnudado, ha saqueado su reino, que está a
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punto de llegar a su fin (Mc. 3, 26). Jesús responde a aquellos que le
advierten sobre la voluntad de Herodes de matarle: «Id y decidle a ese
zorro: "Mira, hoy y mañana seguiré curando y echando demonios; al tercer
día acabo"» (Lc. 13, 32). Jesús da a los apóstoles el poder de expulsar a los
demonios; luego extiende dicho poder a los setenta y dos discípulos y, por
último, se lo confiere a todos los que crean en él.
El libro de los Hechos deja testimonio de cómo los apóstoles
siguieron expulsando a los demonios después de la venida del Espíritu
Santo; y así continuaron los cristianos. Ya los más antiguos padres de la
Iglesia, como Justino e Ireneo, nos exponen con claridad el pensamiento
cristiano acerca del demonio y del poder de expulsarlo, seguidos por los
demás padres, de los cuales cito en particular a Tertuliano y a Orígenes.
Bastan estos cuatro autores para avergonzar a tantos teólogos modernos
que prácticamente no creen en el demonio o no hablan para nada de él.
El Concilio Vaticano II insistió con eficacia sobre la constante
enseñanza de la Iglesia. «Toda la historia humana está penetrada de una
tremenda lucha contra las potencias de las tinieblas, lucha iniciada en los
orígenes del mundo» (Gaudium et Spes 37). «El hombre, tentado por el
maligno desde los orígenes de la historia, abusó de su libertad levantándose
contra Dios y anhelando conseguir su fin al margen de Dios; rechazando
reconocer a Dios como su principio, el hombre transgredió el orden debido
en relación con su último fin» (Gaudium et Spes 13). «Pero Dios envió a su
Hijo al mundo con el fin de sustraer, a través de él, a los hombres del poder
de las tinieblas y del demonio» (Ad Gentes 1, 3). ¿Cómo logran entender la
obra de Cristo aquellos que niegan la existencia y la activísima obra del
demonio? ¿Cómo logran comprender el valor de la muerte redentora de
Cristo? Sobre la base de los textos de las Escrituras, el Vaticano II afirma:
«Con su muerte, Cristo nos ha liberado del poder de Satanás»
(Sacrosanctum Concilium 6); «Jesús crucificado y resucitado derrotó a
Satanás» (Gaudium et Spes 2).
Derrotado por Cristo, Satanás combate contra sus seguidores; la
lucha contra «los espíritus malignos continúa y durará, como dice el Señor,
hasta el último día» (Gaudium et Spes 37). Durante este tiempo cada
hombre ha sido puesto en estado de lucha, pues es la vida terrenal una
prueba de fidelidad a Dios. Por eso los «fieles deben esforzarse por
mantenerse firmes contra las asechanzas del demonio y hacerle frente el día
de la prueba (...) En efecto, antes de reinar con Cristo glorioso, terminado
el curso único de nuestra vida terrenal (¡no existe otra prueba!),
compareceremos todos ante el tribunal de Cristo para rendir cuentas cada
uno de lo que hizo en su vida mortal, bueno o malo; y al llegar el fin del
mundo saldrán: quien ha obrado bien a la resurrección de vida; y quien ha
obrado mal, para la resurrección de condena» (cf. Lumen Gentium 48).
16
Aunque esta lucha contra Satanás concierne a todos los hombres de
todos los tiempos, no hay duda de que en ciertas épocas de la historia el
poder de Satanás se hace sentir con más fuerza, cuando menos a nivel
comunitario y de pecados mayoritarios. Por ejemplo, mis estudios sobre la
decadencia del Imperio romano me hicieron poner de relieve la ruina moral
de aquella época. De ello es fiel e inspirado testimonio la Carta de Pablo a
los romanos. Ahora nos encontramos al mismo nivel, debido al mal uso de
los medios de comunicación de masas (buenos en sí mismos) y también al
materialismo y al consumismo, que han envenenado el mundo occidental.
Creo que León XIII recibió una profecía sobre este ataque
demoníaco concreto, como consecuencia de una visión a la cual nos
referimos en un apéndice de este capítulo (véanse pp. 37-41).
¿De qué modo el demonio se opone a Dios y al Salvador? Queriendo
para sí el culto debido al Señor y remedando las instituciones cristianas.
Por eso es anticristo y antiiglesia. Contra la encarnación del Verbo, que
redimió al hombre haciéndose hombre, Satanás se vale de la idolatría del
sexo, que degrada al cuerpo humano convirtiéndolo en instrumento de
pecado. Además, remedando el culto divino, tiene sus iglesias, su culto, sus
consagrados (a menudo con pacto de sangre), sus adoradores, los
seguidores de sus promesas. Del mismo modo que Cristo dio poderes
concretos a los apóstoles y a sus sucesores, orientados al bien de las almas
y los cuerpos, así Satanás da poderes concretos a sus secuaces, orientados a
la ruina de las almas y a las enfermedades de los cuerpos. Ahondaremos en
estos poderes al hablar del malefìcio.
Otro apunte sobre una materia que merecería un tratamiento más
profundo: tan equivocado como negar la existencia de Satanás es, según la
opinión más extendida, afirmar la existencia de otras fuerzas o entidades
espirituales, ignoradas por la Biblia e inventadas por los espiritistas, por los
cultivadores de las ciencias exóticas u ocultas, por los seguidores de la
reencarnación o los defensores de las llamadas «almas errantes». No
existen espíritus buenos fuera de los ángeles, ni existen espíritus malos
fuera de los demonios. Las almas de los difuntos van inmediatamente al
paraíso, al infierno o al purgatorio, como fue definido por dos concilios
(Lyon y Florencia). Los difuntos que se presentan en las sesiones
espiritistas, o las almas de los difuntos presentes en seres vivos para
atormentarlos, no son sino demonios. Las rarísimas excepciones,
permitidas por Dios, son excepciones que confirman la regla. No obstante,
reconocemos que en este campo no se ha dicho la última palabra: es un
terreno aún problemático. El mismo padre La Grua habla de varias
experiencias vividas por él con almas de finados a merced del demonio y
ha planteado algunas hipótesis de explicación. Repito: es un terreno aún
por estudiar a fondo; me propongo hacerlo en otra ocasión.
17
Algunos se asombran de la posibilidad que tienen los demonios de
tentar al hombre o incluso de poseer su cuerpo (nunca el alma, si el hombre
no quiere entregársela libremente) a través de la posesión o la vejación.
Será bueno recordar lo que dice el Apocalipsis (12, 7 y ss.): «Después hubo
una batalla en el cielo: Miguel y sus ángeles lucharon contra el dragón. El
dragón y sus ángeles pelearon, pero no pudieron vencer, y ya no hubo lugar
para ellos en el cielo. Así, pues, el gran dragón fue expulsado, aquella
serpiente antigua que se llama Diablo y Satanás (...) fue precipitada en la
tierra, y sus ángeles fueron con él precipitados.» El dragón, al verse
arrojado a la tierra, se dio a perseguir a la «mujer envuelta en el sol como
en un vestido» de la que había nacido Jesús (está clarísimo también que se
trata de la Santísima Virgen); pero los esfuerzos del dragón fueron vanos.
«Se dedicó, por tanto, a hacer la guerra contra el resto de la descendencia
de ella, contra los que observan los preceptos de Dios y tienen el testimonio
de Jesús.»
De entre los numerosos discursos de Juan Pablo II sobre Satanás,
reproduzco un pasaje de lo que dijo el 24 de mayo de 1987 durante una
visita al santuario de San Miguel Arcángel: «Esta lucha contra el demonio,
que distingue con especial relieve al arcángel san Miguel, es actual todavía
hoy, porque el demonio sigue vivo y activo en el mundo. En efecto, el mal
que hay en éste, el desorden que se halla en la sociedad, la incoherencia del
hombre, la fractura interior de la cual es víctima, no son sólo consecuencias
del pecado original, sino también efecto de la acción devastadora y oscura
de Satanás.»
La última frase es una clara alusión a la condena de Dios a la
serpiente, como nos es narrado en el Génesis (3, 15): «Haré que tú y la
mujer seáis enemigos, lo mismo que tu descendencia y su descendencia. Su
descendencia te aplastará la cabeza.» ¿El demonio está ya en el infierno?
¿Cuándo se produjo la lucha entre los ángeles y los demonios? Son
interrogantes a los que no se puede responder sin tener en cuenta al menos
dos factores: que estar en el infierno o no es más una cuestión de estado
que de lugar. Ángeles y demonios son puros espíritus; para ellos la palabra
«lugar» tiene un sentido distinto que para nosotros. Lo mismo vale para la
dimensión del tiempo: para los espíritus es distinta que para nosotros.
El Apocalipsis nos dice que los demonios fueron precipitados sobre
la tierra; su condena definitiva aún no se ha producido, si bien es
irreversible la selección efectuada en su momento, que distinguió a los
ángeles de los demonios. Todavía conservan, por tanto, un poder, permitido
por Dios, aunque «por poco tiempo». Por eso apostrofan a Jesús: «¿Has
venido aquí a atormentarnos antes de tiempo?» (Mt. 8, 29). El juez único es
Cristo, que asociará a sí mismo su cuerpo místico. De tal modo debe
entenderse la expresión de Pablo: «¿No sabéis que nosotros juzgaremos a
los ángeles?» (2 Cor. 6, 8). Es por este poder que aún ostentan por lo que
18
los endemoniados de Gerasa, volviéndose a Cristo, le rogaban «que no les
mandase volver al abismo. Como había allí [...] una gran piara de cerdos
paciendo, los espíritus le rogaron que les permitiera entrar en ellos» (Lc. 8,
31-32). Cuando un demonio sale de una persona y es arrojado al infierno
para él es como una muerte definitiva. Por eso se opone tanto como puede.
Pero deberá pagar los sufrimientos que causa a las personas con un
aumento de pena eterna. San Pedro es muy claro al afirmar que el juicio
definitivo sobre los demonios aún no ha sido pronunciado, cuando escribe:
«Dios no perdonó a los ángeles que pecaron, sino que, precipitados en el
infierno, los entregó a las prisiones tenebrosas, reservándolos para el
juicio» (2 Pe. 2, 4). También los ángeles tendrán un aumento de gloria por
el bien que nos hacen; por eso es muy útil invocarlos.
¿Qué trastornos puede causar el demonio en los hombres mientras
están vivos? No es fácil encontrar escritos que traten de este asunto,
también porque falta un lenguaje común, en el que todos estén de acuerdo.
Me esfuerzo entonces en especificar el sentido de las palabras que uso aquí
y en el resto del libro.
Hay una acción ordinaria del demonio, que está orientada a todos los
hombres: la de tentarlos para el mal. Incluso Jesús aceptó esta condición
humana nuestra, dejándose tentar por Satanás. No nos ocuparemos ahora de
esta nefasta acción diabólica, no porque no sea importante, sino porque
nuestro objetivo es ilustrar la acción extraordinaria de Satanás, aquella que
Dios le consiente sólo en determinados casos.
Esta segunda acción puede clasificarse de seis formas distintas.
1. Los sufrimientos físicos causados por Satanás externamente. Se
trata de esos fenómenos que leemos en tantas vidas de santos. Sabemos
cómo san Pablo de la Cruz, el cura de Ars, el padre Pio y tantos otros
fueron golpeados, flagelados y apaleados por demonios. Es una forma en la
que no me detengo porque en estos casos nunca hubo ni influencia interna
del demonio en las personas afectadas ni necesidad de exorcismos. A lo
sumo, intervino la oración de personas que estaban al corriente de cuanto
ocurría. Prefiero detenerme en las otras cuatro formas, que interesan
directamente a los exorcistas.
2. La posesión diabólica. Es el tormento más grave y tiene efecto
cuando el demonio se apodera de un cuerpo (no de un alma) y lo hace
actuar o hablar como él quiere, sin que la víctima pueda resistirse y, por
tanto, sin que sea moralmente responsable de ello. Esta forma es también la
que más se presta a fenómenos espectaculares, del género de los puestos en
escena por la película El exorcista o del tipo de los signos más vistosos
indicados por el Ritual: hablar lenguas nuevas, demostrar una fuerza
excepcional, revelar cosas ocultas. De ello tenemos un claro ejemplo
evangélico en el endemoniado de Gerasa. Pero que quede bien claro que
hay toda una gama de posesiones diabólicas, con grandes diferencias en
19
cuanto a gravedad y síntomas. Sería un grave error fijarse en un modelo
único. Entre muchas otras, he exorcizado a dos personas afligidas de
posesión total; durante el exorcismo permanecían perfectamente mudas e
inmóviles. Podría citar varios ejemplos con fenomenologías muy diversas.
3. La vejación diabólica, o sea trastornos y enfermedades desde muy
graves hasta poco graves, pero que no llegan a la posesión, aunque sí a
hacer perder el conocimiento, a hacer cometer acciones o pronunciar
palabras de las que no se es responsable. Algunos ejemplos bíblicos: Job no
sufría una posesión diabólica, pero fue gravemente atacado a través de sus
hijos, sus bienes y su salud. La mujer jorobada y el sordomudo sanados por
Jesús no sufrían una posesión diabólica total, sino la presencia de un
demonio que les provocaba esos trastornos físicos. San Pablo, desde luego,
no estaba endemoniado, pero sufría una vejación diabólica consistente en
un trastorno maléfico: «Por lo cual, para que yo no me engría por haber
recibido revelaciones tan maravillosas, se me ha dado un sufrimiento, una
especie de espina en la carne [se trataba evidentemente de un mal físico],
un emisario de Satanás, que me abofetea» (2 Cor. 12, 7); por tanto, no hay
duda de que el origen de ese mal era maléfico.
Las posesiones son todavía hoy bastante raras; pero nosotros, los
exorcistas, encontramos un gran número de personas atacadas por el
demonio en la salud, en los bienes, en el trabajo, en los afectos... Que
quede bien claro que diagnosticar la causa maléfica de estos males (o sea
comprobar si se trata de causa maléfica o no) y curarlos, no es en absoluto
más sencillo que diagnosticar y curar posesiones propiamente dichas; podrá
ser diferente la gravedad, pero no la dificultad de entender y el tiempo
oportuno para curar.
4. La obsesión diabólica. Se trata de acometidas repentinas, a veces
continuas, de pensamientos obsesivos, incluso en ocasiones racionalmente
absurdos, pero tales que la víctima no está en condiciones de liberarse de
ellos, por lo que la persona afectada vive en continuo estado de postración,
de desesperación, de deseos de suicidio. Casi siempre las obsesiones
influyen en los sueños. Se me dirá que éstos son estados morbosos, que
competen a la psiquiatría. También para todos los demás fenómenos puede
haber explicaciones psiquiátricas, parapsicologías o similares. Pero hay
casos que se salen completamente de la sintomatologia comprobada por
estas ciencias y que, en cambio, revelan síntomas de segura causa o
presencia maléfica. Son diferencias que se aprenden con el estudio y la
práctica.
5. Existen también las infestaciones diabólicas en casas, objetos y
animales. No me extiendo ahora sobre este aspecto, al que aludiremos más
adelante en el libro. Básteme fijar el sentido que doy al término infestación;
prefiero no referirlo a las personas, a las que, en cambio, aplico los
términos de posesión, vejación, obsesión.
20
6. Cito, por último, la sujeción diabólica, llamada también
dependencia diabólica. Se incurre en este mal cuando nos sometemos
deliberadamente a la servidumbre del demonio. Las dos formas más usadas
son el pacto de sangre con el diablo y la consagración a Satanás.
¿Cómo defendernos de todos estos posibles males? Digamos en
seguida que, aunque nosotros la consideramos una norma deficiente, en
sentido estricto los exorcismos son necesarios, según el Ritual, sólo para la
verdadera posesión diabólica. En realidad, nosotros, los exorcistas, nos
ocupamos de todos los casos en que se reconoce una influencia maléfica.
Pero para los demás casos distintos de la posesión deberían bastar los
medios comunes de gracia: la oración, los sacramentos, la limosna, la vida
cristiana, el perdón de las ofensas y el recurso constante al Señor, a la
Virgen, a los santos y a los ángeles. Y es en este último punto donde
deseamos detenernos ahora.
Con gusto cerramos este capítulo sobre el demonio, adversario de
Cristo, hablando de los ángeles: son nuestros grandes aliados; les debemos
mucho y es un error que se hable tan poco de ellos. Cada uno de nosotros
tiene su ángel custodio, amigo fidelísimo durante las veinticuatro horas del
día, desde la concepción hasta la muerte. Nos protege incesantemente el
alma y el cuerpo; nosotros, en general, ni siquiera pensamos en ello.
Sabemos que incluso las naciones tienen su ángel particular y
probablemente esto ocurre también para cada comunidad, quizá para la
misma familia, aunque no tenemos certeza de esto. Pero sabemos que los
ángeles son numerosísimos y deseosos de hacernos el bien mucho más de
cuanto los demonios tratan de perjudicarnos.
Las Escrituras nos hablan a menudo de los ángeles por las varias
misiones que el Señor les confía. Conocemos el nombre del príncipe de los
ángeles, san Miguel: también entre los ángeles existe una jerarquía basada
en el amor y regida por aquel influjo divino «en cuya voluntad está nuestra
paz», como diría Dante. Conocemos asimismo los nombres de otros dos
arcángeles: Gabriel y Rafael. Un apócrifo añade un cuarto nombre: Uriel.
También de las Escrituras tomamos la subdivisión de los ángeles en nueve
coros: dominaciones, potestades, tronos, principados, virtudes, ángeles,
arcángeles, querubines y serafines.
El creyente sabe que vive en presencia de la Santísima Trinidad, es
más, que la tiene dentro de sí; sabe que es continuamente asistido por una
madre que es la misma Madre de Dios; sabe que puede contar siempre con
la ayuda de los ángeles y los santos; ¿cómo puede sentirse solo, o
abandonado, o bien oprimido por el mal? En el creyente hay espacio para el
dolor, porque ése es el camino de la cruz que nos salva; pero no hay
espacio para la tristeza. Y está siempre dispuesto a dar testimonio a quienquiera
que le interrogue sobre la esperanza que le sostiene (cf. 1 Pe. 3, 15).
21
Pero está claro que también el creyente debe ser fiel a Dios, debe
temer el pecado. Éste es el remedio en el que se basa nuestra fuerza; tanto
es así, que san Juan no vacila en afirmar: «Sabemos que todo el nacido de
Dios no peca, porque el Hijo de Dios le guarda y el maligno no le toca» (1
Jn. 5, 18). Si nuestra debilidad nos lleva a veces a caer, debemos
inmediatamente levantarnos ayudándonos de ese gran recurso que la
misericordia divina nos ha concedido: el arrepentimiento y la confesión.
22
APÉNDICES
La visión diabólica de León XIII
Muchos de nosotros recordamos cómo, antes de la reforma litúrgica
debida al Concilio Vaticano II, el celebrante y los fíeles se arrodillaban al
final de la misa para rezar una oración a la Virgen y otra a san Miguel
arcángel. Reproducimos aquí el texto de esta última, porque es una
hermosa plegaria que todos pueden rezar con provecho:
San Miguel arcángel, defiéndenos en la batalla; contra las maldades
y las insidias del diablo sé nuestra ayuda. Te lo rogamos suplicantes: ¡que
el Señor lo ordene! Y tú, príncipe de las milicias celestiales, con el poder
que te viene de Dios, vuelve a lanzar al infierno a Satanás y a los demás
espíritus malignos que vagan por el mundo para perdición de las almas.
¿Cómo nació esta oración? Transcribo lo publicado por la revista
Ephemerides Liturgicae en 1955 (pp. 58-59).
El padre Domenico Pechenino escribe: «No recuerdo el año exacto.
Una mañana el Sumo Pontífice León XIII había celebrado la santa misa y
estaba asistiendo a otra, de agradecimiento, como era habitual. De pronto,
le vi levantar enérgicamente la cabeza y luego mirar algo por encima del
celebrante. Miraba fijamente, sin parpadear, pero con un aire de terror y de
maravilla, demudado. Algo extraño, grande, le ocurría.
»Finalmente, como volviendo en sí, con un ligero pero enérgico
ademán, se levanta. Se le ve encaminarse hacia su despacho privado. Los
familiares le siguen con premura y ansiedad. Le dicen en voz baja: "Santo
Padre, ¿no se siente bien? ¿Necesita algo?" Responde: "Nada, nada." Al
cabo de media hora hace llamar al secretario de la Congregación de Ritos
y, dándole un folio, le manda imprimirlo y enviarlo a todos los obispos
diocesanos del mundo. ¿Qué contenía? La oración que rezamos al final de
la misa junto con el pueblo, con la súplica a María y la encendida
invocación al príncipe de las milicias celestiales, implorando a Dios que
vuelva a lanzar a Satanás al infierno.»
23
En aquel escrito se ordenaba también rezar esas oraciones de
rodillas. Lo antes escrito, que también había sido publicado en el periódico
La settimana del clero el 30 de marzo de 1947, no cita las fuentes de las
que se tomó la noticia. Pero de ello resulta el modo insólito en que se
ordenó rezar esa plegaria, que fue expedida a los obispos diocesanos en
1886. Como confirmación de lo que escribió el padre Pechenino tenemos el
autorizado testimonio del cardenal Nasalli Rocca que, en su carta pastoral
para la cuaresma, publicada en Bolonia en 1946, escribe:
«León XIII escribió él mismo esa oración. La frase [los demonios]
"que vagan por el mundo para perdición de las almas" tiene una
explicación histórica, que nos fue referida varias veces por su secretario
particular, monseñor Rinaldo Angeli. León XIII experimentó verdaderamente
la visión de los espíritus infernales que se concentraban sobre la
Ciudad Eterna (Roma); de esa experiencia surgió la oración que quiso
hacer rezar en toda la Iglesia. Él la rezaba con voz vibrante y potente: la
oímos muchas veces en la basílica vaticana. No sólo esto, sino que escribió
de su puño y letra un exorcismo especial contenido en el Ritual romano
(edición de 1954, tít. XII, c. III, pp. 863 y ss.). Él recomendaba a los
obispos y los sacerdotes que rezaran a menudo ese exorcismo en sus
diócesis y parroquias. Él, por su parte, lo rezaba con mucha frecuencia a lo
largo del día.»
Resulta interesante también tener en cuenta otro hecho, que
enriquece aún más el valor de aquellas oraciones que se rezaban después de
cada misa. Pío XI quiso que, al rezarlas, se hiciese con una especial
intención por Rusia (alocución del 30 de junio de 1930). En esa alocución,
después de recordar las oraciones por Rusia a las que había instado también
a todos los fieles en la festividad del patriarca san José (19 de marzo de
1930), y después de recordar la persecución religiosa en Rusia, concluyó
como sigue:
«Y a fin de que todos puedan sin fatiga ni incomodidad continuar en
esta santa cruzada, disponemos que esas oraciones que nuestro antecesor de
feliz memoria, León XIII, ordenó que los sacerdotes y los fieles rezaran
después de la misa, sean dichas con esta intención especial, es decir, por
Rusia. De lo cual los obispos y el clero secular y regular tendrán cuidado de
mantener informados a su pueblo y a cuantos estén presentes en el santo
sacrificio, sin dejar de recordar a menudo lo antedicho» (Civiltà Cattolica,
1930, vol. III).
Como se ve, los pontífices tuvieron presente con mucha claridad la
tremenda presencia de Satanás: la intención añadida por Pío XI apuntaba al
centro de las falsas doctrinas sembradas en nuestro siglo y que todavía hoy
envenenan la vida no sólo de los pueblos, sino de los mismos teólogos. Si
luego las disposiciones de Pío XI no han sido observadas, es culpa de
aquellos a quienes habían sido confiadas; desde luego, se integraban
24
perfectamente en los acontecimientos carismáticos que el Señor había dado
a la humanidad mediante las apariciones de Fátima, aun siendo
independientes de ellas: a la sazón Fátima todavía era desconocida en el
mundo.
Los dones de Satanás
También Satanás concede poderes a sus devotos. A veces, como el
auténtico embustero que es, los destinatarios de tales poderes no
comprenden inmediatamente su procedencia o no quieren comprenderla,
demasiado contentos con esos dones gratuitos. Así puede suceder que una
persona tenga un don de presciencia; otros, sólo poniéndose ante un folio
de papel en blanco con una pluma en la mano, que escriban
espontáneamente páginas y más páginas de mensajes; otros tienen la
impresión de poder desdoblarse y que una parte de su ser puede penetrar en
casas y en ambientes incluso lejanos; es muy corriente que algunos oigan
«una voz» que a veces puede sugerir oraciones y otras veces cosas
completamente distintas.
Podría continuar con la lista. ¿Cuál es la fuente de estos dones
especiales? ¿Son carismas del Espíritu Santo? ¿Son regalos de procedencia
diabólica? ¿Se trata más sencillamente de fenómenos metapsíquicos? Es
preciso un estudio o un discernimiento realizado por personas competentes
para establecer la verdad. Cuando san Pablo estaba en Tiatira, le sucedió
que continuamente le seguía una esclava que tenía el don de la adivinación
y con esta peculiaridad suya procuraba mucho dinero a sus amos. Pero era
un don de origen diabólico que desapareció inmediatamente después de que
san Pablo hubo expulsado al espíritu maligno (Ac. 16, 16-18).
A título de ejemplo, reproducimos algunos pasajes de un testimonio
firmado por «Erasmo de Bari» y publicado en Rinnovamento dello Spirito
Santo en septiembre de 1987. Las observaciones entre corchetes son
nuestras.
«Hace algunos años hice el experimento del juego del vaso sin saber
que se trataba de una forma de espiritismo. Los mensajes utilizaban un
lenguaje de paz y hermandad [adviértase cómo el demonio sabe
enmascararse bajo apariencias de bien]. Después de algún tiempo fui
investido de extrañas facultades precisamente en Lourdes, mientras
desempeñaba mi misión [también este detalle es digno de destacar: no
existen lugares, por más sagrados que sean, donde el demonio no pueda
introducirse].
»Tenía las mismas facultades que en parapsicología se definen como
extrasensoriales, es decir: clarividencia, lectura del pensamiento,
diagnósticos clínicos, lectura del corazón y la vida de personas vivas o
difuntas y otros poderes. Algunos meses más tarde se añadió otra facultad:
25
la de anular el dolor físico con la imposición de manos, aliviando o
eliminando el estado de sufrimiento; ¿era quizá la llamada pranoterapia?
»Con todos estos poderes no me era difícil hablar con la gente; pero
después de los encuentros esa gente quedaba aturdida por lo que yo le decía
y con un sentimiento de profunda turbación porque la condenaba por los
pecados cometidos, ya que los veía en su alma. Pero, leyendo la palabra de
Dios, me daba cuenta de que mi vida no había cambiado en absoluto.
Seguía siendo fácil presa de la ira, lento para el perdón, propenso al
resentimiento, susceptible ante la ofensa. Tenía miedo de cargar con mi
cruz, tenía miedo de la incógnita del futuro y de la muerte.
»Después de una larga peregrinación y tormentosos pesares, Jesús
me orientó hacia la Renovación. Aquí he encontrado algunos hermanos que
han rogado por mí, y ha resultado que lo que me había sucedido no era de
origen divino, sino fruto del maligno. Puedo testimoniar que he visto la
potencia del nombre de Jesús. He reconocido y confesado mis pecados del
pasado, me he arrepentido, he renunciado a toda práctica oculta. Estos poderes
han cesado y he sido perdonado por Dios; por eso le estoy
agradecido.»
No olvidemos que también la Biblia nos proporciona ejemplos de
idénticos hechos extraordinarios realizados por Dios o el demonio. Algunos
prodigios que Moisés, por orden de Dios, realiza delante del faraón, son
realizados también por los magos de la corte. He aquí por qué el hecho en
sí, tomado aisladamente, no es suficiente para explicarnos la causa cuando
se trata de fenómenos de esta índole.
Añado que con frecuencia las personas afectadas por trastornos
maléficos poseen «sensibilidades» particulares: entienden inmediatamente
si una persona está imbuida de negatividad, prevén acontecimientos
futuros, a veces tienen una notable tendencia a querer imponer las manos a
personas psíquicamente frágiles. Otras veces tienen la impresión de poder
influir sobre los acontecimientos del prójimo, augurando el mal con una
perversidad que sienten en sí mismas, casi con prepotencia. He visto que es
preciso oponerse a todas estas tendencias y vencerlas para poder llegar a la
curación.
26
LOS EXORCISMOS
«A los que creyeren les acompañarán estas señales: en mi nombre
expulsarán los demonios» (Mc. 16, 17): este poder que Jesús confirió a
todos los creyentes conserva su plena validez. Es un poder general, basado
en la fe y la oración. Puede ser ejercido por individuos o comunidades. Es
siempre posible y no requiere ninguna autorización. Pero precisemos el
lenguaje: en este caso se trata de plegarias de liberación, no de exorcismos.
La Iglesia, para dar más eficacia a ese poder conferido por Cristo y
para salvaguardar a los fieles de embrollones y magos, ha instituido un
sacramental particular, el exorcismo, que puede ser administrado
exclusivamente por los obispos o los sacerdotes (por tanto, nunca por
laicos) que han recibido del obispo licencia específica y expresa. Así lo
dispone el Derecho canónico (can. 1172) que nos recuerda también cómo
los sacramentales se valen de la fuerza de impetración de la Iglesia, a
diferencia de las oraciones privadas (can. 1166), y cómo deben ser
administrados observando cuidadosamente los ritos y las fórmulas
aprobadas por la Iglesia (can. 1167).
De ello se deduce que sólo al sacerdote autorizado, además de al
obispo exorcizante (¡ojalá los hubiera!), corresponde el nombre de
exorcista. Es un nombre hoy sobredimensionado. Muchos, sacerdotes y
laicos, se llaman exorcistas cuando no lo son. Y muchos dicen que hacen
exorcismos, mientras que sólo hacen plegarias de liberación, cuando no
hacen incluso magia... Exorcismo es sólo el sacramental instituido por la
Iglesia. Encuentro equívocas y engañosas otras denominaciones. Es exacto
llamar exorcismo sencillo al introducido en el bautismo y exorcismo
solemne al sacramento reservado a los exorcismos propiamente dichos. Así
se expresa el nuevo Catecismo. Pero considero erróneo llamar exorcismo
privado o exorcismo común a una prez que no es en absoluto un exorcismo,
sino sólo una plegaria de liberación y que así debe ser llamada.
El exorcista debe atenerse a las oraciones del Ritual. Pero hay una
diferencia respecto de los demás sacramentales. El exorcismo puede durar
unos pocos minutos o prolongarse varias horas. Por eso no es necesario
27
rezar todas las oraciones del Ritual, mientras que, en cambio, se pueden
añadir muchas otras, como el propio Ritual sugiere.
El objetivo del exorcismo es doble. Se propone liberar a los
poseídos; este aspecto lo ponen de relieve todos los libros sobre la cuestión.
Pero, antes aun, tiene un fin de diagnóstico, con demasiada frecuencia
ignorado. Es verdad que el exorcista, antes de proceder, interroga a la
persona misma o a sus familiares para cerciorarse de si existen o no las
condiciones para administrar el exorcismo. Pero también es verdad que
sólo mediante el exorcismo podemos darnos cuenta con certeza de si hay
intervención diabólica o no. Todos los fenómenos que se produzcan, por
extraños o aparentemente inexplicables que sean, pueden encontrar en
realidad una explicación natural. Tampoco la suma de fenómenos
psiquiátricos y parapsicológicos es un criterio suficiente para el
diagnóstico. Sólo mediante el exorcismo se adquiere la certeza de
encontrarse ante una intervención diabólica.
En este punto es necesario adentrarnos un poco en un tema que, por
desgracia, no es ni siquiera aludido en el Ritual y es soslayado por todos
aquellos que han escrito sobre este asunto.
Hemos afirmado que el exorcismo tiene, ante todo, un efecto
diagnóstico, sea comprobar la presencia o no de una causa maléfica de los
trastornos o una presencia maléfica en la persona. En orden cronológico
este objetivo es el primero que se alcanza y al cual se apunta; en orden de
importancia el fin específico de los exorcismos es liberar de las presencias
maléficas o de los trastornos maléficos. Pero es muy importante tener
presente esta sucesión lógica (primero la diagnosis y luego el tratamiento)
para valorar correctamente los signos a los que el exorcista debe atenerse.
Y digamos inmediatamente que revisten mucha importancia los signos
antes del exorcismo, los signos durante el exorcismo, los signos después
del exorcismo, el desarrollo de los signos en el transcurso de los distintos
exorcismos.
Nos parece que, aunque sea indirectamente, el Ritual tiene un poco
en cuenta esta sucesión, desde el momento que dedica una norma (núm. 3)
a poner en guardia al exorcista a fin de que no sea fácil creer en una
presencia demoníaca; pero luego dedica varias normas a poner en guardia
al mismo exorcista contra los distintos trucos que el demonio pone en
acción para ocultar su presencia. A nosotros, los exorcistas, nos parece
justo e importante estar atentos a no dejarse embaucar por enfermos
mentales, por chiflados, por quienes, en resumen, no tienen ninguna
presencia demoníaca ni ninguna necesidad de exorcismos. Pero señalemos
asimismo el peligro opuesto, que hoy es muy frecuente y por tanto, más de
temer: el peligro de no saber reconocer la presencia maléfica y omitir el
exorcismo cuando, en cambio, es indispensable. He coincidido con todos
los exorcistas a los que he interrogado en reconocer que nunca un
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exorcismo innecesario ha hecho daño (la primera vez, y en los casos dudosos,
todos hacemos uso de exorcismos muy breves, pronunciados en voz
baja, que pueden ser confundidos con simples bendiciones). Por este
motivo nunca hemos tenido motivos de arrepentimiento, mientras que, en
cambio, hemos debido arrepentirnos de no haber sabido reconocer la
presencia del demonio y haber omitido el exorcismo en casos en que su
presencia se ha manifestado más tarde, con signos evidentes y de manera
mucho más arraigada.
Por eso repito, sobre la importancia y el valor de los signos, que
bastan pocos y dudosos para que se pueda proceder al exorcismo. Si
durante éste ya se advierten otros signos, lógicamente habrá que extenderse
cuanto se considere necesario, aunque el primer exorcismo sea
administrado con relativa brevedad. Es posible que durante el exorcismo no
se manifieste ningún signo, pero que luego el paciente refiera haber notado
efectos (en general son efectos benéficos) de relevancia segura. Entonces se
toma la decisión de repetir el exorcismo; si los efectos continúan, sucede
siempre que, tarde o temprano, se manifiestan signos también durante el
exorcismo. Es muy útil observar el desarrollo de los signos, siguiendo la
serie de los distintos exorcismos. A veces esos signos disminuyen
progresivamente: es una señal de que ha empezado la curación. Otras veces
los signos siguen un crescendo y se dan con una diversidad del todo
imprevisible: ello significa que está aflorando enteramente el mal que antes
permanecía oculto, y cuando ha aflorado del todo, sólo entonces comienza
a retroceder.
Por lo antedicho se entenderá cuán necio es esperar a que haya
signos seguros de posesión para practicar el exorcismo; y es igualmente
fruto de total inexperiencia esperar, antes de los exorcismos, aquella clase
de signos que la mayoría de las veces se manifiestan sólo durante los
mismos, o después de ellos, o a continuación de toda una serie de
exorcismos. He tenido casos en que han sido necesarios años de
exorcismos para que el mal se manifestase en toda su gravedad. Es inútil
querer reducir la casuística en este campo a modelos estándar. Quien tiene
más experiencia conoce con seguridad las más variadas formas de
manifestaciones demoníacas. Por ejemplo: a mí y a todos los exorcistas que
he interrogado nos ha sucedido un hecho significativo. Los tres signos
indicados por el Ritual como síntomas de pose
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Comentarios
Sorprendente, todo ser humano que desea el bien para su vida debería escuchar esto.
http://www.ivoox.com/habla-exorcista-gabriele-amorth_md_1803900_1.mp3?source=REFERER_DOWNLOAD&t=laijm56je6Oqng%3D%3D
Buenisimo. El buen conocimiento del mal lleva a Dios
gracias por esta información tan importante
EXCELENTE, ELIMINA MUCHAS DUDAS CON RELACION AL INFIERNO Y A SATANAS
wow interesante y mucha información muy importante
Súper, nos abre los ojos a una realidad que hemos desconocido por tantos años.
vamos a escuchar a este gran hombre
me encanta.