Locución: Manuel López Castilleja
Fondo musical: Luis_Ormeño_Miseria_Y_Dulceamoreterno_En_Los_Sueños_De_Jalil
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Quedó Pedro Alonso asombrado al leer la epístola y acudió al instante a su maleta y el hallarla vacía le acabó de confirmar la verdad de la carta; e inmediatamente después, en la mula
que le había quedado, se marchó a Burgos a dar las noticias a sus amos con toda rapidez, para que con prontitud pusiesen remedio y trazasen planes para alcanzar a sus hijos. Pero de estas cosas no dice nada el autor de esta novela, sino que tan pronto como dejó cabalgando a Pedro Alonso, regresó a contar lo que les sucedió a Avendaño y a Carriazo a la entrada de Illescas, que fue que al entrar en la puerta de la villa encontraron dos mozos de mulas, al parecer andaluces, vestidos con calzones anchos de lienzo, jubones con aberturas, sus chalecos de ante, puñales y espadas. Al parecer, uno venía de Sevilla y el otro iba a ella. El que venía le estaba diciendo al otro:
-Esta noche no te vayas a hospedar donde sueles hacerlo, sino en la posada del Sevillano , porque verás en ella la más hermosa fregona que se conoce. Marinilla, la de la venta Tejada, da asco en comparación. No te digo más, sino que se dice que el hijo del Corregidor suspira por ella. Uno de mis amos, que delante van, jura que en cuanto vuelva a Andalucía se tiene que quedar dos meses en Toledo y en la posada misma, solo por hartarse de mirarla. Ya le dejo yo en señal un pellizco, y me llevo a cambio una gran bofetada. Es dura como un mármol e intratable y áspera como una ortiga, pero tiene el gesto alegre y el rostro saludable; en una mejilla tiene el sol, y en la otra, la luna; una está hecha de rosas y la otra de claveles, y entre ambas hay también azucenas y jazmines . No te digo nada más que la veas, y verás que no te he dicho nada acerca de su hermosura, en comparación con lo que te podría decir. Mis dos mulas pardas le daría de buena gana como dote si me la quisieran dar por mujer; pero yo sé que no me la darán, que es joya para un arcipreste o para un conde. Y otra vez vuelvo a decir que allí lo verás; y adiós, que me voy.
Con esto se despidieron los dos mozos de mulas, cuya conversación dejó mudos a los dos amigos que la habían escuchado, especialmente a Avendaño, en quien la simple descripción que el mozo de mulas había hecho de la hermosura de la fregona despertó un intenso deseo de verla. También lo despertó en Carriazo, pero no de manera que no desease más llegar a sus almadrabas que detenerse a ver las pirámides de Egipto u otra de las siete maravillas, o todas juntas.
Repitiendo las palabras de los mozos e imitando la manera y los gestos con que las decían entretuvieron el camino hasta Toledo; y enseguida, sirviendo de guía Carriazo, que ya había estado en aquella ciudad otra vez, dieron con la posada del Sevillano; pero no se atrevieron a hospedarse allí, porque su ropa no era apropiada.
Era ya de noche, y aunque Carriazo insistía a Avendaño para que fuesen a otra parte a buscar posada, no le pudo separar de la puerta de la del Sevillano, esperando por si acaso aparecía la tan celebrada fregona. Entraba la noche y la fregona no salía; se impacientaba Carriazo, y Avendaño se quedaba quieto. Este, con la excusa de preguntar por unos caballeros de Burgos que iban a la ciudad de Sevilla, entró hasta el patio de la posada. Y apenas hubo entrado, cuando de una sala que en el patio había vio salir una moza, de quince años más o menos, vestida como labradora, con una vela encendida en un candelero. No puso Avendaño los ojos en el vestido y traje de la moza, sino en su rostro, porque le parecía ver en él los que suelen pintar de los ángeles. Quedó admirado y atónito de su hermosura, y no atinó a preguntarle nada, tal era su asombro y admiración. La moza, al ver a aquel hombre delante de sí, le dijo:
-¿Qué busca, hermano? ¿Es quizás criado de alguno de los huéspedes de la casa?
-No soy criado de ninguno, sino vuestro -respondió Avendaño, todo lleno de confusión e inquietud.
La moza, que de aquella manera se vio respondida, dijo:
-Vaya, hermano, en buena hora, que las que servimos no tenemos necesidad de criados.
Y llamando a su señor le dijo:
-Mire, señor, a ver qué quiere este muchacho.
Salió su amo y le preguntó qué buscaba. Él respondió que a unos caballeros de Burgos que iban a Sevilla, uno de los cuales era su señor, el cual le había enviado por delante por Alcalá de Henares, donde tenía que resolver un asunto de su interés; y que junto con esto le había mandado que se viniese a Toledo y le esperase en la posada del Sevillano, donde vendría a alojarse aquella noche, o al día siguiente a más tardar. Tan buena apariencia dio Avendaño a su mentira que para el mesonero pasó por verdad, pues le dijo:
-Quédese, amigo, en la posada, que aquí podrá esperar a su señor hasta que venga.
-Muchas gracias, señor mesonero -respondió Avendaño-, y mande vuesa merced que se me dé hospedaje para mí y un compañero que viene conmigo que está allí fuera, que dineros traemos para pagarlo tan bien como cualquier otro.
-Con mucho gusto -respondió el mesonero. Y volviéndose a la moza, dijo:
-Costancita, di a Argüello que lleve a estos galanes a la habitación del rincón y que les eche sábanas limpias.
-Así lo haré, señor -respondió Costanza, que así se llamaba la doncella.
Y haciendo una reverencia a su amo, se quitó de delante; su ausencia fue para Avendaño lo que suele ser para el caminante ponerse el sol y llegar la noche tenebrosa y oscura. Salió a dar explicaciones a Carriazo de lo que había visto y de lo que dejaba acordado; este, por mil señales, advirtió que Avendaño venía herido de la pasión amorosa, pero no le quiso decir nada hasta ver si lo merecía la causa de quien nacían las extraordinarias alabanzas con las que elogiaba la belleza de Costanza.
Entraron, en fin, en la posada, y la Argüello, que era una mujer de unos cuarenta y cinco años, encargada de las camas y la limpieza de las habitaciones, los llevó a una que ni era de caballeros ni de criados, sino de gente que pudiera situarse en medio de los dos extremos. Pidieron de cenar; les respondió Argüello que en aquella posada no daban de comer a nadie, aunque guisaban y preparaban lo que los huéspedes traían comprado de fuera, pero que bodegas y tabernas había cerca donde sin ningún problema podían ir a cenar lo que quisiesen. Tomaron los dos el consejo de Argüello y entraron en un bodegón, donde Carriazo cenó lo que le dieron y Avendaño lo que llevaba con él, que eran pensamientos e imaginaciones.
Lo poco o nada que Avendaño comía admiraba mucho a Carriazo. Por enterarse del todo de los pensamientos de su amigo, cuan do volvían a la posada le dijo:
-Conviene que mañana madruguemos, para que antes de que apriete el calor estemos ya en Orgaz.
-No estoy conforme -respondió Avendaño-, porque antes de que de esta ciudad me vaya pienso ver lo que dicen que hay de famoso en ella.
-Así sea -respondió Carriazo-, eso en dos días se podrá ver.
-En verdad que me lo he de tomar con calma, que no vamos a Roma a que nos nombren cardenales.
-¡Ya, ya! -replicó Carriazo-. ¡Que me maten, amigo, si no tenéis más deseo de quedaros en Toledo que de seguir nuestra comenzada romería!
-Así es verdad -respondió Avendaño-, y tan imposible será apartarme de ver el rostro de esta doncella, como no es posible ir al cielo sin buenas obras.
-¡Bonita exageración -dijo Carriazo- y decisión digna de un pecho tan generoso como el vuestro! ¡Bien le cuadra a don Tomás de Avendaño, hijo de don Juan de Avendaño, caballero, rico, mozo y sensato, andar enamorado y perdido por una fregona que sirve en el mesón del Sevillano!
-Lo mismo me parece a mí que es -respondió Avendaño- considerar a don Diego de Carriazo, hijo del caballero del mismo nombre, futuro caballero del hábito de Alcántara, no menos apuesto en el cuerpo que en el ánimo, y con todos estos generosos atributos, verle enamorado, ¿de quién pensáis?, ¿de la reina Ginebra? ¡No, ciertamente, sino de la almadraba de Zahara, que es más fea, según creo, que el demonio!
-Ya sé yo en qué terminará esto -dijo Carriazo.
-¿En qué? -replicó Avendaño.
-En que yo me iré con mi almadraba, y tú te quedarás con tu fregona -dijo Carriazo.
-No seré yo tan afortunado -dijo Avendaño.
-Ni yo tan necio -respondió Carriazo- que por seguir tu mal gusto deje de conseguir el mío.
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