Tantra, el culto de lo femenino 2/11
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De la India a Europa
Habiendo partido del espacio alpino-mediterráneo para llegar al sur de la India, recorramos ahora el camino en sentido inverso. Pero antes quiero aclarar que no soy un sanscritista y que me alegro de ello. No es que tenga animosidad alguna respecto de mis amigos sanscritistas; al contrario, y tampoco desestimo el sánscrito, lengua fuerte y sonora que permite expresar las sutilezas de la filosofía y de la ciencia tanto como la emoción del poeta. Si no he estudiado el sánscrito es porque su acceso es arduo: su dominio significa el trabajo de toda una vida, sobre todo si se quiere estudiar y traducir las Escrituras. Y si me alegro de no ser sanscritista es porque si lo fuera estaría sin duda enredado en el sistema sánscrito-brahmánico, en el cual por lo demás he «girado» durante unos veinte años: en la India, en tanto occidental, sólo tenía contacto con hindúes que hablaban inglés, por tanto educados, por tanto de buena «casta», por tanto en el sistema. Yo me libré del sistema gracias a un personaje fuera de lo común, Nataraja Gurú, a quien evoco al final del libro y que me hizo conocer, comprender y amar la otra India, la India dravídica del sur, donde me siento tan bien, donde me siento como en mi casa. Fue Nataraja Gurú quien me reveló el antagonismo profundo entre las dos Indias, que casi no aparece en la superficie, y me reveló aspectos esenciales del tantra. De ese modo, sin renegar de mis adquisiciones pasadas, me abrí a toda la riqueza de la India meridional, que nos toca tan de cerca sin que lo sepamos.
Recorriendo el país dravídico, al sur de Madrás y hasta el extremo de la India, quedé sorprendido al ver hasta qué punto los ngakkls, esos caduceos dravídicos esculpidos en piedra y colocados bajo grandes árboles, son la copia exacta del caduceo mediterráneo. En esta semejanza veía más que una coincidencia. Es verdad que la serpiente siempre ha fascinado al hombre por su poder mortal y su vida misteriosa. Imagen arquetípica y símbolo fálico, sobre todo cuando está erguido, el reptil forma parte de las imágenes simbólicas de muchos pueblos. ¡Pensemos en la Biblia y en la serpiente tentadora! Sin embargo, lo que asombra, tanto en el ngakkl como en el caduceo es que muestran dos serpientes enlazadas y, sobre todo, erguidas sobre la cola, lo que es antinatural: una cobra erguida conserva al menos un tercio de su cuerpo enroscado y apoyado en el suelo. Para resolver la dificultad, el indio las esculpe en piedra, mientras en el Mediterráneo enrollan la serpiente en torno al bastón de Hermes, dios que adoptaron los griegos pero que era extranjero: venía de Tracia o de Lidia. Los brahmanes nos dicen que las dos serpientes simbolizan los conductos de energía que corren a lo largo de la columna vertebral, mientras que el ngakkl es un símbolo sexual tántrico, con el mismo derecho que el lingam. En la India todos saben que se trata de cobras copulando, pues las serpientes copulan erguidas y enlazadas. Ahora bien, la cobra es el reptil indio por excelencia y es el más común y el más temido, sobre todo en celo: ni al señor ni a la señora cobra les gusta ser molestados, y sin embargo su acoplamiento es el único coito animal descrito en la India. Cuando, a propósito del caduceo mediterráneo, nos cuentan que, al ver dos serpientes luchando, Hermes las separó con su vara, se trata de una explicación amable para quien se la quiera tragar... Entre paréntesis, y a propósito de «copia», en el sur de la India quedé también asombrado por las norias, que son la copia exacta de las egipcias expuestas, en miniatura, en el Museo Británico. Las mismas grandes ruedas de madera, los mismos cangilones de barro cocido bajando perpetuamente a un pozo, el mismo mecanismo para ponerla en movimiento, los mismos bueyes que giran en redondo para moverla. ¿Quién copió a quién? Poco importa, lo que es asombroso es su igualdad total a tal distancia. Sabiendo esto, el lector comprenderá que ya no me haya separado desde que lo encontré en una librería de viejo, del libro del doctor Boulnois, editado en 1919, cuyo título es todo un programa: El caduceo y el simbolismo dravídico indo-mediterráneo del árbol, la piedra, la serpiente y la diosa madre. (¿Ha podido leerlo de una sola tirada, sin retomar aliento?) Dejo al doctor Boulnois que se presente, así como a su libro: «Este estudio sobre la India está al margen de "la Escuela" (es decir del "sistema"). No es culpa mía: mi carrera de médico colonial no me ha permitido seguir los cursos (de sánscrito) de la Sorbona [...] Me llevó por las instituciones francesas de la India, de Pondichery a Karikal, durante tres años. »Me asombró comprobar hasta qué punto la India que yo había observado con toda independencia --a decir verdad con toda la ignorancia inicial-- era diferente de la que nos mostraban los libros. Me asombró sobre todo el escamoteo, pues ésa es la palabra, del estudio de toda una parte de la India llamada dravídica. »Estudié sobre el terreno, desde 1932 a 1935, a esos drávidas, que luego volví a encontrar por todas partes en la India prehistórica y en el amplio dominio indo-egeo, desde el neolítico hasta alrededor del tercer milenio antes de Cristo. »Debo mucho al señor Autran, que ha demostrado que la civilización egea era la de los tramilas, es decir, los drávidas que existen todavía hoy en el sur de la India.» Si el doctor Boulnois hubiera estudiado el sánscrito, sin duda también él hubiera sufrido el hipnotismo del «arianismo». Porque era virgen de todo prejuicio «ario», pudo «con total ignorancia» descubrir la India dravídica, la India profunda. En este sentido, G. Jouveau-Dubreuil, en su introducción al libro del doctor Boulnois, apoya mi
posición escribiendo: «Aproximadamente hasta 1925 todos los libros de historia de la India comenzaban de la misma forma, con un cuadro de la civilización de los arios. Era cansador volver a leer, en cada nuevo libro, lo que había sido dicho en los anteriores. Desafortunadamente, estudiando mejor esos textos, uno se daba cuenta de que todo era incierto y que, cuanto más se quería conocer de cerca la época del Rig-Veda, más esta civilización aria desaparecía como por milagro. (Mi comentario: ¡y con razón, pues sobre todo han sido los enterradores de una civilización!) »Y luego, de pronto, hacia 1925, las excavaciones en Mohenjo-Daro y en Harappa revelaron la existencia de una civilización brillante que había precedido en más de mil años la llegada de los arios. »Una sorpresa todavía más grande nos estaba reservada: la civilización prearia existe todavía en el sur de la India, donde la ola extranjera, después de haber hundido el resto de la India, había llegado con una energía disminuida. La influencia aria cubrió como un simple barniz las viejas creencias y las viejas costumbres. Basta con raspar el sedimento para encontrar la tierra antigua... »El doctor Boulnois ha descrito a estos prearios tomados del natural... pero el estudio de su cultura revelaba tales semejanzas con otras civilizaciones prehistóricas (Mesopotamia, Judea, Egipto, la cuenca mediterránea, China, Indochina) que de la comparación surgió una idea de importancia mundial: la India prearia era un centro de cultura que se había extendido sobre una gran parte del universo.» Por sí solo este último párrafo justifica los capítulos en los que describo, muy brevemente según mi criterio, esta civilización dravídica y su difusión por todo el espacio alpino-mediterráneo. En cuanto al libro del doctor Boulnois, molesto para los partidarios del «sistema», no ha tenido casi eco, hasta el punto de que, antes de descubrirlo por casualidad, nunca había oído hablar dé él, ni por otra parte tampoco después. ¿Y el lector? ¿Tal vez el libro apareció antes de tiempo? Volvamos a los ngakkls y a su simbolismo sexual tántrico. El doctor Boulnois señala que siempre están colocados al pie de lo que el viajero no iniciado toma por un solo árbol. En realidad se trata de dos árboles encastrados, simbólicamente «casados». Uno es macho, Arasu, la higuera de los templos o Ficus religiosa, el pippal de los sellos del Indo, el árbol sagrado de Shiva. El otro es Vepu, el árbol hembra, el de la Shakti, la Azadiracbta indica oriunda de la India, cuyo nombre inglés es neem tree. No conozco el equivalente en francés.
Se encuentran con frecuencia varios ngakkls bajo el árbol sagrado.
Este dibujo reproduce un ngakkls con los principales símbolos tántricos: arriba el lingam, luego Nandin, la montura de Shiva, y debajo el Loto, símbolo de agua pero también del yoni. Algunas estelas son más elaboradas, hasta con siete anillos, pero todas son claramente caduceos
El conjunto (el ngakkl más los dos árboles casados) está tan cargado de sexualidad que las mujeres estériles le hacen ofrendas y se frotan contra la piedra para tener niños. En cuanto a la higuera, ¿es macho porque secreta un látex que se parece al esperma? En todo caso es el único árbol que jamás se mutila en la India. Sus semillas son, al parecer, afrodisíacas: ¡sin garantía, no lo he probado! El ngakkl revela también su origen tántrico por el hecho de que, visto de espaldas, tiene la forma de un lingam y también por los motivos que con frecuencia se esculpen en los anillos formados por las cobras copulando. En el de arriba, se esculpen el lingam-yoni tradicional, en el anillo central Nandin, el toro sagrado, el vehículo de Shiva cuyo culto se encuentra en toda el área mediterránea (hablaré de ello más adelante), por último en el inferior la flor de loto, símbolo del yoni. La parte de abajo está siempre vacía. Se ha encontrado un caduceo de seis anillos en Sumer, de comienzos del tercer milenio, sobre un cubilete de Gudea.
Cuando hay representada una sola cobra, se enrosca de abajo arriba en torno a una varilla. A veces policéfala, sus cabezas son siempre de número impar: 3, 5, 7 ó 9, todos números sagrados. En la India la cobra está siempre asociada a Shiva, pero pensemos también en el Pschent de los faraones y en el Calathos de la diosa de Cnossos. La asociación entre la serpiente, la piedra y el árbol es típica en el espacio alpino-mediterráneo, que incluye la mayor parte de Europa. ¡La serpiente tienta a Eva a partir del árbol sagrado! He evocado la época megalítica india y la europea. En las excavaciones arqueológicas en la India se han encontrado, especialmente en Salem, escondidas bajo los dólmenes dravídicos, hachas de piedra y otras herramientas prehistóricas, recuerdo de los ancestros. Y, sobre esto, citemos a Le Rouzic, quien informa, en el Corpus de Monuments Mégalithiques du Morbihan que los bretones, en determinadas épocas lunares, alrededor del menhir de Manion, hacen exactamente los mismos gestos con la esperanza de la posteridad. Cerca de ese menhir, Le Rouzic descubrió una escultura que representaba cinco serpientes erguidas sobare su colas, ...junto a cinco hachas neolíticas de piedra! Extraño --y revelador-- a más de 8.000 km de distancia... Confirmando el simbolismo sexual del caduceo alpino-mediterráneo, según una leyenda griega, Rea se había convertido en dragona y Zeus se convirtió en dragón para unirse a ella, y la vara de Hermes es el símbolo de esta unión. En el Scolium, al margen del Parisinus 2, el cristiano Atenágoras escribe, escandalizado: «El caduceo, en el cual las serpientes estaban representadas frente a frente, con sus rostros encontrados, constituye el memorial de ese acoplamiento vergonzoso». Todos estos símbolos son extraños para los falsos indoeuropeos, es decir, para los arios. En el Rig-Veda, el lingam, el árbol, la divinidad del árbol y el toro de Shiva son despreciados y rechazados como parte del culto de los Dauys, los enemigos dravídicos del dios ario Indra.
Çatal Hüyük, ¿primera ciudad tántrica?
El lector puede pronunciar «Hüyük» como quiera, pues de todas formas nunca se sabrá cómo se llamaba entonces la primera ciudad del mundo alpino-mediterránea y tántrica. Pues era una verdadera ciudad de 10.000 habitantes, de 9000 mil años de antigüedad, la que en 1958 exhumó en Anatolia el arqueólogo inglés James Mellaart. Dos años antes, su descubrimiento de Hacilar, en la región de Burdur, había causado sensación, pero Çatal Hüyük era una bomba: antes de esto se creía que Anatolia, rica en historia, carecía de prehistoria. Lo que era sensacional --y lo es todavía-- es que Çatal Hüyük estaba casi intacta, como si la hubieran abandonado ayer. Fantástico: por primera vez se veía cómo vivía en el año de gracia 7.500 a. de C. el ciudadano prehistórico, se visitaban sus casas con sus frescos, sus esculturas, se conocían sus armas, sus utensilios, sus esqueletos, sus vestimentas... Entonces, con un poco de imaginación, podemos meternos en la piel del habitante de Çatal Hüyük, reconstruir su modo de vida e incluso su espiritualidad, gracias a las claves que suministra el tantra. Sigámoslo hasta su casa. Sus antepasados habían elegido bien el sitio: al bajar de la montaña, habían avistado esta llanura fértil, regada por el río Carsamba, como se lo llama hoy. Podían allí cultivar mejor que en las alturas los cereales ya domesticados. Es primavera; nuestro hombre camina a buen paso entre los campos de sorgo y de trigo, del que se cultivaban tres especies. Su mirada satisfecha acaricia el tapiz de retoños verde claro prometedores de una buena cosecha. Se dirige hacia la ciudad, su hermosa ciudad, con sus casas de ladrillos crudos y techo plano, que se extienden sobre la colina y se confunden casi con el paisaje. Sin duda los primeros huertos de almendros, de manzanos y de pistachos ya florecían; se han encontrado sus frutos. Y aquí lo tenemos a las puertas de la ciudad. «Puertas» y «ciudad» es una manera de hablar.
Mejor habría que decir «al pie de la colmena horizontal», pues las casas son otros tantos alvéolos rectangulares pegados unos a otros, sin puertas ni ventanas: el único orificio en la terraza sirve de entrada, de ventana y de chimenea, y se baja a la casa por una escalera. No hay calles: se circula de terraza en terraza, y siempre con ayuda de escaleras se pasa de un nivel a otro de la ciudad. Rodeada de una muralla de casas ciegas que la hacen inexpugnable, siempre se «sube» a la ciudad por, una escalera. Inexpugnable, pues si los eventuales agresores tuvieran un acceso fácil a los techos en forma de terraza, bastaría a los agredidos con retirar las escaleras para impedir el acceso a sus casas. Y pobre del atacante imprudente que hubiera saltado dentro de la casa por el orificio, pues sólo podía hacerse de a uno por vez. Al caer desde una altura de 2,50 a 3 metros, antes de poder ponerse de pie, el atacante sería ya atravesado por las lanzas o los puñales de los defensores, intrépidos cazadores que no temían ni al oso, ni al león, ni al lobo, ni al jabalí ni al leopardo. Y para tomar la ciudad, hubiera sido necesario conquistar uno a uno cada alvéolo de la laberíntica colmena. De modo que, según parece, Çatal Hüyük nunca fue tomada. Las casas eran, además, antisísmicas: construidas de adobe, de una sola planta, el techo-terraza tenía una ligera armazón de madera y el cielo raso estaba hecho con cañas y barro. Y esto era muy necesario: en una pared se ve un fresco de la ciudad y, en el horizonte, el volcán Hasan Dag en erupción. Pero el emplazamiento de Çatal Hüyük había sido bien elegido: la ausencia de cenizas volcánicas prueba que la ciudad jamás fue destruida por una erupción, aunque hubiera experimentado fuertes temblores más de una vez. Echemos ahora una mirada a la ilustración, reproducida según los dibujos y fotos de James Mellaart, que nos permite imaginar la vida cotidiana de nuestro hombre. La habitación principal, la «sala de estar», mide 4x6 m, con una altura de casi 3 metros, todo lo cual le da un buen volumen. A lo largo de las paredes unas banquetas sirven de asientos y de camas para el hombre y los niños. El lecho, reservado a la mujer, mucho más grande, levantado en un extremo, ocupa el lugar de honor al pie de la escalera y cerca del hogar. Se sabe que la cama grande estaba reservada para la dueña de la casa gracias a la costumbre de la «inhumación diferida»: los muertos eran llevados a las montañas y abandonados a los buitres. Una vez descarnados, los esqueletos eran llevados a las casas y, vestidos con sus ropas (las mujeres llevaban vestidos de lana con franjas), eran enterrados... bajo sus camas, con los objetos de su propiedad. Estos esqueletos nos enseñan también que en Çatal Hüyük coexistían varios tipos raciales: mediterráneos primitivos, mediterráneos modernos y alpinos anatolios, idénticos a los actuales. Esto justifica el título de «Çatal Hüyük, ciudad alpino-mediterránea». Queda por justificar el adjetivo «tántrica»... El suelo de tierra apisonada estaba cubierto de esteras y tapices, pero además, al igual que las paredes, cada año era enjalbegado con yeso coloreado. Con frecuencia las paredes estaban decoradas con frescos, como el del toro rojo, ¡de 5 m por 1,80 m! Además del horno para pan, había un mortero para hacer harina de trigo o de sorgo. El régimen alimenticio del habitante de Çatal Hüyük era muy correcto. Además de pan, también se preparaba una papilla de avena. La carne provenía en primer lugar de la caza (jabalí, ciervo, gamo, corzo, cabra montesa, gacela...) y después de la cría (cordero, cabra, cerdo y animales domésticos). Añádanse los guisantes, las lentejas, las frutas y, sin duda, algunas verduras frescas. Alegres y jaraneros, los hombres cultivaban el enebro y los frutos del Celtis Australis para fabricar vino y cerveza. Disponían de vajilla, compuesta de fuentes, vasos, platos, cucharas de madera... ¡e incluso tenedores! Los vasos eran de piedra y usaban cajas de madera con tapas decoradas. Todos estos objetos sorprenden por la calidad de su acabado. La mujer era reverenciada, y según parece muy coqueta: cajas de afeites, espejos de obsidiana pulida, collares y anillos nos lo demuestran. Si se considera todo lo que precede --y sólo he considerado lo esencial-- nos encontramos con un modo de vida bastante aceptable, en mi opinión.
¿Un culto tántrico? ¿Era tántrica Çatal Hüyük? Reemplazo el signo de interrogación por uno de admiración sin dudarlo, pues los grandes temas del tantra, como el Quito de la Femineidad, están presentes en ella. Incidentalmente, veo en la ciudad de Çatal Hüyük la prefiguración de Mohenjo-Daro y de Harappa. En primer lugar, las casas están construidas con adobes de dimensiones estándar, pero su estado de conservación muestra que cocerlos hubiera sido inútil al no haber riesgo de inundación como en el valle del Indo. Como las ciudades del Indo, Çatal Hüyük muestra una urbanización, rudimentaria tal vez, pero planificada y pensada. Como en el Indo también, hay una notable ausencia de construcciones monumentales. Nada de grandes palacios, lo que sugiere que el poder pertenecía a la ciudad misma. Igual que en Mohenjo-Daro y Harappa, tampoco hay templos monumentales: nada parecido a los templos dominados por gigantescos zigurats como en Caldea o Babilonia. Por el contrario, el elevado número de santuarios descubiertos testimonia una intensa vida espiritual. ¡De 140 casas exhumadas, más de 40 son santuarios! ¡Y qué santuarios! El Culto de la Femineidad está presente en todas partes en Çatal Hüyük, que era indudablemente matriarcal: la mujer ocupaba allí un lugar de honor tanto en la vida profana como en la religión, centrada en torno a la Diosa-madre. La figura femenina domina los santuarios. Con los brazos abiertos, las piernas separadas, se ofrece a la adoración y todo se articula a su alrededor, especialmente las cabezas de los toros. En otros santuarios innumerables manos se tienden hacia muros tapizados con pechos de mujer. Diosa-madre, símbolo imponente de la fecundidad, ella reina, sola, en un trono con brazos en forma de leopardo o, siempre sola, lleva dos pequeños leopardos. La mujer es omnipresente en las estatuas: matronas gruesas, mujeres delgadas y juveniles, una madre y su hija en un solo cuerpo, o incluso una vieja escoltada por amenazantes aves rapaces. En cuanto al dios masculino, aparentemente su esposo, desempeña un papel subalterno. Barbudo y cabalgando en un toro, veo en él a un precursor de Shiva: en la India, el toro Nandi es su vehículo. Los hombres, raramente representados, tienen sin embargo el aspecto de alegres barbianes, astutos y barbudos. Un culto simbólico Çatal Hüyük ignoraba la escritura, pero la ausencia de escritos se ve ampliamente compensada por el uso generalizado del lenguaje más rico, más universal: el símbolo inmortal. Todos los santuarios vibran con una intensidad simbólica extraordinaria. Para percibirlo, «entremos» en los dibujos e imaginemos una ceremonia de culto, en el templo, por la noche. En el santuario, débilmente alumbrado por la luz vacilante de las lámparas de aceite o de grasa, los adoradores contemplan los símbolos. En primer lugar la Diosa, que les abre sus brazos, mientras que sus piernas separadas sugieren la puerta de la Vida: ella simboliza así todos los misterios y todas las potencias de la Vida encarnadas en la Mujer, origen de toda fecundidad, de toda fertilidad, tanto de los seres humanos como de los animales y las plantas. Las enormes cabezas de toros simbolizan sin duda la potencia sexual masculina; pero, colocadas debajo de la Diosa, muestran que esta potencia estaba subordinada a ella. ¿De qué ritos misteriosos estos santuarios, impresionantes a pesar (o a causa) de sus dimensiones reducidas, fueron testigos en el curso de esos milenios? Nunca lo sabremos. Esos hombres y esas mujeres, ¿compartieron ritual-mente el pan, la carne y el vino como en el rito tántrico? ¿Practicaban la magia sexual? Nada lo prueba, pero nada nos impide pensarlo, pues en todas las civilizaciones agrarias los ritos de la fertilidad comportaban prácticas sexuales: véase el capítulo «La ascesis de dieciséis», la Chakra Puja. Sea como fuere, todo gurú tántrico aceptaría sin reservas esos santuarios para celebrar en ellos los ritos del tantra. Sé que nuestra educación puritana nos lleva a rechazar esta idea, pero sería muy sorprendente que
en esos santuarios no se hayan practicado ritos sexuales. Estoy tanto más persuadido de ello cuanto que en Çatal Hüyük se practicaba el culto de la Muerte. Las aves de rapiña que planeaban en torno a una pobre vieja y las que aparecen pintadas en los frescos simbolizan claramente la muerte, puesto que a estas aves se abandonaban los cadáveres antes de inhumarlos en su casa, bajo sus camas, donde el esqueleto mantenía, junto con el recuerdo del difunto, el recuerdo de la mortalidad humana. Por último, ¿creían en una vida después de la muerte? Misterio. Como la Muerte y el Sexo son inseparables, y el segundo exorciza a la primera, ésta es una razón de más para creer en los ritos sexuales en sus santuarios. Sin embargo, incluso en ausencia de ritos sexuales, todo en Çatal Hüyük es puro tantra. Si yo pudiera, reconstruiría, en tierra apisonada, uno de los santuarios de Çatal Hüyük para hacer allí meditaciones tántricas, pero sin duda sería poca cosa comparado con los santuarios auténticos... ¡No soñemos! Otro punto común entre Çatal Hüyük y el tantra es el uso generalizado de dibujos geométricos y de colores, dicho de otra forma, de Yantras: véase ese capítulo.
Santuario
Hogar
Habitación Santuario con bucráneo
Santuario Santuario
Horno para Horno para pan pan
El fin de Çatal Hüyük Es todavía más misterioso que el de la civilización del Indo. ¿Fue aniquilada, o, habiendo degenerado, pereció? ¿Tuvo un final súbito o una lenta agonía? No hay ninguna huella de fin violento, por ejemplo de matanzas. De lo único que las excavaciones y la datación con carbono 14 nos informan con certeza es de que después del año 3500 antes de nuestra era las casas estaban mal construidas y mal conservadas, y la corriente espiritual había cesado: ya no se construían santuarios. La industria de la obsidiana y la caza declinaban, ¡igual que en Harappa! ¿Qué sucedió entonces con sus habitantes? ¿Es impensable que, bajo la presión de las circunstancias, emigraran hacia otros territorios, hacia Oriente, desde donde viene la luz, hacia esa India todavía virgen? No creo que sea coincidencia que algunos siglos más tarde cráneos alpino-
mediterráneos semejantes a los de Çatal Hüyük se encuentren hasta en el extremo sur de la India. Y si no emigraron, su civilización, la más brillante de su época, ¿no influyó sobre la del Indo? No lo sabremos nunca y tal vez sea mejor así. Sin embargo, sería muy sorprendente que esta brillante civilización haya permanecido estrictamente localizada en ese pequeño rincón de Anatolia, sobre todo cuando, cada vez más, se comprueba que desde la prehistoria los intercambios comerciales y culturales estaban mucho más desarrollados de lo que nos imaginábamos hasta hace algunos decenios. Un hecho cierto: los campesinos del pequeño poblado turco de Kügük Koy no son los descendientes de los alpino-mediterráneos de Çatal Hüyük. La Diosa-madre ha muerto, reemplazada por Alá; la mujer queda sometida al hombre, y el impetuoso Dios-Toro se ha convertido en el buey doméstico plácido y resignado que los chiquillos aguijonean para que apresure un poco el paso. Así va la vida, así gira la rueda.
La imagen de la diosa es comparable a esta placa de cobre encontrada en Harapa.
El santuario del bucráneo (reconstruido por Mellaart), dominado por una diosa de brazos y piernas abiertos, impide pensar que allí se llevaran a cabo ritos sexuales?
Las castas, una mezcla explosiva
Desde siempre los tántricos han rechazado las castas. Por lo demás, los hindúes evitan hablar de este tema inquietante con los extranjeros y, cada vez que yo lo evocaba, eludían hábilmente la verdadera cuestión. Así, para esa joven india, muy guapa con su sari de chores y que estudia en Occidente, las castas son «sencillamente una cuestión de pureza». No le pregunte el lector de qué tipo de pureza podría tratarse, pues para ella es evidente: todos esos intocables de piel oscura que se arrastran harapientos por el polvo de la India, son «impuros» comparados con ella, tan graciosa, educada y cuidada. No se da cuenta de que, desde hace miles de años, la decadencia de esos intocables es querida, programada por el sistema del que ella se beneficia. Si he citado en primer lugar su respuesta es porque me lleva a la palabra «casta». En efecto, los rudos marinos portugueses que llegaron a la India en el siglo XVI habían observado que la división social india dependía de la casta, es decir, en portugués, de la pureza. Pero al contrario de la joven india, no se equivocaron viendo en ello la pureza de la sangre o de la raza. Por lo demás, el término sánscrito jti, que designa lo que nosotros llamamos casta, significa, ni más ni menos, «raza». Más claro, imposible. Sin embargo, si hago la misma pregunta a ese buen swami hindú que va de gira por Occidente, con suavidad esquivará el problema y jamás denunciará la iniquidad del sistema que, según él, descansa sobre el dharma, el deber de estado, la profesión. Por supuesto, evitará con cuidado añadir el menor asomo de racismo. Amante de las comparaciones, añadirá que un coche tiene ruedas, motor, volante, frenos, etc. y que igualmente en la sociedad cada uno debe cumplir su dharma, su papel, para que todo funcione bien. Precisará, con razón por lo demás, que gracias a ello desde la infancia cada uno está preparado para el papel que tendrá más tarde en la vida. Por último, argumento supremo, dirá que el sistema funciona desde hace miles de años, por tanto que ha pasado sus pruebas, por tanto que es bueno. Omitirá también precisar que sólo se mantiene por coerción. A propósito de esta división social según la profesión, dirá que se parece a nuestros gremios, que protegían los intereses de sus miembros y les aseguraban una formación sólida, garantía de un trabajo de calidad. Añadirá que para transmitir los secretos y las habilidades manuales de un oficio no hay nada mejor que la transmisión de padres a hijos, justificando así el carácter hereditario de las castas. Una tercera excusa será decir que en 1954 el Código Civil de la India las suprimió. Es verdad, pero en la práctica muy poco ha cambiado. De modo que un occidental no habituado a la situación de la India admitirá estas tres respuestas. ¡Abracadabra! ¿Y por qué traer a colación un problema sobre el que, de todos modos, no tenemos ninguna influencia? Por cierto que, especialmente gracias a Gandhi, sabemos que el problema de los intocables, a quienes él llamaba harijans, hijos de Dios, existe y suponemos, erróneamente, que Gandhi quería eliminar las castas. De hecho, sólo apuntaba a rehabilitar a esos condenados en la Tierra, lo cual es muy laudable. Entre las razones que tenemos para asomarnos a esta cuestión, aparte de su aspecto humanitario, es que, a causa del sistema de castas y de sus abusos, se desarrolla poco a poco, sordamente, una situación explosiva en la India cuya desestabilización tendría consecuencias imprevisibles a escala mundial. Por último, conociendo los excesos del racismo brahmánico y su corolario, el patriarcado rabioso, el lector sabrá por qué el tantra ha sido rechazado en la India y también por qué este libro no gustará nada a los partidarios del sistema y fundamentalmente a los buenos swamis indios, que no dejarán de impugnarlo.
Una confusión mantenida cuidadosamente En realidad, el sistema llamado «de castas» es el resultado de dos modos de división, de naturaleza tan diferente que valdría más renunciar a la palabra casta, pues metiendo a los dos en el mismo saco se mezcla todo, lo cual no es para disgustar a quienes prefieren continuar con la confusión... El primer criterio de discriminación, puramente racial, es varna, palabra sánscrita que significa color (evidentemente de la piel). En el futuro utilizaré pues varna, jti o clase para distinguir las cuatro divisiones basadas en la raza y que son intangibles. Por un lado están los arios, los «rostros pálidos», divididos en primer lugar en dos clases principales, dominantes por la influencia aunque ampliamente minoritarias por su número: los brahmanes (sacerdotes) y los kshatryas (guerreros y príncipes). Luego vienen los vaishyas, los cultivadores, los artesanos, los comerciantes, los usureros, etc., que forman el grueso de la tercera clase de los «nacidos dos veces» del sistema védico, admitidos en la puerta del «cordón sagrado» y en la región védica, de la cual todos los demás están excluidos. Luego vienen los no arios, los sudras, los siervos descendientes de los vencidos, incorporados por la fuerza al sistema ario en tanto que cuarta clase, y que forman una masa de mano de obra servil, maleable y dominable a gusto de los amos. Por último, últimos entre los últimos, los fuera-de-casta, excluidos del sistema, indignos incluso hasta de ser esclavos, los intocables, los descendientes de las tribus aborígenes insumisas. Esta es la quíntuple división del sistema, basada en la raza, donde sólo se entra por el nacimiento. El segundo «común denominador» es el profesional, como se vio antes. Mientras que las jtis son intangibles, cada una se divide en otros tantos compartimientos de oficios, profesiones. Por eso son innúmeros y siempre se crean nuevos, mientras que las jtis han sido y seguirán siendo siempre cuatro, ni una sola más. Si no se distinguen estos dos modos de división, se mezcla todo: En cuanto al origen del sistema es muy probable que justamente lo hayan inventado sus víctimas, los no arios, aun antes de la irrupción de los invasores. Después de la conquista, los arios sin duda encontraron una sociedad dravídica organizada en corporaciones profesionales, tal vez ya entonces hereditarias, estructura que adoptaron y luego adaptaron en su provecho añadiéndole el criterio varna, color de la piel, raza. Cuando comenzaba a escribir este capítulo, donde me propongo desmenuzar el sistema, iba a comenzar «lógicamente» por los brahmanes, enlazar luego con los kshatryas y así sucesivamente, cuando me di cuenta de que así yo mismo entraba en su sistema dando la prioridad a los brahmanes, como lo hace Manú, el codificador mítico de la sociedad brahmánica. Habiendo, pues, reflexionado, comenzaré por los últimos entre los últimos, los intocables. . ¡Ay de los vencidos! Perder una guerra es siempre un error: desde hace más de 3.500 años los drávidas y otros pueblos no arios de la India pagan muy cara su derrota en una guerra de invasión que evidentemente no desearon y que aún no ha terminado. Pero, de todos ellos, los intocables son los que pagan el tributo más pesado. Intocable, qué palabra horrorosa: ¿cómo puede concebirse que Dios, o aun simplemente la naturaleza, haya creado a seres humanos abyectos e impuros hasta el punto de que su sombra «contamine» todo lo que toca? Y lo más horroroso es que a fuerza de haberlo leído y escuchado, ya no nos estremece, ¡cuando su suerte es mucho peor que la palabra! Esta clase de seres humanos agrupa todo lo que los arios han expulsado de su sistema, todos los insumisos, todos aquellos que habitaban selvas demasiado impenetrables, sobre todo los autóctonos predravídicos. De todos los parias es a los bastardos de los arios a quienes más hay que compadecer, a los nacidos de una unión «impura», de una madre aria y de un padre sudra, por ejemplo. Estos bastardos son excomulgados, desterrados para siempre de la sociedad aria, lo mismo que su descendencia: una
repulsa tan draconiana resulta disuasiva para tales uniones. ¿Cuántos son hoy en la India los intocables? ¿Cien, ciento cincuenta millones? Quién sabe. Pero son igualmente intocables todas las demás personas del mundo. Nosotros, los occidentales, somos «descastados» y lo seguiremos siendo, hagamos lo que hagamos. Si no nos tratan de la misma forma que a los intocables autóctonos, es gracias al color de nuestra piel, más blanca que la del brahmán más claro, y gracias a nuestro poder económico o militar. Entre los intocables, para los arios, los chandlas son los más abominables, los más inabordables. ¿Su crimen? Descender de una tribu tan feroz en su lucha contra los invasores que, después del combate, los arios arrancaban los dientes a los chandlas exterminados para hacerse collares... (Agni Purna, II, 1217). Más tarde, por extensión, este nombre designó a todos los fuera-de-casta. Mientras que con el correr de los siglos ciertas leyes de Manú respecto de los sudras se han vuelto más tolerantes, las referentes a los chandlas siempre se han aplicado con rigor. Así, el libro X, 50 promulga: «Que estos hombres instalen sus moradas al pie de los grandes árboles consagrados, cerca de los lugares de cremación, en la montaña y en los bosques, que sean conocidos por todos y vivan de su trabajo. »La vivienda de los chandlas y de los swapkas debe estar fuera del pueblo; no pueden tener vasos enteros, ni poseer otra propiedad que perros y asnos; »Que por toda vestimenta lleven los ropajes de los muertos; por fuentes, ollas rotas; por adornos, hierro; que vayan sin cesar de un lugar a otro. »Que ningún hombre, fiel a sus deberes, tenga relación con ellos; sólo deben tratarse entre ellos y casarse solamente con sus semejantes. »Que el alimento que reciben de otros les sea dado sólo en pedazos de vasija por intermedio de un siervo, y que no circulen por las noches en los poblados y en las ciudades. »Que vengan a la ciudad durante el día para hacer su tarea, diferenciados por medio de los signos prescritos por el rey, y que estén encargados de transportar los cadáveres de los que mueren sin tener padres vivos: tal es el reglamento. »Que ejecuten, según la orden del rey, a los criminales condenados a muerte por una sentencia legal, y que tomen para sí las ropas, lechos y adornos de aquellos a quienes dan muerte» (Manú, V.51 a 54). ¿No es vergonzoso promulgar y aplicar semejantes «leyes»? ¿No es escandaloso que, desde hace treinta y cinco siglos, seres humanos soporten una represión tan sistemática como feroz, destinada a rebajarlos a un rango inferior a los animales? Y las leyes modernas no han cambiado casi su suerte, excepto tal vez en las ciudades y en muy débil medida. Retomo textualmente el testimonio de C. Thomas: «Los panchmas (la quinta clase, todos los intocables pues) tienen prohibido alojarse en los poblados de las otras castas. No pueden acercarse a los pozos ni a los templos, ni tampoco a determinadas rutas que toman los brahmanes. Les está prohibido construir casas de madera o de piedra. La entrada de sus casas debe ser tan baja que se vean obligados a agacharse para entrar... Les está prohibido usar vestimentas propias o poseer el menor trozo de tierra, a fin de que dependan totalmente de las otras castas. »La aplicación despiadada de estas leyes ha transformado, eficaz y efectivamente, en el curso de milenios, a estos, hombres y mujeres en un pueblo degradado, desprovisto del menor respeto por sí mismo y sin ninguna posibilidad de mejorar su posición. Deliberadamente destinados a la miseria, privados incluso del derecho a protestar y de los medios para hacerlo, su decadencia es total. Se alimentan de carroña y de los alimentos más repugnantes, beben de las aguas más contaminadas. Si enferman, ningún médico aceptará curarlos. Los brahmanes han creado hospitales para animales y para pájaros, pero ningún médico cuidará de sus hermanos humanos fuera-de-casta. Para ellos, la muerte de un panchma no tiene importancia, menos que la de un perro o un gato. Se da el caso de
panchmas que han recibido la muerte por haber cometido el crimen de entrar en las calles que les estaban prohibidas, o por haberse acercado inadvertidamente a los pozos públicos. La menor infracción es castigada con la flagelación o la mutilación» (En Hindú Religión, Customs and Manners, p. 20). En Poona, una ley prohibía el acceso de los parias a la ciudad después de las tres de la tarde. ¿La razón? Muy sencilla: ¡más tarde, el sol poniente alargaría sus sombras y éstas lo contaminarían todo a su paso! Si no fuera tan escandaloso daría risa. Otro ejemplo: entre los innumerables ritos y ceremonias que marcan cada instante de la vida de un ario, está la shrddha, el rito funerario celebrado por un familiar difunto, destinado a mantener el vínculo entre los vivos y el muerto, lo cual, en sí mismo, es digno de alabanza. En esta ocasión se ofrece un pastel funerario, el pinda, a las tres generaciones descendientes del difunto y la partición tiene lugar en secreto, al abrigo de todas las miradas, para evitar que sea vista por un eunuco, un fuera-de-casta, un hereje o... una mujer encinta, aunque sea aria, ¡en cuyo caso la ofrenda así mancillada sería rechazada por el difunto! Víctimas de las leyes de Manú, los panchmas viven, o mejor dicho sobreviven, en el linde del bosque, alimentándose de lagartos y de raíces que desentierran arañando el suelo. Semejante ausencia de piedad parece increíble y sin embargo es verdadera, y no crea el lector que en la época actual se haya modificado la cuestión. Sin embargo, los indios cultos dirán que, actualmente, tienen plazas reservadas para intocables en las universidades indias y que incluso pueden llegar a ser ricos. Es verdad, pero una golondrina no hace verano y, en todo caso, incluso un brahmán poco afortunado despreciará siempre a un intocable, aunque éste sea millonario. Por ejemplo, una amiga me contó que en una recepción en la Embajada de la India, en una capital que no nombraré, ella había observado, sentados y apartados en un sillón, a dos hombres correctamente vestidos pero desdeñados por los otros invitados. Sorprendida, preguntó discretamente por qué nadie les hablaba. La respuesta: «Son intocables...» Algunos podrán decir que todo esto pertenece al pasado y que yo cargo las tintas por haber tomado partido. Entonces, mejor que informar de casos que he visto personalmente en la India, prefiero citar L'Express del 15 de abril de 1988: «En medio de un campo de trigo en ciernes, un círculo de unos diez metros de diámetro, sin cultivar. AHÍ ocho intocables y otros tres miembros de las castas bajas fueron matados a sangre fría el 27 de mayo de 1977 por los kurmis, una comunidad de pequeños propietarios agrícolas. ¿Por qué esta matanza? Once años después todavía no lo sabemos». Y yo agrego: ni se sabrá sin duda jamás y el crimen quedará impune. Ahora bien, esto sucedió en Belchi, un pueblo de 400 habitantes donde, a pesar de estar a sólo sesenta kilómetros de Patna, la capital del estado de Bihar, todavía se vive como hace dos mil años. ¿Y la policía? Ante todo, está corrompida y forma parte del «sistema». Además, es impotente; 20 policías, sin coche ni teléfono, ¿cómo pueden abarcar un radio de 20 kilómetros? Se podría minimizar el hecho y decir que esa matanza es algo excepcional. En realidad lo que es excepcional es que se haya sabido: la violencia es permanente y, en relación a los doscientos muertos «oficiales», ¿cuántos hay no registrados? A decir verdad los kurmis son una clase desfavorecida de pequeños propietarios. El kurmi posee como máximo dos hectáreas y cosecha, según el año, una tonelada de cereales, trigo y maíz, algunas legumbres y un poco de forraje para su búfalo. El mismo depende de los grandes propietarios, contra los que debe defenderse. Sin embargo, podrá alimentar a su mujer y a sus seis hijos, economizar algunas rupias para enviar a su hijo mayor a la escuela, comprar una bicicleta y dar una dote a su hija.
El pulgar que esclaviza El kurmi explota a los intocables sin piedad ni vergüenza. Sigo citando L'Express: «Los intocables se alquilan a los kurmis por un kilo (!) de cereal por día, arrancado a la tierra que trabajan. Nunca dinero en efectivo: el billete de 2 rupias (20 pesetas) que representa con frecuencia el magro salario cotidiano del trabajador agrícola, no tiene curso aquí. Cuando, a pesar de todo, se tiene necesidad de un préstamo --de 100 rupias, por ejemplo-- para el médico y las medicinas, la huella del pulgar en un trozo de papel como firma, y como no se puede devolver, el deudor se convierte en esclavo. De por vida.» La revista hubiera podido precisar que el salario mínimo legal es de 12 rupias, es decir alrededor del precio de un litro de gasolina en la India. Estos intocables reciben así la sexta parte del salario mínimo indio... Otra historia de «pulgar». La India, se dice, es la mayor democracia del mundo. Es verdad, si nos atenemos a la Constitución y a las elecciones que se organizan regularmente. En este caso «regularmente» quiere decir «a intervalos regulares». Si por «regularmente» se entendiera que las elecciones se realizan según las reglas, entonces sería un poco diferente... Según L'Express: «En algunos poblados, los habitantes no han visto ningún funcionario desde hace años. Y cuando van a la oficina electoral los días de elecciones, los persuaden de que ya han votado. Incluso cuando la ausencia de tinta en su pulgar derecho --prueba del voto, grabada por el sello del escrutador-- demuestra lo contrario. Si se rebelan y quieren hacer valer sus derechos de ciudadano, la policía, con un golpe de lathi (bastón largo) bien dado, pronto impone silencio a los revoltosos». Pero asegurémonos de que esos votos no se hayan perdido para todo el mundo... A falta de administración y sobre todo de una policía eficaz, ¿cómo proteger los bienes? Agrupándose. Entonces cada clase, cada comunidad religiosa, cada organización crea su propia milicia privada, llamada sena. Pues bien, los kurmis deben defenderse contra los abusos de los grandes propietarios, omnipotentes desde hace mucho tiempo, pero también contra los naxalitas. Y esto es lo que resulta explosivo. Durante milenios, los intocables han padecido su suerte poco envidiable sin poder reaccionar ni defenderse. Pero, en la Bengala vecina, hacia los años setenta, los activistas marxistas han hecho causa común con estos «condenados de la tierra». Una vez más cito L'Express: «Practicando acciones sorpresivas del tipo Robín Hood, con lo cual se ganan el reconocimiento de los desposeídos, el movimiento naxalita profesa el marxismo-leninismo. Su poderío es tal que, en numerosos poblados, aprovechando la pasividad del poder político y la corrupción de la administración y la policía, los naxalitas han instalado una verdadera administración paralela, con su policía y su justicia, frecuentemente brutales y expeditivas». No hay naxalitas en toda la India; pero, ¿qué pasaría si el movimiento se propagara? Seguro que la policía haría todo lo posible para reprimirlos, pero... Existe, pues, una situación conflictiva permanente entre todos esos grupos; de ahí el título de este capítulo: «Las castas, una mezcla explosiva». La suerte de los sudras Después de los intocables, veamos lo que Manú tiene reservado para los siervos, los sudras: «El Amo soberano no asigna al sudra más que un solo oficio, el de servir a las clases anteriores, sin despreciar sus méritos» (1,91). «El nombre de un brahmán, por la primera de las palabras de que está compuesto, expresa el favor propicio; el de un kshatryas, la potencia; el de un vaishya, la riqueza; el de un sudra, la abyección» (11,31). ^"«'Abyecto», clara, nítida, cínicamente, y el vedismo es sin duda la única religión del mundo que haya institucionalizado, como código moral, un racismo tan ultrajante. Y el sistema no es blando con los siervos; lo demuestra la severidad de los castigos previstos para ellos, ante los cuales el famoso «ojo por ojo, diente por diente» palidece:
«El miembro utilizado por un hombre de bajo nacimiento para golpear a un superior, debe ser mutilado; tal es la orden de Manú» (VIII, 279). «Si sólo ha levantado la mano o un palo ante un superior, la mano debe ser cortada; si en un movimiento de cólera le ha dado un golpe con el pie, que el pie sea cortado» (VIII, 280). «51 un hombre de clase baja decide colocarse junto a un hombre perteneciente a una clase más elevada, que sea marcado por debajo de la cadera y desterrado, o que el rey ordene que le hagan un tajo en las nalgas» (VIII, 281). «El sudra no está autorizado a leer los Vedas, el más sagrado de los libros religiosos. Si transgrede esta ley, que su lengua sea cortada, que le viertan plomo fundido en las orejas. Si ataca a un brahmán, que sea colgado. Por el contrario, si un brahmán mata a un sudra, este crimen es equivalente al de matar un gato, el pájaro chasha, una rana, un perro, un lagarto, una lechuza o un cuervo.» Observe el lector que los animales citados son todos de mal augurio, incuso los gatos, que los hindúes aborrecen porque «se alimentan con carne sanguinolenta» (Manú XII, 59). Sin embargo, ritualmente, los sudras están sometidos a muchos menos tabúes que los arios, los dwijas, los dos veces nacidos. Pueden comer lo que quieren, desplazarse como les parezca (dentro de ciertos límites, sin embargo), siempre que no molesten a los miembros de las otras varnas. Es verdad que, con ayuda del tiempo, en algunas regiones más tolerantes, los sudras fueron tratados algo menos duramente, y tuvieron incluso acceso a la propiedad, aunque esto, por lo demás, fue «corregido» por la institución altamente respetable del oficio de usurero, uno de los privilegios de los vaishyas, la tercera varna aria. Estos usureros se aprovechan de que el casamiento, incluso en la India de hoy, es una ceremonia ruinosa para los padres de la novia. Además de la pesada dote, el padre debe ofrecer regalos a toda la familia del yerno, sin hablar del coste de la boda, que dura varios días, durante los cuales centenares de invitados, más o menos de la familia, están de juerga. Es raro que la familia, incluso limpiando los fondos de los cajones, tenga dinero suficiente para hacer frente a estos gastos. No importa, el usurero se los prestará, pero a tasas tan altas (20, 30 ó 40%) que serán necesarios muchos años para pagar la deuda. Más de un indio paga todavía hoy, penosamente, las deudas contraídas por el casamiento de su... ¡abuela! Nayar y nambudiri Las relaciones entre los sudras, que son en general de origen dravídico, y los miembros de las otras jtis son complejas y varían de una región a otra. A título de ejemplo, propongo interesarnos por las relaciones entre los nambudiri y los nayar, descendientes de las poblaciones dravídicas que huyeron hacia el sur ante el avance ario y que se refugiaron en Malabar, en la costa entre Goa y el Cabo Comorin, donde siguen vivas sus antiguas tradiciones. Después de consolidarse en el noroeste de la India, la arianización ganó poco a poco el sur, donde todavía prosigue en nuestros días encontrando siempre resistencia. La prueba: una ley reciente ha prohibido oficialmente el matriarcado en toda la India, pero una bailarina india originaria del Kerala me dijo que allí esa ley se ignoraba, que las costumbres milenarias eran demasiado fuertes. Los nayar fueron esclavizados por los nambudiri, que dicen ser de raza aria pura. P. Thomas, que vivió mucho tiempo en la región, describe la situación local, que resume todo el problema de las relaciones entre los sudras y las otras clases. La vida, dice, se organiza allí de una manera asombrosa, pero lógica desde el punto de vista racista ario, para el cual el colmo del escándalo es la Rassenschande, la «contaminación» racial. Como esta contaminación sólo puede entrar por el vientre de la mujer, hay que prevenir todo contacto entre una aria y un no ario. El método es eficaz: «Las mujeres nambudiri son guardadas
muy celosamente. Les está prohibido salir solas o hablar con ningún hombre excepto su marido. En la pubertad una jovencita no tiene ni siquiera el derecho de hablar con su padre o sus hermanos. Dentro de lo posible, la mujer nambudiri permanece encerrada en casa». Como no es posible secuestrarlas en vida, cuando salen debe ser en grupo y precedidas por una escolta de mujeres nayar. Cada mujer nambudiri lleva una enorme sombrilla de hojas de palma que, girada hacia un lado, la oculta desde las rodillas hasta la cabeza. Las mujeres nayar van adelante y apartan a todos los hombres que avanzan en sentido inverso, increpando incluso a los indecisos. J. Thomas ha observado, a respetuosa distancia, «esas procesiones de jóvenes nambudiri, desnudas hasta la cintura, balanceando su sombrilla con destreza de un lado a otro y girando su cuello elástico cargado de joyas de oro, para echar de paso una rápida mirada al maravilloso mundo exterior y a los hombres, más maravillosos todavía, que las observan desde lejos». Se toman todas las precauciones para que quede excluida una relación sexual con cualquier otro hombre que no sea el marido. ¡Pero la situación inversa no se produce! La costumbre quiere que sólo el hijo mayor tenga derecho a casarse y por tanto a tener hijos de una mujer nambudiri. Está claro que ellas deben compartir estos hijos mayores, por lo que hay un verdadero tráfico de matrimonios. El hijo mayor reúne mucho dinero: se casa con un respetable número de muchachas de su raza, recibiendo cada vez una confortable dote. ¿Desdichados los menores? De ningún modo. Si bien les está prohibido casarse, o incluso acostarse con una mujer de su raza, tienen agradables compensaciones. En efecto, mientras que las nambudiri enclaustradas son apagadas y aburridas, las nayar, como todas las dravídicas, son libres, están llenas de encanto y de vivacidad, y por tanto son atractivas. Si bien los hijos menores nambudiri no tienen derecho a casarse con ellas, pueden acostarse con tantas muchachas nayar como les venga en gana. Y así tienen todas las ventajas de su sexo sin los inconvenientes, es decir, la carga y la preocupación de criar una numerosa familia. Después de haber pasado la noche con una nayar, vuelven alegres a casa dé sus padres. Como purificación basta un baño. ¿Y los hijos? No hay problema: mamá nayar cuidará de ellos. No heredarán ni el nombre, ni los bienes, ni la clase del padre; serán su-dras, como mamá, ¡y su padre nambudiri los tratará como siervos! Las relaciones entre los varones de ambas clases son muy diferentes y características de la situación de los sudras en general. Así, un nayar, cuando se dirige a un nambudiri, se queda a una distancia respetuosa, se quita la parte superior de la vestimenta y la sostiene bajo el brazo. Hablando de su propia choza, dirá «mi casucha», mientras que la del nambudiri será siempre «el palacio». El nayar debe taparse la boca cuando habla con un brahmán nambudiri, pues si lo tocara con una partícula de saliva, el brahmán debería purificarse mediante el ayuno. Trata al brahmán como a un dios viviente y él mismo se califica de esclavo. Esta costumbre es respetada aún hoy por los nayar que están al servicio de un brahmán. Sin embargo, bajo la influencia de la modernidad, especialmente fuerte en esta región, otros se muestran, por el contrario, muy arrogantes con los brahmanes. ¡Pero esto no es todo! En este mismo territorio viven también fuera-de-casta, los ulladahs, a quienes los nayar desprecian porque son intocables... «Un ulladah no es "mirable" para un nambudiri, es "inabordable" para todos los demás, tampoco puede entrar en los poblados... Todo ario nambudiri que se desplaza va siempre precedido de un servidor nayar que grita desaforadamente "ha-ha" para apartar a los intocables. Cuando éstos levantan cercados o trabajan en el poblado, deben señalar obligatoriamente su presencia "contaminante" colocando, de uno y otro lado, a sesenta pasos, una señal construida por lo general con unas ramas verdes sostenidas por una piedra.»
Los defensores inesperados del sistema La lógica hubiera sido que los oprimidos saludaran con entusiasmo la abolición oficial del sistema de las varnas, pero no fue así, y la causa es la doctrina de la reencarnación y del karma, que todos los indios admiten. Poco importa saber si los drávidas y los autóctonos creían en la reencarnación antes de la invasión, aria; lo esencial es la explotación genial que los anos hicieron de esa doctrina para que las propias víctimas aceptaran e incluso defendieran su sistema. El sistema funciona en dos tiempos. Primero, se hace que los sudras acepten que si son siervos en esta vida es a causa de un mal karma, es decir que expían en esta vida faltas cometidas en una vida anterior. Luego --y aquí está el toque de genio-- se les promete que si cumplen bien su dharma servil actual, en su vida futura renacerán en una clase superior. Entonces la supresión de las varnas los frustra: ¡después de haber expiado la mitad o más de sus culpas, ahora se les impide renacer como kshatryas o brahmanes! En resumen, es como si los afrikaaners hubieran hecho que los negros aceptaran que están expiando faltas pasadas y que en su próxima vida renacerán como blancos. Entre paréntesis, hay otro error que el sistema ario no ha cometido. En efecto, los blancos del África del Sur han reunido a los negros en inmensas ciudades-campamento que favorecen la emergencia de un fuerte psiquismo colectivo y que escapan fácilmente al control, permitiendo que los negros se organicen. El brahmanismo, por el contrario, ha fraccionado a las poblaciones serviles en multitud de subcastas que se desprecian mutuamente y, precaución suplementaria, en pequeñas comunidades que es mucho más fácil controlar y dominar, mediante lo cual el sistema se mantiene desde hace 3.500 años. Mucho menos numerosos que los sudras, que junto con los intocables forman la masa del pueblo indio, los vaishyas son, sin embargo, la parte numéricamente más fuerte de las tres varnas «superiores», es decir, arias. La explotación total Respecto de los vaishyas, Manú es muy claro: «Cuando el Señor de todas las criaturas creó los animales, los confió al vaishya» (IX, 324). «El vaishya cría el ganado, ofrece dones y sacrificios, estudia los Vedas, comercia, presta dinero y cultiva la tierra» (1,92). «Debe saber cómo sembrar el grano, evaluar las buenas o malas cualidades de las tierras y conocer perfectamente todas las medidas y los pesos» (IX.330). «Sabrá evaluar correctamente los valores respectivos de las piedras preciosas, las perlas, el coral, los metales, los tejidos, los perfumes y las especias» (IX, 329). Cuando algunos autores pretenden que los vaishyas cultivan la tierra se trata como máximo de una figura estilística. De hecho, poseen la tierra y hacen que sus siervos la cultiven; estaría por debajo de su dignidad ensuciarse las manos en la gleba. Pero, si la India explota un día, ellos serán la causa más directa y, sin duda, las primeras víctimas. Cuando escribo «grandes» propietarios terratenientes, es en los dos sentidos: ricos y panzones. Explotan sin ningún escrúpulo la mano de obra servil haciendo trabajar duramente tanto a las mujeres como a los hombres, bajo un sol de plomo, pagándoles sólo la cuarta o la quinta parte del salario mínimo legal. Saben que ningún siervo protestará, en primer lugar porque son analfabetos e ignoran sus derechos, y luego porque quien se atreviera a hacerlo sería despedido inmediatamente, sin ninguna esperanza de encontrar trabajo en otra, parte, pues todos los propietarios están en connivencia. No trabajar es morirse de hambre. No hay seguridad social, no hay subsidio de paro ni primas por los hijos; casi lo contrario, pues se quiere limitar los nacimientos. Entonces, ¿hay que
quejarse a la policía? Ni soñarlo. El siervo sabe que se encontraría ante otro ario, y que, por ese solo hecho, su queja no tendría ninguna posibilidad de ser escuchada. La única alternativa es aguantar para sobrevivir. Todo inicio de revuelta sería inmediatamente aplastado. Cada propietario tiene sus guardaespaldas privados y armados; si un dirigente se pusiera en evidencia, al día siguiente recibiría una paliza. Si recomenzara, sería golpeado hasta la muerte. Increíble: aún hay en la India millones de esclavos, los halvas, atados de por vida a sus amos, que les dan lo justo para que no mueran de hambre. Aquí, literalmente, el hombre explota al hombre y más que si se tratara de un animal. A propósito de atrocidades, ten^ copias en vídeo de entrevistas a grandes propietarios indios, hechas por la BBC, que lo dicen implícitamente. Así, a la pregunta del periodista: «¿Hay atrocidades?», el propietario interrogado respondió cándidamente: «No, no aquí». A la pregunta: «Cuando sale usted a inspeccionar los campos, ¿va armado?, contestó: «No, yo no tengo necesidad»... Pero las cosas cambian y se estropean. Además de los naxalitas citados anteriormente, los oprimidos toman conciencia de su fuerza y comienzan a servirse de ella. Un hecho nuevo: la prensa relata expediciones punitivas contra propietarios o contra un poblado de brahmanes, junto con matanzas que antes sólo se producían en el sentido inverso. Así la tensión aumenta peligrosamente. Pero el vaishya practica también la usura, actividad reconocida y honorable, cuyo papel social es importante como medio de servidumbre comprobado. Los intereses aumentan a medida que se desciende en la escala social: allí donde el brahmán paga el 15%, el siervo pagará el 40% o más. En cuanto a los comerciantes, que se llaman banias o chettiares, son todos vaishyas. El bania llega a su negocio a las 8 de la mañana y no lo abandona hasta las 9 de la noche. ¿Horario de forzado? Juzgue el lector: el bania pasa todo ese tiempo recostado en cojines que sólo deja para hacer sus necesidades. El resto del tiempo conversa, secándose de cuando en cuando la frente cuando hace demasiado calor, y bebe muchas tazas de chai (té muy azucarado). Por ello se vuelve obeso, lo que es muy respetable, hasta el punto de ser incapaz de andar a pie. Otros vaishyas se convierten en riquísimos industriales y son ellos los que mueven la industria pesada india. Generosos (sólo con los brahmanes, se entiende), también son ellos, en su mayor parte banias, los que hacen construir y mantener los templos, con lo cual tendrán la bendición de los brahmanes y un lugar asegurado en el paraíso indio, o una reencarnación más favorable todavía. Por supuesto que todo esto es muy esquemático, casi caricaturesco, pero a veces una buena caricatura es más fiel que un buen retrato... Ni siquiera un gran volumen podría explicar verdaderamente la realidad de las castas en el conjunto del inmenso sub-continente indio. No, no todos los vaishyas son sin excepción grandes propietarios terratenientes. Incluso hay regiones de la India donde los vaishyas tienen un status social cercano al de los siervos y viceversa, y los brahmanes locales les discuten con frecuencia el derecho a llevar el cordón sagrado de los «dos veces nacidos». Sin embargo, la situación descrita anteriormente es real, actual y casi general. Se dirá también que los grandes propietarios terratenientes de los países de América del Sur hacen lo mismo, aunque sin sistema de castas. Pero, ¿quiénes son esos explotadores, sino los descendientes de los conquistadores que, al igual que en la India, aniquilaron las civilizaciones existentes para esclavizar a la población local? Allí también se cometieron iniquidades y atrocidades que provienen de la misma filosofía del robo que caracteriza el sistema patriarcal. Allí también la tensión crece y los riesgos de explosión son bien reales. He aquí el botín La India de los maharajás, la clase de los guerreros, se basa en el robo institucionalizado. Los guerreros védicos oraban así a los dioses: «Que con nuestro arco podamos conquistar el ganado del enemigo, que podamos salir victoriosos de la batalla» (Rig-Veda VI,75). En esto seguían la lógica
de los pastores nómadas, para quienes en ganado era la única riqueza, hasta el punto de ser su unidad monetaria. Entonces, para enriquecerse rápido, la receta es sencilla: robar los animales de otro. Seguramente los agredidos se defienden, y hay que librar la «batalla del ganado», después de lo cual los vencedores añaden el ganado de los vencidos a su propio ganado y aumentan así su capital. Por otra parte, aquí la etimología nos da apoyo: cheptel (ganado) y capital derivan los dos del latín caput, cabeza. ¡Literalmente, su ganado (cheptel) era su capital ambulante! Ernest Borneman, en su excelente obra Le Patriarcat, p. 181, escribe: «A partir del robo de los animales, estos pueblos se acostumbraron a la idea del robo de otras riquezas. El patriarcado no es, pues, solamente un sistema de descendencia... es también una ideología del robo, una legitimación del saqueo disfrazado de moral, una glorificación del ataque armado y del acaparamiento de los bienes del prójimo. Si se quiere comprender el patriarcado, no hay que olvidar jamás que tiene sus raíces en el robo». En el Rig-Veda, Manú codifica ese pillaje disfrazado de moral: «Los carros y sus caballos, los elefantes, la plata, el trigo, el ganado, las mujeres y todas las demás mercancías comerciables, así como los metales comunes, pertenecen a quien se los ha quitado a su propietario» (VII, 97). «El Veda dice que los guerreros darán una parte selecta del botín al rey; lo que no ha sido conquistado (individualmente) debe ser distribuido por el rey y repartido entre todos los guerreros» (VII, 98). Observemos, de paso, que las mujeres formaban parte del botín al mismo nivel que las mercancías comerciables, y que Manú lleva su «galantería» hasta el punto de ponerlas después de los carros, de los caballos ¡e incluso del ganado! Esta misma ideología es la que ha guiado y continúa guiando a todos los regímenes patriarcales conquistadores: el colonialismo ha sido su expresión moderna, y el saqueo sin escrúpulos de la naturaleza es otra de sus facetas. Manú confirma: «Así queda proclamada la ley primordial e irreprochable de los guerreros: un kshatrya no debe desistir cuando golpea a su enemigo en la batalla. »Con su ejército, que él (el rey) se esfuerce por conquistar lo que todavía no ha ganado; lo que ha ganado, que lo conserve cuidadosamente; que se ocupe luego de acrecentar lo que ha conservado, y lo que así ha acrecentado que lo utilice para gratificar a los que son dignos de ello» (VII,98,99). Los más dignos eran, sin duda, los brahmanes... Con esta clave se comprenden todas las guerras de conquista en todo el mundo, incluso los conflictos feudales en la India, cuyo objetivo, confesado o no, es el saqueo y el acaparamiento ilimitado de bienes materiales, sobre todo del prójimo. Manú proclama también un código de caballería muy estricto. El combate debe ser fair play y se perdona a un enemigo que suplica, no se remata a un herido y el guerrero no retrocede jamás: «Los reyes que, para matarse mutuamente, se baten con un esfuerzo extremo y no retroceden, irán al cielo» (VII,89). En la evolución hacia el sistema de castas en la India, los rajas y los brahmanes tienen en común la pretensión de ser de sangre azul, por tanto los únicos verdaderos y puros arios de raza, lo cual es falso. En primer lugar (véase el capítulo «La impostura aria») la supuesta raza aria pura es un mito y, en todo caso, nada permite proclamarla superior. No eran pues «raza pura» cuando entraron en la India y luego, después de las guerras de conquista, los reyezuelos locales no arios, que se habían aliado a los conquistadores, fueron debidamente arianizados por medio de una ofrenda conveniente a cualquier brahmán complaciente y una «purificación» para cumplir. Siempre a propósito de raza, los guerreros rajputas, que se cuentan entre los más salvajes y temibles de la India, se proclaman de la más pura sangre azul y afirman descender en línea directa de los más antiguos clanes reales. Esta pretensión es una impostura suplementaria. De hecho, descienden de los hunos, de los Gurjara y de otras tribus del Asia
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