En un día normal dices «me voy», o por lo menos lo piensas, incontables veces. Te vas al trabajo, te vas a casa, vas al baño, vas al bar, te vas a la cama, te vas a la ducha, vas al supermercado, vas a bailar, te vas de vacaciones, te vas a pique, te vas a beber, vas a vomitar, te vas un rato, te vas para siempre. Irse de un sitio es, en cierto sentido, una forma de dimisión, muy sutil. Renuncias a lo que estás haciendo para hacer otra cosa, en otro sitio, o para no hacer nada. Una existencia común, en un día corriente, está repleta de pequeñas dimisiones de este tipo. La vida es una inacabable suma de me voys, con los que saltas de un asunto a otro y a otro y otro. Creo que por eso se hace tan incomprensible y antinatural que los políticos no quieran irse de su cargos cuando la pifian. Es un caso único. Quizá tenga que ver con el hecho de que te digan que te vayas antes de que tú lo hagas por propia voluntad. En ese instante es como si el sentido de la vida cambiase y ya no se resumiese en un «me voy», sino en un «me quedo».
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