El amor es cultural y evoluciona.
Esta afirmación hace referencia al cambio que, en el tiempo, ha tenido el concepto del amor por ser este un constructo absolutamente cultural, condición que le obliga no solo a cambiar según la época, sino también según el lugar del planeta en el que nos encontremos. Cada lugar y cada tiempo puso, pone y pondrá condiciones a esta experiencia tan compleja del amar y ser amado.
Espero que usted no sea de aquellos que, habitando en la parte del mundo donde se encuentre, están pretendiendo ser amados como si vivieran en otro lugar del mundo, o como si estuvieran en otra época histórica, pues recuerde que allí y solo allí, fue posible amar de esa manera por el inmenso legado histórico y cultural que les significó a esos pueblos su historia y sus precedentes —que obviamente no son los nuestros—. Lo que sucede es que la mayoría de los seres humanos sufrimos de una extraña tentación de sentirnos únicos y exclusivos, y esto creemos que lo podemos lograr mediante las excentricidades y las conductas o gustos algo «exóticos» que algunos se pretenden dar.
Esto no está mal, solo recuerde que cada deseo que tenemos entraña sus propios costos, y no me refiero solamente a lo económico, que venido al caso sería lo de menor valor, sino a lo emocional, que podría llegar hasta la exclusión y la evitación social. Pero las diferencias sustanciales, que el término amor alcanza a desarrollar, no solo suceden entre los lejanos continentes, ¡nada que ver! Incluso en los más cercanos territorios de una misma nación y de un mismo estado pueden evidenciarse dichos cambios. Tomaré ahora como referencia mi país —por respeto a los lecto res de otros lugares y sus países que poco conozco—.
En Colombia es fácil notar las marcadas diferencias que puede haber a nivel cultural entre los nativos de las zonas costeras y del interior del país, costumbres que se expresan en su idiosincrasia y en los modos cómo se relacionan entre ellos; al amor también le aplican esos cambios.
Así, por ejemplo, el marcado machismo que aún hoy perdura en nuestra sociedad se siente con más fuerza en unas zonas que en otras, lo que les da unas características a las relaciones de pareja que las diferencia sustancialmente. Basta con leer algunas de las majestuosas obras literarias, como Del amor y otros demonios, Cien años de Soledad, El coronel no tiene quien le escriba, etcétera, de nuestro insigne Gabriel García Márquez para que pueda leer entre líneas aquello a lo que me refiero.
Por otro lado, en algunas comunidades indígenas, que aún hoy sobreviven al creciente fenómeno de la globalización, podemos notar que persiste la práctica de que un hombre pueda tener varias esposas según sea su capacidad de «sostener» económicamente su hogar. Claro está que este privilegio no es solo propiedad de las comunidades indígenas, en muchas otras partes también se practica, aunque se haga de manera clandestina. Podemos también observar notorias diferencias al interior de una misma zona del país.
En el departamento de Antioquia —del que soy oriundo— podemos encontrar vastas zonas que refieren historia, cultura y comportamientos tan variados como su misma topografía, y, en cada una de ellas, encontrar elementos culturales que las hacen únicas y diferenciadas. El carácter diferenciador, que a nivel cultural e histórico ha tenido el término amor, nos sirve de fundamento para confrontar uno de los más grandes mitos sobre el tema, a saber, su carácter inmutable. Hemos oído decir que el amor es inmutable. ¿Todavía se atreve a creer eso? ¿Acaso qué es lo que hemos hablado, si decimos que no cambia, cuando todo lo dicho en esta introducción es tan sencillo de ser comprobado?
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