Locución: Manuel López Castilleja
Fondo musical: Hielo Maravilloso I", de Green Planet Studio
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El chico descendió del caballo, dijo algo y se marchó corriendo. Antes de desaparecer entre los árboles se dio la vuelta y por un momento permaneció allí, buscando un ademán para decir que había sido un viaje bellísimo.
—Ha sido un viaje bellísimo —le gritó Hervé Joncour.
Durante todo el día Hervé Joncour siguió, de lejos, a la caravana. Cuando la vio detenerse para pasar la noche, continuó por el camino hasta que le salieron al encuentro dos hombres armados que le cogieron el caballo y el equipaje y le condujeron a una tienda. Esperó largo rato, después llegó Hara Kei. No hizo ningún gesto de saludo. Ni siquiera se sentó.
—¿Cómo habéis llegado hasta aquí, francés?
Hervé Joncour no contestó.
—Os he preguntado quién os ha traído hasta aquí.
Silencio.
—Aquí no hay nada para vos. Sólo hay guerra. Y no es vuestra guerra. Marchaos.
Hervé Joncour sacó una pequeña bolsa de piel, la abrió y la vació en el suelo. Limaduras de oro.
—La guerra es un juego caro. Vos tenéis necesidad de mí. Y yo tengo necesidad de vos.
Hara Kei no miró siquiera el oro disperso por el suelo. Se dio la vuelta y se marchó.
Hervé Joncour pasó la noche en un extremo del campamento. Nadie le habló, nadie parecía verle. Todos dormían en el suelo, junto a las hogueras. Sólo había dos tiendas. Junto a una de ellas, Hervé Joncour vio el palanquín, vacío; suspendidas de las cuatro esquinas había unas pequeñas jaulas: pájaros. De los barrotes de las jaulas pendían minúsculas campanitas de oro. Sonaban, ligeras, en la brisa de la noche.
Cuando despertó, vio que en torno a él la aldea estaba a punto de ponerse en marcha. Las tiendas ya no estaban. El palanquín permanecía todavía allí, abierto. La gente subía a los carros, silenciosa. Se levantó y miró a su alrededor largo rato, pero los únicos ojos que se cruzaban con los suyos eran de sesgo oriental, y se inclinaban enseguida. Vio hombres armados y niños que no lloraban. Vio los rostros mudos que tiene la gente cuando es gente que huye. Y vio un árbol al borde del camino. Y colgado de una rama, ahorcado, al chico que le había conducido hasta allí.
Hervé Joncour se acercó y durante unos instantes permaneció mirándole, como hipnotizado. Después desató la cuerda atada al árbol, recogió el cuerpo del chico, lo depositó en el suelo y se arrodilló a su lado. No conseguía apartar los ojos de aquel rostro. De este modo, no vio que la aldea se ponía en marcha, sino que alcanzó a oír solamente, como lejano, el bullicio de aquella procesión que desfilaba rozándole por el camino. Ni siquiera levantó la vista cuando oyó la voz de Hara Kei, a un paso de él, que decía
—El Japón es un país antiguo, ¿sabéis? Sus leyes son antiguas: dicen que hay doce crímenes por los que es lícito condenar a muerte a un hombre. Y uno de ellos es llevar un mensaje de amor de la propia ama.
Hervé Joncour no apartó los ojos del chico asesinado.
—No llevaba mensajes de amor consigo.
—Él era un mensaje de amor.
Hervé Joncour notó cómo algo le presionaba la cabeza y le obligaba a inclinarla hacia el suelo.
—Es un fusil, francés. No levantéis la vista, os lo ruego.
Hervé Joncour tardó en comprender. Después oyó, en el murmullo de aquella procesión que huía, el sonido dorado de miles de minúsculas campanillas que se acercaba, poco a poco, avanzaba por el camino hacia él, paso a paso, y aunque en sus ojos no hubiera más que aquella tierra oscura, podía imaginar el palanquín, balanceándose como un péndulo, y casi verlo recorrer el camino metro tras metro, acercándose, lenta pero implacablemente, llevado por aquel sonido, que se hacía cada vez más fuerte, intolerablemente fuerte, siempre más cerca, tan cerca que podía rozarlo, un dorado estruendo, justo delante de él, ahora sí, exactamente delante de él —en aquel momento— aquella mujer —delante de él.
Hervé Joncour levantó la cabeza.
Telas maravillosas, seda, todas alrededor del palanquín, miles de colores, naranja, blanco, ocre, plateado, ni una ranura en aquel nido maravilloso, sólo el susurro de aquellos colores ondulando en el aire, impenetrables, más ligeros que la nada.
Hervé Joncour no sintió que ninguna explosión deshiciera su vida. Sintió cómo aquel sonido se alejaba, que el cañón del fusil se separaba de él y la voz de Hara Kei que decía despacio
—Marchaos, francés. Y no volváis nunca más.
Solamente silencio a lo largo del camino. El cuerpo de un chico en el suelo. Un hombre arrodillado. Hasta las últimas luces del día.
Hervé Joncour tardó once días en llegar hasta Yokohama. Sobornó a un funcionario japonés y se procuró dieciséis cartones de huevos de gusanos, provenientes del sur de la isla. Los envolvió en paños de seda y los selló en cuatro cajas de madera redondas. Encontró un pasaje para el continente y a primeros de marzo llegó a la costa rusa. Escogió la ruta más septentrional, intentando que el frío protegiera la vida de los huevos y alargara el tiempo que quedaba antes de que se abriesen. Atravesó a marchas forzadas cuatro mil kilómetros de Siberia, cruzó los Urales y llegó a San Petersburgo. Compró a peso de oro quintales de hielo y los embarcó junto a los huevos en la bodega de un barco mercante que se dirigía a Hamburgo. Tardó seis días en llegar. Descargó las cuatro cajas de madera redondas y subió a un tren que se dirigía hacia el sur. Tras once horas de viaje, justo a la salida de un pueblo que se llamaba Eberfeld, el tren se detuvo para repostar agua. Hervé Joncour miró a su alrededor. El sol estival caía a plomo sobre los campos de trigo y sobre el mundo entero. Sentado frente a él había un comerciante ruso: se había quitado los zapatos y se abanicaba con la última página de un periódico escrito en alemán. Hervé Joncour lo miró fijamente. Vio las manchas de sudor en su camisa y las gotas que le perlaban la frente y el cuello. El ruso dijo algo, riendo. Hervé Joncour le sonrió, se levantó, cogió su equipaje y bajó del tren. Lo recorrió hasta el último vagón, un furgón de mercancías que transportaba, conservados en hielo, pescado y carne. De él caía agua como de un cubo acribillado por miles de proyectiles. Abrió la portezuela, subió al vagón y recogió, una tras otra, sus cajas de madera redondas, las sacó fuera y las depositó en el suelo, al lado del andén. Después cerró la portezuela y esperó. Cuando el tren estuvo listo para partir le gritaron que se diera prisa y subiera. Él respondió sacudiendo la cabeza y esbozando un gesto de despedida. Vio cómo se alejaba el tren y a continuación desaparecía. Esperó hasta que no se oyó el más mínimo rumor. Después se inclinó sobre una de las cajas de madera, quitó los sellos y la abrió. Hizo lo mismo con las otras tres. Lentamente, con cuidado.
Millones de larvas. Muertas. Era el 6 de mayo de 1865.
Hervé Joncour entró en Lavilledieu nueve días más tarde. Su mujer, Hélène, vio desde lejos la carroza que subía por el paseo arbolado de la villa. Se dijo que no debía llorar y que no debía huir.
Bajó hasta la puerta de entrada, la abrió y se detuvo en el umbral.
Cuando Hervé Joncour llegó hasta ella, sonrió. Él, abrazándola, le dijo en voz baja
—Quédate conmigo, te lo ruego.
Durante la noche permanecieron despiertos hasta tarde, sentados en el césped de delante de su casa, uno junto a otro. Hélène le habló de Lavilledieu y de todos aquellos meses pasados esperándole, y de los últimos días, horribles.
—Tú estabas muerto.
Dijo.
—Y no quedaba ya nada hermoso en el mundo.
En las granjas, en Lavilledieu, la gente miraba las moreras, cargadas de flores, y veía su propia ruina. Baldabiou había encontrado algunas partidas de huevos, pero las larvas morían apenas salían a la luz. La tosca seda que se consiguió extraer de las pocas supervivientes apenas llegaba para dar trabajo a dos de las siete hilanderías del pueblo.
—¿Tienes alguna idea? —preguntó Baldabiou.
—Una —respondió Hervé Joncour.
Al día siguiente comunicó que haría construir, durante aquellos meses de verano, el parque de su villa. Contrató a hombres y mujeres del pueblo a decenas. Desboscaron la colina y redondearon su perfil, haciendo más suave la pendiente que conducía al valle. Con árboles y setos diseñaron en la tierra laberintos leves y transparentes. Con flores de todas clases construyeron jardines que se abrían como claros, por sorpresa, en el corazón de pequeños bosques de abedules. Trajeron el agua desde el río y la hicieron descender, de fuente en fuente, hasta el extremo occidental del parque, donde se recogía en un pequeño lago, rodeado de prados. Al sur, en medio de los limoneros y los olivos, construyeron una gran pajarera de madera y hierro: parecía un bordado suspendido en el aire.
Trabajaron durante cuatro meses. A finales de septiembre el parque estaba listo. Nadie en Lavilledieu había visto nunca nada semejante. Se decía que Hervé Joncour se había gastado todo su capital. Se decía también que había vuelto distinto, enfermo quizá, del Japón. Se decía que había vendido los huevos a los italianos y ahora poseía un patrimonio en oro que le estaba aguardando en los bancos de París. Se decía que si no hubiera sido por el parque habrían muerto de hambre aquel año. Se decía que era un estafador. Se decía que era un santo. Había quien decía: Tiene algo dentro, una suerte de infelicidad.
Lo único que Hervé Joncour dijo de su viaje fue que los huevos se habían abierto en un pueblo cercano a Colonia, y que ese pueblo se llamaba Eberfeld.
Cuatro meses y trece días después de su regreso, Baldabiou se sentó frente a él, a orillas del lago, en el extremo occidental del parque, y le dijo
—Total, a alguien tendrás que contarle, antes o después, la verdad.
Lo dijo despacio, con fatiga, porque nunca había creído que la verdad sirviera para nada.
Hervé Joncour levantó la vista hacia el parque.
A su alrededor campeaba el otoño y una luz falsa.
—La primera vez que vi a Hara Kei llevaba una túnica oscura, estaba sentado con las piernas cruzadas, inmóvil, a un lado de la habitación. Reclinada junto a él, con la cabeza apoyada en su regazo, había una mujer. Sus ojos no tenían sesgo oriental, y su rostro era el rostro de una muchacha.
Baldabiou siguió escuchando, en silencio, hasta el final, hasta el tren de Eberfeld.
No pensaba en nada.
Escuchaba.
Le hizo daño oír, al final, cómo Hervé Joncour decía en voz baja
—Ni siquiera llegué a oír nunca su voz.
Y al cabo de un momento
—Es un dolor extraño.
En voz baja.
—Morir de nostalgia por algo que no vivirás nunca.
Recorrieron el parque caminando uno junto al otro. Lo único que Baldabiou dijo fue
—Pero ¿por qué diablos hace este maldito frío?
Dijo, una vez.
A principios del nuevo año —1886— el Japón declaró oficialmente lícita la exportación de huevos de gusanos de seda.
En el decenio siguiente Francia sola llegaría a importar huevos japoneses por valor de diez millones de francos.
A partir de 1869, por lo demás, con la apertura del canal de Suez, llegar al Japón no comportaría más de veinte días de viaje. Y volver, poco menos de veinte.
La seda artificial sería patentada, en 1884, por un francés que se llamaba Chardonnet.
Seis meses después de su regreso a Lavilledieu, Hervé Joncour recibió por correo un sobre color mostaza. Cuando lo abrió halló siete hojas de papel cubiertas por una densa y geométrica escritura: tinta negra, ideogramas japoneses. Aparte del nombre y la dirección, en el sobre no había una sola palabra escrita en caracteres occidentales. Por los sellos, la carta parecía provenir de Ostende.
Hervé Joncour la hojeó y la observó largo rato. Parecía un catálogo de huellas de pequeños pájaros, compilado con meticulosa locura. Era sorprendente pensar que, por el contrario, eran signos, es decir, cenizas de una voz quemada.
Durante días y días, Hervé Joncour llevó la carta consigo, doblada por la mitad, metida en el bolsillo. Si se cambiaba de traje, la traspasaba al nuevo. No la abría nunca para mirarla. De vez en cuando la sostenía en la mano, mientras hablaba con un aparcero o esperaba que llegara la hora de cenar sentado en la galería. Una noche empezó a observarla a contraluz en la lámpara de su despacho. En transparencia, las huellas de los minúsculos pájaros hablaban con voz desenfocada. Decían algo absolutamente insignificante o algo capaz de desquiciar una vida: no era posible saberlo, y eso le gustaba a Hervé Joncour. Oyó que Hélène venía. Dejó la carta sobre la mesa. Ella se acercó y, como todas las noches, antes de retirarse a su habitación hizo ademán de besarlo. Cuando se inclinó hacia él, el camisón se le entreabrió apenas, a la altura del pecho. Hervé Joncour vio que no llevaba nada debajo, y que sus senos eran pequeños y blancos como los de una muchacha.
Durante cuatro días siguió con su vida habitual, sin alterar en nada los prudentes ritos de sus jornadas. La mañana del quinto día se puso un elegante traje gris y partió para Nîmes. Dijo que volvería antes de anochecer.
En la rue Moscat, en el 12, todo estaba igual que tres años antes. La fiesta no había acabado todavía. Las chicas eran todas jóvenes y francesas. El pianista tocaba, en sordina, motivos que tenían un aire ruso. Tal vez fuera la vejez, tal vez algún cobarde dolor: al final de cada pieza no se pasaba ya la mano derecha por los cabellos ni murmuraba, en voz baja,
—Voilà.
Permanecía mudo, mirándose desconcertado las manos.
Madame Blanche le recibió sin decir una palabra. El cabello negro, reluciente, el rostro oriental, perfecto. Pequeñas flores azules en los dedos, como si fueran anillos. Un vestido largo, blanco, casi transparente. Los pies desnudos.
Hervé Joncour se sentó frente a ella. Sacó de un bolsillo la carta.
—¿Os acordáis de mí?
Madame Blanche asintió con un milimétrico gesto de la cabeza.
—Os necesito otra vez.
Le tendió la carta. Ella no tenía ninguna razón para hacerlo, pero la cogió y la abrió. Miró las siete hojas, una a una, después levantó la vista hacia Hervé Joncour.
—Yo no amo esta lengua, monsieur. Quiero olvidarla, y quiero olvidar aquella tierra, y mi vida allí, y todo.
Hervé Joncour permaneció inmóvil, con las manos aferradas a los brazos del sillón.
—Voy a leer por vos esta carta. Lo haré. Y no quiero dinero. Pero quiero una promesa: no volváis jamás a pedirme esto.
—Os lo prometo, madame.
Ella le miró fijamente a los ojos. Después bajó la vista hacia la primera página de la carta, papel de arroz, tinta negra.
—Amado señor mío
Dijo
—no tengas miedo, no te muevas, permanece en silencio, nadie nos verá.
Sigue así, quiero mirarte, yo te he mirado mucho, pero no eras para mí, ahora eres para mí, no te acerques, te lo ruego, quédate donde estás, tenemos una noche para nosotros, y yo quiero mirarte, nunca te he visto así, tu cuerpo para mí, tu piel, cierra los ojos, y acaríciate, te lo ruego,
dijo Madame Blanche, Hervé Joncour escuchaba,
no abras los ojos si te es posible, y acaríciate, son tan hermosas tus manos, he soñado con ellas tantas veces, ahora las quiero ver, me gusta verlas sobre tu piel, así, te lo ruego, continúa, no abras los ojos, yo estoy aquí, nadie nos puede ver y yo estoy cerca de ti, acaríciate, amado señor mío, acaricia tu sexo, te lo ruego, despacio,
ella se detuvo. Continuad, os lo ruego, dijo él,
es hermosa tu mano en tu sexo, no te detengas, a mí me gusta mirarla y mirarte, amado señor mío, no abras los ojos, todavía no, no debes tener miedo, estoy cerca de ti, ¿me sientes?, estoy aquí, te puedo rozar, esto es seda, ¿la sientes?, es la seda de mi vestido, no abras los ojos y tendrás mi piel,
dijo ella, leía despacio, con una voz de mujer niña,
tendrás mis labios, cuando te toque por primera vez será con mis labios, tú no sabrás dónde, de repente sentirás el calor de mis labios sobre ti, no puedes saber dónde si no abres los ojos, no los abras, sentirás mi boca donde no sabes, de repente, él escuchaba inmóvil, del bolsillo de su traje gris sobresalía un pañuelo blanco, cándido,
tal vez sea en tus ojos, apoyaré mi boca sobre los párpados y las pestañas, sentirás entrar el calor en tu cabeza, y mis labios en tus ojos, dentro, o tal vez sea en tu sexo, apoyare mis labios, allá abajo, y los abriré bajando poco a poco,
dijo ella, tenía la cabeza reclinada sobre las hojas, y con una mano se rozaba el cuello, lentamente,
dejaré que tu sexo entreabra mi boca, entrando entre mis labios, y empujando mi lengua, mi saliva descenderá por tu piel hasta tu mano, mi beso y tu mano, uno dentro de la otra, sobre tu sexo.
él escuchaba, mantenía la vista fija en un marco de plata, colgado de la pared,
hasta que al final te bese en el corazón, porque te deseo, morderé la piel que late sobre tu corazón, porque te deseo, y con el corazón entre mis labios tú serás mío de verdad, con mi boca en el corazón tu serás mío para siempre, si no me crees abre los ojos, amado señor mío, y mírame, soy yo, quién podrá borrar este instante que sucede, y este cuerpo mío ya sin seda, tus manos que lo tocan, tus ojos que lo miran,
dijo ella, se había inclinado hacia la lámpara, la luz se reflejaba en las hojas y pasaba a través de su vestido trasparente,
tus dedos en mi sexo, tu lengua sobre mis labios, tú que te deslizas debajo de mí, aferras mis caderas, me levantas, dejas que me deslice sobre tu sexo, despacio, quién podrá borrar esto, tú dentro de mí moviéndote lentamente, tus manos en mi rostro, tus dedos en mi boca, el placer en tus ojos, tu voz, te mueves lentamente pero hasta hacerme daño, mi placer, mi voz,
él escuchaba, de pronto se volvió a mirarla, la vio, quiso bajar los ojos pero no lo consiguió,
mi cuerpo sobre el tuyo, tu espalda que me alza, tus brazos que no dejan que me marche, los golpes dentro de mí, es violencia dulce, veo tu ojos que buscan en los míos, quieren saber hasta dónde hacerme daño, hasta donde quieras, amado señor mío, no hay final, no acabará, ¿lo ves?, nadie podrá borrar este instante que sucede, para siempre echarás la cabeza hacia atrás, gritando, para siempre cerraré los ojos separando las lágrimas de mis pestañas, mi voz dentro de la tuya, tu violencia que me tiene aferrada, no queda ya tiempo para huir ni fuerza para resistirse, tenía que ser este instante, y en este instante es, créeme, amado señor mío, este instante existirá, de ahora en adelante, existirá, hasta el final,
dijo ella, con un hilo de voz, después se detuvo.
No había más signos en la hoja que tenía en la mano: la última. Pero cuando le dio la vuelta para dejarla vio en el envés unas líneas más, ordenadas, tinta negra en el centro de la página blanca. Alzó la vista hacia Hervé Joncour. Sus ojos la miraban fijamente y ella percibió que eran unos ojos bellísimos. Volvió a bajar la vista hacia la hoja.
—No nos veremos más, señor
Dijo.
—Lo que era para nosotros, lo hemos hecho, y vos lo sabéis. Creedme: lo hemos hecho para siempre. Preservad vuestra vida resguardada de mí. Y no dudéis un instante, si fuese útil para vuestra felicidad, en olvidar a esta mujer que ahora os dice, sin añoranza, adiós.
Permaneció unos instantes mirando la hoja, después la colocó sobre las demás, a su lado, sobre de una mesita de madera clara. Hervé Joncour no se movió. Sólo giró la cabeza y bajó la mirada. Se encontró mirando fijamente la raya de los pantalones, apenas esbozada pero perfecta, en la pierna derecha, desde la ingle a la rodilla, imperturbable.
Madame Blanche se levantó, se inclinó sobre la lámpara y la apagó. En la habitación quedó la escasa luz que desde el salón, a través de la ventana, llegaba hasta allí. Se acercó a Hervé Joncour, se quitó del dedo un anillo de diminutas flores azules y la dejó junto a él. Después cruzó la habitación, abrió una pequeña puerta pintada, camuflada en la pared, y desapareció, dejándola entreabierta tras de sí.
Hervé Joncour permaneció largo rato en aquella extraña luz, dando vueltas entre los dedos a un anillo de minúsculas flores azules. Del salón llegaban las notas de un piano cansado: disolvían el tiempo, que ya casi no se reconocía.
Al final se levantó, se acercó a la mesita de madera clara, recogió las siete hojas de papel de arroz. Cruzó la habitación, pasó sin darse la vuelta ante la pequeña puerta entreabierta, y se marchó.
Hervé Joncour pasó los años que siguieron escogiendo para sí la vida límpida de un hombre ya sin necesidades. Sus días transcurrían bajo la tutela de una mesurada emoción. En Lavilledieu la gente volvió a admirarle, porque en él les parecía advertir un modo exacto de estar en el mundo. Decían que era así también de joven, antes del Japón.
Con su mujer, Hélène, tomó la costumbre de realizar, cada año, un pequeño viaje. Vieron Nápoles, Roma, Madrid, Munich, Londres. Un año llegaron hasta Praga, donde todo parecía teatro. Viajaban sin fechas y sin programas. Todo les sorprendía; en secreto, incluso su propia felicidad. Cuando sentían nostalgia del silencio, volvían a Lavilledieu.
Si se lo hubieran preguntado, Hervé Joncour habría respondido que vivirían así para siempre. Tenía consigo la indestructible calma de los hombres que se sienten en su lugar. De vez en cuando, en los días de viento, bajaba a través del parque hasta el lago, y permanecía allí durante horas, en la orilla, mirando cómo la superficie del agua se agitaba, formando figuras imprevisibles que brillaban sin orden en todas direcciones. El viento era uno solo, pero sobre aquel espejo de agua parecían miles los que soplaban. De todas partes. Un espectáculo. Leve e inexplicable.
De vez en cuando, en los días de viento, Hervé Joncour bajaba hasta el lago y pasaba horas mirándolo, puesto que, dibujado en el agua, le parecía ver el inexplicable espectáculo, leve, que había sido su vida.
El 16 de junio de 1871, en la trastienda del café de Verdun, poco antes del mediodía, el manco acertó un golpe a cuatro bandas imposible, con efecto de retorno. Baldabiou permaneció inclinado sobre la mesa, una mano detrás de la espalda, la otra aferrada al taco, incrédulo.
—Pero bueno.
Se levantó, dejó el taco y salió sin despedirse. Tres días más tarde, partió. Regaló sus dos hilanderías a Hervé Joncour.
—No quiero saber nada más de la seda, Baldabiou.
—Véndelas, idiota.
Nadie consiguió sacarle adónde diablos tenía previsto ir. Y a hacer qué, tampoco. Se limitó a decir algo sobre Santa Inés que nadie entendió bien.
La mañana en la que partió, Hervé Joncour le acompañó, junto con Hélène, hasta la estación de tren de Avignon. Llevaba consigo una sola maleta, y esto también era relativamente inexplicable. Cuando vio el tren, parado en el andén, depositó la maleta en el suelo.
—Una vez conocí a uno que se había hecho construir una vía de ferrocarril sólo para él.
Dijo.
—Y lo mejor es que se la había hecho construir toda recta, centenares de kilómetros sin una curva. Había incluso un porqué, pero no lo recuerdo. Nunca se recuerdan los porqués. En fin, adiós.
No estaba hecho para las conversaciones serias. Y un adiós es una conversación seria.
Le vieron alejarse, a él y su maleta, para siempre.
Entonces Hélène hizo algo extraño. Se separó de Hervé Joncour y corrió tras él hasta alcanzarle, y le abrazó fuerte, y mientras le abrazaba, rompió a llorar.
No lloraba nunca, Hélène.
Hervé Joncour vendió a un precio ridículo las dos hilanderías a Michel Lariot, un buen hombre que durante veinte años había jugado al dominó, cada sábado por la noche, con Baldabiou, perdiendo siempre, con granítica coherencia. Tenía tres hijas. Las dos primeras se llamaban Florence y Sylvie. Pero la tercera, Inés.
Tres años después, en el invierno de 1874, Hélène enfermó de unas fiebres cerebrales que ningún médico consiguió explicar ni curar. Murió a principios de marzo, un día en que llovía.
A acompañarla, en silencio, por la alameda del cementerio, acudió toda Lavilledieu: porque era una mujer apacible, que no había sembrado dolor.
Hervé Joncour hizo esculpir sobre su tumba una sola palabra.
Hélas.
Dio las gracias a todos, dijo mil veces que no necesitaba nada y volvió a su casa. Jamás ésta le había parecido tan grande; y jamás tan ilógico su destino.
Puesto que la desesperación era un exceso que no le pertenecía, se volvió hacia lo que había quedado de su vida y empezó de nuevo a ocuparse de ello, con la inquebrantable tenacidad de un jardinero en su trabajo la mañana siguiente a una tempestad.
Dos meses y once días después de la muerte de Hélène le aconteció a Hervé Joncour que, al acudir al cementerio, halló, junto a las rosas que cada semana depositaba sobre la tumba de su mujer, una coronita de minúsculas flores azules. Se inclinó para observarlas y permaneció largo rato en aquella postura, que desde lejos no habría dejado de resultar, a los ojos de eventuales testigos, notablemente singular, e incluso ridícula. Al volver a casa, en vez de salir a trabajar al parque, como era su costumbre, permaneció en su despacho, pensando. No hizo otra cosa durante días. Pensar.
En la rue Moscat, en el 12, se encontró con el taller de un sastre. Le dijeron que Madame Blanche no vivía allí desde hacía años. Consiguió averiguar que se había mudado a París, donde se había convertido en mantenida de un hombre muy importante, un político, quizá.
Hervé Joncour se fue a París.
Tardó seis días en descubrir dónde vivía. Le envió una nota, rogándole que le recibiera. Ella le respondió que le esperaba a las cuatro del día siguiente. Con puntualidad, él subió al segundo piso de un elegante edificio en el Boulevard des Capucines. Le abrió la puerta una camarera. Lo condujo al salón y le rogó que se acomodara. Madame Blanche apareció vestida con un traje muy elegante y muy francés. Llevaba el pelo suelto sobre los hombros, como exigía la moda parisina. No llevaba anillos de flores azules en los dedos. Se sentó enfrente de Hervé Joncour sin decir una palabra. Y se quedó esperando.
Él la miró a los ojos. Pero como habría podido hacerlo un niño.
—Aquella carta la escribisteis vos, ¿verdad?
Dijo.
—Hélène os pidió que la escribierais y vos lo hicisteis.
Madame Blanche permaneció inmóvil, sin bajar la vista, sin revelar el más mínimo estupor.
Después, lo que dijo fue
—No fui yo quien la escribió.
Silencio.
—Aquella carta la escribió Hélène.
Silencio.
—La traía ya escrita cuando vino a verme. Me pidió que la copiara en japonés. Y yo lo hice. Ésa es la verdad.
Hervé Joncour comprendió en aquel instante que continuaría oyendo aquellas palabras durante el resto de su vida. Se levantó, pero permaneció quieto, en pie, como si hubiera olvidado, de repente, adónde iba. Le llegó, como de lejos, la voz de Madame Blanche.
—Quiso incluso leérmela, aquella carta. Tenía una voz muy hermosa. Y leía aquellas palabras con una emoción que no he conseguido olvidar. Era como si fueran de verdad suyas.
Hervé Joncour estaba cruzando la habitación, con pasos lentísimos.
—¿Sabéis, monsieur?, yo creo que ella hubiera deseado, más que cualquier otra cosa, ser aquella mujer. Vos no podéis comprenderlo. Pero yo la oí leer aquella carta. Yo sé que es así.
Hervé Joncour había llegado a la puerta. Apoyó la mano en el picaporte. Sin darse la vuelta, dijo suavemente
—Adiós, madame.
No volvieron a verse nunca más.
Hervé Joncour vivió todavía veintitrés años más, la mayor parte de ellos con serenidad y buena salud. No volvió a alejarse de Lavilledieu ni abandonó jamás su casa. Administraba sabiamente sus haberes, y ello le mantuvo para siempre al resguardo de cualquier ocupación que no fuera el cuidado de su parque. Con el tiempo, empezó a concederse un placer que antes se había negado siempre: a quienes venían a visitarle les relataba sus viajes. Escuchándole, la gente de Lavilledieu aprendía el mundo y los niños descubrían lo que era la maravilla. Él narraba despacio, mirando en el aire cosas que los demás no veían.
El domingo se dejaba caer por el pueblo, para la misa mayor. Una vez al año recorría las hilanderías, para tocar la seda que acababa de nacer. Cuando la soledad le oprimía el corazón, subía hasta el cementerio para hablar con Hélène. El resto de su tiempo lo consumía en una liturgia de costumbres que conseguía preservarle de la infelicidad. De vez en cuando, en los días de viento, bajaba hasta el lago, y pasaba horas mirándolo, puesto que, dibujado en el agua, le parecía ver el inexplicable espectáculo, leve, que había sido su vida.
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