Pedro Cerezo Galán
"Unamuno: ecce homo"
Ciclo: ESPAÑOLES EMINENTES II
Fundación Juan March, 15 de abril de 2008
El Prof. Cerezo presenta su conferencia con las siguientes palabras:
"Me predico a mí mismo. Ecce homo" -dice de sí Miguel de Unamuno. ¿Fanfarronada retórica? ¿Arrogancia egotista? ¿Veracidad impúdica? Me inclino por lo último. La frase, por lo demás, no tiene un sentido normativo, sino descriptivo. Unamuno, tenía a gala hablar con el corazón en la mano, al modo romántico, practicando la sinceridad hasta extremos escandalosos, o, como él gustaba decir, "desnudar el alma" y exponerse a la mirada pública, para provocar y estimular a los demás a hacer otro tanto, en culto a la verdad, y vivir así en confesión recíproca. "Primero la verdad que la paz" era su divisa, "antes quiero verdad en guerra que no mentira en paz" (III, 269). Y por la verdad, esto es, por descubrirla en las entrañas de la existencia, vivía en guerra permanente con los otros y hasta consigo mismo, esperando que el conflicto la alumbrara, como nace del caos una nueva estrella. Pero su Ecce homo guarda también un sentido normativo. Unamuno creía que cada hombre debe ser una "idea viva" (I,950), esto es, la encarnación de un arquetipo, que sólo él puede descubrir y realizar, lo que lo constituye en "especie única"."Cada cual es único e insustituible; en serlo a conciencia, pon tu principal empeño" (ídem). Desde luego, él lo puso con una dedicación exclusiva y exhaustiva, de toda su vida, hasta que el arquetipo fraguó con su propia alma en la figura del Quijote. ¿Por qué este mito? ¿Qué lleva a Unamuno a caracterizarse de Don Quijote y librar por él sus batallas? Una cosa es para mí clara: Unamuno no se disfraza de quijote para llamar la atención, sino que se convierte a la religión laica y civil del quijotismo para realizar su "vocación" de reformador espiritual de España, al modo de un anti-Loyola por su duelo con el jesuitismo, que suponía también un abrazo entrañable con él. Al igual que Ortega tuvo que optar un día entre ser un Gelehrte a la alemana o un intelectual en la plazuela, Unamuno tuvo también que tomar la decisión de quijotizarse para salvar su conciencia y, de paso, su misión en España.
Quisiera llamar la atención sobre esta metamorfosis, porque alguien podría preguntarse extrañado: ¿cómo es posible que un intelectual, se caracterice como un loco? He aquí lo sorprendente: Unamuno descubre, en su madurez espiritual, que su vocación, y aun antes, la contextura interna de su alma, no son la de de un intelectual o "psíquico", --analista, crítico y razonador--, sino la de un "espiritual" o "pneumático", de la raza de los sentidores, soñadores y meditadores, "los que creen -dice-- que hay otro mundo dentro del nuestro y dormidas potencias silenciosas en el seno de nuestro espíritu" (I,1143). Y es que la libertad, más que concepto, es experiencia y pneuma, viento creativo que todo lo arrebata. Sólo los imaginativos, los soñadores utópicos, los visionarios apasionados, pueden ser sus testigos. El intelectual nos da un concepto, tal vez, un sistema. El pneumático, un sentimiento y una intuición, una convicción, en suma, para poder vivir. Conforme con el modelo, Unamuno, quijotizado, se siente, no un revolucionario político, sino algo más profundo, un reformador existencial, comprometido con el destino de su pueblo; se siente, en suma, poeta civil, partero de los sentimientos colectivos y las necesidades de su pueblo y profeta, que alumbra sus ideales y rotura sus caminos históricos. Ésta es la originalidad práctica de Unamuno. Sabiéndolo o no, encarna el ideal del héroe romántico, solitario destacado en su misión y, no obstante, solidario con su pueblo, poeta civil y leader religioso y político, prototipo de virtud cívica antes que maestro de filosofía. "Yo he buscado siempre agitar -dice- y, a lo sumo, sugerir más que instruir. Si yo vendo pan, no es pan, sino levadura y fermento" (III, 263). Y para ello sólo cuenta con la fuerza de la palabra, el verdadero soplo del espíritu, que consuela y anima, mueve y transforma, entusiasma y arrebata, porque la palabra es viento de libertad. El idealismo ético de la vocación se conjuga así con la fe semántica en el poder creativo de la palabra.
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