Para mí es un momento emocionante encontrarme de nuevo en la universidad y poder impartir una vez más una lección magistral. Me hace pensar en aquellos años en los que, tras un hermoso período en el Instituto Superior de Freising, inicié mi actividad como profesor en la universidad de Bonn. Era el año 1959, cuando la antigua universidad tenía todavía profesores ordinarios. No había auxiliares ni dactilógrafos para las cátedras, pero se daba en cambio un contacto muy directo con los alumnos y, sobre todo, entre los profesores. Nos reuníamos antes y después de las clases en las salas de profesores. Los contactos con los historiadores, los filósofos, los filólogos y naturalmente también entre las dos facultades teológicas eran muy estrechos. Una vez cada semestre había un dies academicus, en el que los profesores de todas las facultades se presentaban ante los estudiantes de la universidad, haciendo posible así una experiencia de Universitas —algo a lo que hace poco ha aludido también usted, Señor Rector—; es decir, la experiencia de que, no obstante todas las especializaciones que a veces nos impiden comunicarnos entre nosotros, formamos un todo y trabajamos en el todo de la única razón con sus diferentes dimensiones, colaborando así también en la común responsabilidad respecto al recto uso de la razón: era algo que se experimentaba vivamente. Además, la universidad se sentía orgullosa de sus dos facultades teológicas. Estaba claro que también ellas, interrogándose sobre la racionabilidad de la fe, realizan un trabajo que forma parte necesariamente del conjunto de la Universitas scientiarum, aunque no todos podían compartir la fe, a cuya correlación con la razón común se dedican los teólogos. Esta cohesión interior en el cosmos de la razón no se alteró ni siquiera cuando, en cierta ocasión, se supo que uno de los profesores había dicho que en nuestra universidad había algo extraño: dos facultades que se ocupaban de algo que no existía: Dios. En el conjunto de la universidad estaba fuera de discusión que, incluso ante un escepticismo tan radical, seguía siendo necesario y razonable interrogarse sobre Dios por medio de la razón y que esto debía hacerse en el contexto de la tradición de la fe cristiana.
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