El desarrollo industrial de mediados del siglo XX abrió la puerta a un nuevo problema para el planeta. La búsqueda de las causas del deterioro ambiental apuntaba directamente al crecimiento irracional de un sistema orientado a la mera obtención de beneficios y sin una suficiente consideración de sus límites materiales. No se hicieron esperar las objeciones, las críticas, las acusaciones de que los científicos habían dejado los laboratorios y ahora hacían de exaltados profetas o aves de mal agüero. Ha pasado medio siglo y hoy sabemos que la cosa está peor de lo que pensábamos. Ahora ya no hablamos de conservar el planeta sino de escapar a nuestra destrucción como especie.
Es a partir de esta situación que podemos comprender mejor el surgimiento de la ética ambiental. No se trata meramente de que reconozcamos el valor moral de los ríos, los árboles o las tortugas marinas. Tal enfoque ya tenía siglos de vigencia entre los pueblos budistas y las culturas amerindias. Sin negar lo valioso de estas ideas, la ética ambiental es fundamentalmente un fenómeno occidental, pues se trata de una reacción ante los destrozos que el progreso, entendido a la manera de occidente, ha provocado al ecosistema. Pero, sobre todo, la ética ambiental es inseparable de esta nueva percepción de que la vida humana se encuentra en peligro mortal.
Esto no significa que haya sólo una manera de entender la ética ambiental. Para el holismo ecológico y las éticas del todo, es de fundamental importancia el conjunto de los ecosistemas y la biósfera, es decir, se pone especial énfasis en destacar la “relevancia moral de vivos y no vivos”. Por su parte, los seguidores de la ética centrada en la vida ponen como criterio moral fundamental la consideración de que la complejidad, la belleza y la peculiaridad de cada uno de los vivientes es algo valioso de por sí, por lo que deberíamos oponernos a todo lo que pudiera causarles daño. Si desplazamos el criterio hacia consideraciones basadas en la capacidad de sentir dolor y reaccionar al sufrimiento, nos encontramos con la ética centrada en los animales, es decir, en los seres sensibles.
Finalmente, el enfoque que sólo considera moralmente relevante a los seres humanos, subordinando todo lo demás a una condición meramente instrumental, es el que podríamos llamar reduccionismo antropocéntrico. Para esta manera de pensar, los animales, las plantas, los ríos no son más que cosas que podemos usar según nos plazca. Pero que nuestros intereses tengan la mayor relevancia no significa necesariamente que, como dice Raúl Fornet-Betancourt, debamos seguir considerando al desarrollo —aún si es sostenible— “como progreso histórico ilimitado”, como “desarrollo del dominio y señorío humanos sobre la tierra y sus ritmos temporales”. Por el contrario, el filósofo cubano nos propone una ética del abrazo, una invitación a “crear un espacio donde el entorno o contorno se sienta parte de ese gran nosotros que es la vida”. Podría ser que una ética ambiental centrada en los seres humanos, respetuosa asimismo de todo el conjunto de los seres vivos, sea el reto fundamental de nuestros días, ya que, si bien lo que nos impulsa es nuestra salvación como especie, hoy sabemos que no podremos lograrlo solos.
Puedes encontrar más información en:
* Elliot, Robert; “La ética ambiental”, en Singer, Peter (ed.); Compendio de ética, Madrid, Alianza Editorial, 1995, pp. 391-404
* Fornet-Betancourt, Raúl; “¿Es la sostenibilidad una perspectiva interculturalmente sostenible? Elementos para la crítica de un concepto bien intencionado, pero insuficiente”, Realidad 113 (2007) 409-422
http://www.agrodigital.com/
http://www.corfor.com/
http://www.elfaro.net/ecciones/Opinion/20080421/opinion2_20080421.asp
http://www.fao.org/index_es.htm
http://www.mapuche.info/mapuint/castells9800.html
http://mri.scnatweb.ch/
http://www.omnilife.com/videos/calentamiento_global.php
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