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⭕️ Nos ESTAMOS quedando SIN CASAS para vivir debido a nuestro MIEDO al CAMBIO

⭕️ Nos ESTAMOS quedando SIN CASAS para vivir debido a nuestro MIEDO al CAMBIO

4/20/2025 · 15:21
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Porque los requerimientos ecológicos no nacen solo del deseo de construir mejor: nacen también del miedo. Del miedo a que algo cambie.

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Nos estamos quedando sin casas para vivir debido a nuestro miedo al cambio.

Porque los requerimientos ecológicos no nacen solo del deseo de construir mejor, nacen también del miedo. Del miedo a que algo cambie.

Construir es destruir. Y, en promedio, una casa tipo Hades tiene un impacto medioambiental mucho mayor que un rascacielos en una gran ciudad. Pero construir, sea lo que sea, es destruir.

La cuestión es de qué forma definimos la destrucción y hasta qué punto somos capaces de determinar los efectos. Uno de los argumentos más férreos, casi sagrados, que se oponen a la construcción masiva de viviendas asequibles es el impacto ambiental. Y, sin embargo, comemos. Comemos todos los días. Tres veces al día. Algunos, incluso más. Hemos conquistado el hambre no con jardines zen ni con dietas de subsistencia, sino con monocultivos a escala industrial, pesticidas, fertilizantes nitrogenados que envenenan ríos y lagunas, con el desangramiento de los suelos y el sacrificio de los polinizadores.

Y aún así lo celebramos. El precio de los alimentos se ha desplomado durante el último siglo. La proporción del ingreso que una familia promedio destina a comer es apenas una sombra de lo que era en 1900. El coste fue alto. La agricultura industrial es responsable de aproximadamente un tercio de las emisiones globales de gases de efecto invernadero, según datos del IPCC. Pero nadie, o casi nadie, propone dejar de cultivar. Nadie propone comer menos o alimentar a menos bocas.

Tampoco se suele proponer que dejemos de tener hijos. ¿Por qué, entonces, ese doble rasero con la vivienda? Si aceptamos, como deberíamos, que un techo digno es tan vital como una caloría, que el hogar es una extensión de la piel, una cáscara donde se incuba la vida, entonces deberíamos atrevernos a aplicar la misma lógica brutal que usamos con los alimentos. Construir, aunque duela, aunque escueza, aunque los ríos lloren. ¿No fue acaso eso lo que hicimos con la comida? Nos enfrentamos al dilema maltusiano con una fe ciega en la técnica. Pesticidas, irrigación, manipulación genética.

Un atajo por el bosque de las limitaciones naturales. ¿Por qué no hacerlo también con la vivienda? La ONU calcula que casi mil millones de personas viven hoy en condiciones de hacinamiento, insalubridad o informalidad urbana. Mil millones. Una cifra que no cabe en la imaginación ni en los presupuestos de las ciudades. Y sin embargo, seguimos discutiendo si es ecológico construir.

Claro que no lo es. Pero, además, ¿qué es más ecológico? ¿Una persona viviendo en una choza de cartón, desplazándose horas en autobús para llegar a su trabajo? ¿O esa misma persona habitando una vivienda digna, cercana, eficiente energéticamente? El ecologismo que se niega a construir es un ecologismo de ricos, de aquellos que ya tienen casa y pueden permitirse preocuparse por las aves migratorias.

La piedra angular del urbanismo no puede ser sólo la conservación. También debe ser la inclusión.

Construir viviendas no es el fin del mundo. No hacerlo, sí lo es. Porque las ciudades que no construyen se revientan por dentro. Se pudren, se fragmentan, expulsan.

La crisis de la vivienda es también una crisis moral. Estamos dispuestos a aceptar el daño ecológico que implica ofrecer dignidad, al igual que aceptamos el de producir trigo y carne para que no pasemos hambre? Esa es la pregunta. Y la respuesta debería ser la misma. Aunque duela, aunque contamine, aunque cortemos árboles. Porque dormir bajo techo debería ser, como comer, un derecho incuestionable. Un derecho por el cual incluso valga la pena incendiar un poco el cielo.

Houston, una anomalía urbana. Houston es un arquetipo herético. Un espacio donde la geometría de la ciudad no está dictada por el dogma ni por las sutilezas normativas de las élites progresistas, sino por una suerte de caos ordenado que, a fuerza de ser permisivo, resulta funcional. Allí no hay zonificación tradicional. El suelo no está encorsetado por las mismas reglas que en las metrópolis ilustradas del norte progresista. Como si Houston se hubiese escapado de la jaula normativa para vivir, no sin cicatrices, una versión acelerada del capitalismo urbanístico.

Y el resultado, por brutal que sea, habla por sí solo. Mientras el área metropolitana de San Francisco, la misma que se jacta de ser el epicentro de la innovación global, apenas logró emitir 7.500 permisos de vivienda en 2023 y Boston, apenas algo más generosa, llegó a 10.500, Houston arrojó casi 70.000. No es un error de cálculo, es una disonancia estructural. Nueva York, Newark y Jersey City, juntas, con todo su músculo, apenas llegaron a 40.000.

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