15-06-2025 Tanto amó Dios al mundo - 10 Minutos con Jesús

Señor mío y Dios mío, creo firmemente que estás aquí, que me ves, que me oyes.

Te adoro con profunda reverencia. Te pido perdón de mis pecados y gracia para hacer con fruto este rato de oración. Madre mía inmaculada, San José mi Padre y Señor, ángel de mi guarda, intercedez por mí.

Hace unos días fui a ver a una ancianita encantadora, con muchos, muchos años, y que ya no sabe muy bien quién es. Habla poco, o más bien muy poco.

Le pregunté alguna cosa, pero no contestó. Entonces hice la señal de la cruz y mientras decía en voz alta, en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo.

Y en ese momento, ella, que parecía que no estaba, me miró, levantó el brazo y empezó a hacer la señal de la cruz sobre su cuerpo, y aunque movía los labios, no oí nada.

Pensé que cuando somos niños con pocos años, una de las primeras cosas que aprendemos de la vida cristiana es a persignarnos, a invocar a la Santísima Trinidad sobre lo que somos, sobre nuestra vida. Y quizá es algo que ya no olvidamos. Posiblemente porque, aunque no seamos conscientes, sobre este dogma se asienta nuestra fe.

Y sí, hoy celebramos la solemnidad de la Santísima Trinidad, misterio central de la fe y de la vida cristiana. Dios es uno y trino, un solo Dios y tres personas distintas, el Padre, el Hijo, y el Espíritu Santo. Y cuando decimos misterio, no nos referimos a algo absurdo, ilógico o irracional. Hablamos de algo que es verdad, pero que supera nuestro entendimiento. Nuestro pequeño entendimiento. Hay una historia muy contada de San Agustín, y aunque quizá ya la conoces, no me resisto a contártela.

En una ocasión, este gran santo, muy listo y que escribió mucho y muy bueno acerca de Dios, paseaba por una playa meditando, dando vueltas al misterio de la Santísima Trinidad. Estando en esas cavilaciones, encontró a un niño de pocos años, que había excavado un pequeño hoyo en la arena y trataba de llenarlo con agua del mar. El niño corría hacia el mar y recogía un poco de agua en una concha marina. Después regresaba corriendo y echaba el agua en el hoyo, repitiendo esto una y otra vez.

San Agustín, lleno de curiosidad, se acercó al niño y le preguntó qué es lo que hacía. —Intento meter todo el agua del océano en este hoyo —respondió el niño. —Pero eso es imposible —dijo Agustín. —¿Cómo piensas meter todo el agua del océano, que es tan inmenso, en un hoyo tan pequeñito? —Al igual que tú —respondió el niño—, que pretendes comprender con tu mente finita el misterio de Dios, que es infinito. Y así termina la historia. Entonces, ¿esto quiere decir que no vale la pena intentar entender? ¿No sirve de nada buscar comprender un poco más los misterios de la fe, como la Santísima Trinidad, la Eucaristía, la acción de la gracia en el alma? Total, total, lo infinito no cabe dentro de mí, de mi entendimiento finito.

Pues vale la pena, sí vale la pena, buscar entender. El amor busca conocer más, el amor busca comprender. Cuanto más entiendo, más se refuerza mi fe. Comprendo un poco más el amor que Dios me tiene y esto me lleva a corresponder, me lleva a amar más. Decía San José María en alguna ocasión que, contemplando el misterio de la Santísima Trinidad —verdad, de nuestra fe—, a veces le parecía ver un poco de luz y otras solo oscuridad. Y le daba una gran alegría entender un poco más, un poco de luz. Pero también, cuando solo encontraba oscuridad, también se ponía muy contento.