16 de septiembre de 2025

En el Evangelio de este día martes, escuchamos que Jesús se dirigió a una ciudad llamada Naím, acompañado de sus discípulos y de una gran multitud. Justamente cuando se acercaba a la puerta de la ciudad, llevaban a enterrar al hijo único de una mujer viuda, y mucha gente del lugar la acompañaba. Al verla, el Señor se conmovió y le dijo, no llores. Después se acercó y tocó el féretro. Los que lo llevaban se detuvieron y Jesús dijo, joven, yo te lo ordeno, levántate. El muerto se incorporó y empezó a hablar, y Jesús se lo entregó a su madre. Todos quedaron sobrecogidos de temor y alababan a Dios diciendo, un gran profeta ha aparecido en medio de nosotros y Dios ha visitado a su pueblo.

El rumor de lo que Jesús acababa de hacer se difundió por toda la Judea y en toda la región vecina. Jesús realiza un milagro prodigioso sin que nadie se lo pida. Dos multitudes se encuentran en el camino. La que acompaña a Jesús, llena de alegría y entusiasmo porque han encontrado un gran maestro, y la multitud que acompaña al cortejo fúnebre, con la tristeza lógica de la situación, una mujer viuda que ahora ha perdido a su único hijo. A ese dolor por los seres queridos que ha perdido, se suma ahora un futuro incierto producto de las costumbres de la época. Esta mujer ya no tendrá un hombre que le dé protección jurídica ni económica, y por lo tanto quedará sola y desamparada.

Pero Jesús, una vez más, no es indiferente al dolor. Se conmueve e interviene reanimando al muchacho que empieza a hablar en seguida. Su recuperación es total. La caravana de la muerte, al encontrarse con Jesús, se transforma también en multitud llena de alegría por la obra de Dios. Nuestra vida es un caminar, ¿pero en qué caravana estamos? ¿En la de la multitud triste, agobiada, desesperada porque cree que ya nada tiene solución y que ha perdido toda esperanza? Jesús se cruza en nuestro caminar para transformarnos, para devolvernos la alegría capaz de hablar de las maravillas de Dios.

No se trata de andar buscando soluciones milagrosas, sino de pedirle al Señor que se conmueva de nuestros dolores y haga renacer en nosotros la vida que hemos perdido, la esperanza que hemos dejado marchitar. Su corazón nunca es indiferente y por eso también nos enseña que en nuestro caminar, cuando a su vez nos crucemos con los que sufren y padecen dolor, no nos quedemos a distancia, sino que podamos decir con convicción, no llores, Cristo es la resurrección y la vida. Y receamos juntos esta oración. Señor, ayúdame a no quedar indiferente ante el dolor y la tristeza de mis hermanos, que pueda anunciarles tu presencia que transforma nuestra vida. Amén. Que la bendición de Dios Todopoderoso, del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo los acompañe siempre.