
18-04-2025 Viernes Santo 2025 - 10 Minutos con Jesús

Description of 18-04-2025 Viernes Santo 2025 - 10 Minutos con Jesús
** Ponte en presencia de Dios. Trata de hablar con Él.
** 10 minutos son 10 minutos aunque te puedas distraer. Llega hasta el final.
** Sé constante. El Espíritu Santo actúa “a fuego lento” y requiere constancia.
Audios de 10 minutos que te ayudan a rezar.
Un pasaje del Evangelio, una idea, una anécdota y un sacerdote que te habla y habla al Señor invitándote a compartir tu intimidad con Dios.
Busca tu momento, piensa que estás con Él y dale al play.
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Hoy es Viernes Santo. Vamos a celebrar y a vivir lo que Jesús, nuestro buen Dios, vivió.
Su pasión y su muerte en la cruz.
Y ante tanto sufrimiento recuerda que sólo cabe una explicación.
Su amor por cada uno de nosotros, por ti y por mí.
Nuestro buen Dios estuvo dispuesto a sufrir el máximo dolor por amor. Es el amor más grande.
Por eso, hoy le vamos a acompañar muy de cerca, junto a María, en su vía crucis.
Es viernes. No he dormido en toda la noche.
Ayer se llevaron al maestro con Judas a la cabeza.
Judas, el traidor. Jamás lo hubiera imaginado.
Los demás, por miedo, también hemos huido. Yo entre ellos.
Ahora vuelvo a las calles de Jerusalén. Están aparrotadas.
Me entero de que a Jesús lo tienen encerrado en una cárcel.
Hoy no quiero ser cobarde. Quiero estar cerca de Jesús en las próximas horas.
¿Seré capaz? No lo sé. Me siento tan cobarde, tan débil.
Los sumos sacerdotes y los escribas se reúnen y sacan a Jesús de la cárcel.
Mandan que lo aten.
Se lo están llevando al procurador romano, a Pilato.
Es ya de día.
El rumor de lo que está sucediendo se ha extendido hasta el último rincón de la ciudad.
Cada vez hay más gente y el ruido y el vocerío es cada vez mayor.
Alguien dice que le han condenado a muerte, que la decisión del Sanedrín ha sido unánime, merece morir.
No puedo dar crédito a lo que oigo.
Poco a poco me acerco a la comitiva que lleva a Jesús.
Y allí te veo, Señor, con golpes y salivazos en la cara, la sangre coagulada y seca, despeinado por los tirones que te han dado, uno de tus ojos muy inflamado.
Judas, ¿qué has hecho? Llegamos al pretorio.
Pilato está inquieto porque la ciudad está revuelta.
Hay mucha tensión en el ambiente.
Interroga a Jesús.
Y al enterarse de que es Galileo, Pilato lo envía a Herodes.
Y tras unas horas vuelve de nuevo a Pilato.
Mientras vamos y venimos se oyen gritos y condenas.
Merece morir, que lo crucifiquen.
Es un blasfemo.
Le tratan fatal.
Empujones, golpes, escupitajos.
¿Pero qué hacen? No puedo dar crédito a lo que veo.
Jesús mío, mi amigo, mi maestro.
Pienso en María.
María, ¿dónde estará María? Qué dolor para ella.
La busco entre la muchedumbre al llegar de nuevo al pretorio.
Y allí la veo, junto con Juan y algunas mujeres.
Me voy abriendo paso entre la muchedumbre.
No veo a ningún apóstol más.
Me acerco a ellos.
Miro a María.
Está llorando.
La abrazo.
Sobran las palabras.
Pilato interroga de nuevo a Jesús.
No encuentra en él ninguna culpa y así lo dice.
Pero el tumulto es grande y él, para calmar a las masas, manda que lo flagelen.
Junto a María y a Juan me meto entre las filas de los espectadores.
Los verdugos se apresuran a atar las manos de Jesús a una columna.
Unos cuantos legionarios se mueven como fieras alrededor de Jesús.
Son veteranos de muchas batallas.
Soldados con afán de divertirse.
Llevan en sus manos los látigos de la tortura.
Una vara de la que cuelgan tiras de cuero, en cuyos extremos libres van atadas bolas de plomo, huesecillos y hierros ovalados con esquinas puntiagudas.
Horrible.
María cierra los ojos.
No puede contemplar tal espectáculo.
Yo la abrazo.
Cae el primer trayazo.
En su espalda se dibujan manchas de sangre, tantas como los extremos duros del látigo.
El cuerpo de Jesús se estremece.
El de María también.
El ritmo de los chasquidos se acelera.
Al poco entra un segundo verdugo en acción.
La lluvia de los azotes es cada vez más intensa.
Pierdo la noción del tiempo.
Las espaldas de Jesús se hacen rápidamente una sola llaga.
Sus piernas se doblan, no pueden sostenerle.
Si uno estuviera atado por las muñecas, se derrumbaría en el charco de su propia sangre.
De repente se oye la voz del centurión.
¡Ya basta! Nadie ha dado la orden de matarle a flagelazos.
La ley judía prohibía dar más de 40 golpes.
La romana, 90.
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