
1871. La paz y los fantasmas (EDITADA)

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Comentario del Evangelio del jueves de la Octava de Pascua. Jesús resucitado se aparece a los discípulos en el Cenáculo al anochecer del Domingo de Resurrección, les desea la paz y les hace ver que no es un fantasma, dejándoles palpar su cuerpo glorioso, y comiendo con ellos.
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Por la señal de la Santa Cruz, de nuestros enemigos, líbranos Señor Dios nuestro, en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo.
Señor mío y Dios mío, creo firmemente que estás aquí, que me ves, que me oyes, donde estés haciendo la oración, en tu cuarto, en la terraza, te adoro con profunda reverencia, te pido perdón de mis pecados y gracia para hacer con fruto este rato de oración. Madre mía inmaculada, San José, mi Padre y Señor, Ángel de mi guarda, interceded por mí. Ayer contemplábamos aquel encuentro del resucitado con los discípulos de Maús. Más que un encuentro, Señor, fue un rescate en toda regla.
Y después de que tú te evaporaras, te desaparecieras, ellos regresan a toda prisa a Jerusalén, cuando ya la tarde está decaída, según sus propias palabras, y llegas a Jerusalén, al Cenáculo, durante la noche de este domingo, de este gran domingo que celebramos en la octava de Pascua. Y entonces tiene lugar la escena que se narra en el Evangelio de hoy. En aquel tiempo contaban los discípulos de Maús lo que les había pasado por el camino y cómo habían reconocido a Jesús al partir el pan.
Estaban hablando de estas cosas cuando se presenta Jesús en medio de ellos. Se presenta por fin a los once, los últimos, por su poca fe. Tú, Señor, entras sin abrir las puertas. Esa tarde habías desaparecido de golpe delante de los discípulos de Maús. Vas y vienes rápidamente de un sitio a otro. Te reconocen, pero no te reconocen.
Eres el de siempre, con tu cuerpo, pero no eres el de siempre. Algo ha pasado. Algo ha pasado. Este poeta lo describe así. Es el mismo y no es el mismo de días atrás. Aparece y desaparece en el aire como se le antoja. Su organismo se comporta como un relámpago. Atraviesa por las paredes como si tal cosa. Posee todas las propiedades del pensamiento.
Parece un caminante, un bosque o el viento sobre las playas y de pronto los ojos, la voz de siempre, puede regular su gloria hasta aniquilar a un ángel o hacerla tolerable a los ojos de un pescador.
Jesús, resucitado y glorioso, ya no está sometido en su cuerpo a las limitaciones de la gravedad ni a esas leyes de la impenetrabilidad que dificultan tanto nuestros movimientos, como puedes comprobar si has intentado pasar alguna vez a través de una puerta de cristal. Yo sí lo he intentado con molestos resultados, ¿verdad?, por culpa de esos cristales rotos.
Tu cuerpo, Señor, es un cuerpo ágil, tu cuerpo glorioso, es un cuerpo que sigue con docilidad al espíritu. Ese espíritu que parece ser capaz de cosas imposibles y que lleva a un niño a desear la luna o a un científico o a un grupo de científicos a poner pues un apolo en la luna. Pero a la vez ese cuerpo increíble es un cuerpo real, no es una apariencia sin más.
En el evangelio de hoy, más adelante, ante la incredulidad de tus discípulos, les preguntas, ¿tenéis ahí algo de comer? Y ellos te ofrecieron un trozo de pez asado y tú lo tomaste y comiste delante de ellos para tranquilizarlos. ¿En qué apuros, dice este poeta, se ve la inmensa? Para que le crean. Cuando dice yo soy el carpintero recientemente crucificado, estos pobres pescadores no experimentan totalmente un gozo. Aún el gozo necesita un tiempo para viajar hasta el corazón.
El problema del infinito es un problema de aclimatación.
Estos pobres creen haberselas con un espíritu, lo cual para la resurrección de la carne sería el fracaso más absoluto. Jesús debe recurrir entonces a argumentos extremos, a concesiones casi prohibidas para un cuerpo glorioso. Presentación de largas pruebas de oscurecimiento. Soy el mismo Jesús, clama esa luz casi suplicante. ¿Tenéis algo que comer?, les pregunta en voz sumamente hambrienta.
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