22-04-2025 Un nuevo modo de estar - 10 Minutos con Jesús

Señor mío y Dios mío, creo firmemente que estás aquí, que me ves, que me oyes, te adoro con profunda reverencia, te pido perdón de mis pecados y gracia para hacer con fruto este rato de oración. Madre mía inmaculada, San José mi padre y Señor, ángel de mi guarda, intercede por mí. La verdad es que vaya semana más alegre, la octava de Pascua.

Celebramos que tú Jesús has resucitado, que vives para siempre, que después de todos los tormentos de la pasión, de ese dolor, de esas humillaciones, de esa indiferencia, de esos gritos contra ti, de ese desprecio, de ese aparente fracaso, tú vuelves vencedor, vuelves victorioso y vuelves para renovar nuestra vida.

Es una semana en la que prolongamos el domingo de resurrección todos los días, en la que la iglesia está llena de flores y en la que nos asomamos a esos pasajes tan hermosos, tan bellos, de tus apariciones, aquellos que convivieron contigo durante los años de tu vida pública. Y es bonito afrontar estos pasajes con actitud de contemplación, intentando meternos dentro de ellos, intentando ver lo que sintieron en sus corazones, todos aquellos que estaban desanimados, frustrados, que en el fondo pensaban que todo se había ido al traste, que después de haber dejado tantas cosas, nada había merecido la pena, y que en ese domingo de resurrección, viendo la piedra quitada del sepulcro, viendo esa losa inmensa apartada y viendo que dentro no había nadie, de repente sintieron que algo nuevo podía estar pasando.

Hoy en el Evangelio contemplamos a María Magdalena, la primera que peregrinó a ese lugar santo. Es una mujer singular, una mujer especial, que estaba enamorada de ti Jesús, que quería estar cerca de ti, que quería estar en el último lugar donde te había visto, que no se conformaba con asistir desde lejos a todo lo que estaba sucediendo, sino que algo en su corazón le decía que ese era su lugar. Llorando a las puertas del sepulcro, porque veía que ya no estabas ahí dentro, porque sentía la ausencia del amado, porque aquel en el que había puesto todas sus esperanzas, aquel que había dado sentido a los últimos años de su vida, de repente había desaparecido de su vista, le sentía lejos.

Quiero pedirte Jesús que me ayudes a acompañar hoy a María Magdalena, a levantarme pronto como ella, a seguirla en esa peregrinación al santo sepulcro, con ese silencio, con ese recogimiento, con esa soledad que tanto me ayuda a sentir tu presencia. Y que llore a su lado, que llore pensando lo que sería una vida sin ti, una vida sin tenerte cerca, una vida sin que tú fueras mi punto de referencia, porque a veces lo doy tan hecho, tan por sabido, que en el fondo acabo por no valorar tu cercanía. Qué hermosa es la mañana del Domingo de Resurrección.

Es una mañana la que tenemos que volver una y otra vez, porque se ha encendido una luz que nunca jamás se va a apagar. Y no sólo es una luz para el mundo, una luz para la historia de la humanidad, sino que es una luz para toda mi historia, para todas esas cosas que a veces considero que son pequeñeces, pero que me condicionan, que me limitan, que a veces me entristecen y que con tu resurrección Jesús han quedado iluminadas. Llama mucho la atención en estos pasajes de tus apariciones resucitado Jesús, que no te reconocen.

Que no te reconoce María Magdalena cuando de repente apareces y te toma por el hortelano. Que no te reconocen los discípulos de Maús que camino de esa aldea tristes, desanimados, cuando tú te pones a su lado a conversar con ellos, sienten que eres alguien que no te has enterado de nada de lo que ha pasado en Jerusalén, que en el fondo estás un poco a por uvas e incluso esos apóstoles que están pescando en el lago de Tiberiades, cuando de repente sienten que su noche ha sido infructuosa y ven a ese extraño