

Description of Capítulo 2
Después del amor y otros cuentos - Capítulo 2
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El dilema de Genoveva Montanaro.
«Tú eres toda una mujer», le dicen a Genoveva sus amigas en el café o en el restaurante.
«No tienes por qué vivir con un hombre así.
Reaz tu vida, cásate con alguien de tu misma educación».
A Genoveva le chocaba correr porque de algún modo las ideas se le iban agolpando en la cabeza como en un insomnio, de manera absurda, sin que las buscara y se volvían repetitivas, obsesivas, desagradables, como un mal pensamiento que uno quiere evitar y que vuelve una y otra vez en contra de la voluntad, del libre albedrío, de la paz interior.
Eso a pesar de que le había dado por correr con un Walkman escuchando música clásica.
Ahora lleva la séptima de Beethoven y aguarda con gusto a que llegue el segundo movimiento que es el que más disfruta, el más poético y delicado.
La banda elástica que usa en la cabeza debería impedir que el sudor le cayera en los ojos, pero no. De vez en cuando alguna gota logra colarse, resbalar por su frente y caerle dentro del ojo, lo cual no impide que ella siga corriendo a pesar del ardor, sin perder el ritmo ni la respiración. Aunque se frote el párpado o se seque con la manga de la sudadera y siga su marcha para completar los tres kilómetros que se había impuesto diariamente, si es que acaso deseaba conservar esa figura que desde siempre le habían alabado y que no deseaba perder a pesar de que ya haya entrado a los 30 y corre el peligro de convertirse en una jamona, expresión que tanto odió desde que era jovencilla cuando se lo aplicaban a las señoras mayores y que también describe a las mujeres que se dejan engordar y les salen los jamones, las papadillas, las llantitas, los dobleces y la celulitis, y que hace que se pongan bofas y se pasen de buenas, pero no.
Ella no se lo va a permitir, así le cueste la vida. No quiere llegar a ser nunca eso, una vieja jamona y por lo mismo a pesar de todo, sigue levantándose todas las mañanas a correr, tempranito, antes de las siete, como antes cuando Ramiro se metía al baño a afeitarse y a bañarse, previo a que pasara revista a su guardarropa, cuidándose de no repetir el mismo traje durante la semana y luego eligiera la camisa adecuada e inmediatamente después sacara la corbata precisa y los zapatos justos, todo en perfecta combinación para bajar lucidor, elegante, con prestancia a desayunar y luego salir hacia la oficina en su flamante coche y mientras ella corría sabía que no había problema porque para esa hora Antonio, el mozo, ya estaría levantado, en la cocina, exprimiendo las naranjas para llevarle el jugo fresco a su marido, porque a Ramiro no le gustaba el jugo más que recién hecho y tomárselo después de bañarse, pues alguna vez que ella quiso hacerle una pequeña trampa porque se le había olvidado comprar las naranjas y salió al puesto de la esquina, pero él lo notó de inmediato porque lo había dejado reposar cerca de media hora, mientras él se acababa de arreglar y Ramiro probó el jugo y comentó que tenía un sabor rancio, que se le había quitado lo dulce, que sabía a rayos y por eso ella se había dejado de preocupar, porque a Antonio les había salido lo que se dice una maravilla, pues además de que sabía cocinar, era buen repostero y sabía coser y era muy cariñoso con los niños, sobre todo con Ramirito, que era el más chico, aunque también jugaba con Yuli.
Por momentos, mientras ella plancha la ropa en la sala del pequeño departamento donde vive con Enrique, sus hijos ya dormidos en la otra recámara siente el deseo de huir y escapar. Se pregunta qué hace allí. Ella, Genoveva Montanaro, metida con ese hombre que se la pasa eructando mientras lee el periódico en calzoncillos, que tiene una escupidera en la sala de la casa, que come como una bestia.
Así que desde hacía más de un año salía de su casa hasta el Parque de las Arboledas, a unas cuantas cuadras, donde podía respirar un poco más de aire puro. En el camino iba haciendo un poco de calistenia de modo que cuando llegaba ya se sentía lista para empezar a correr junto con toda esa gente que tenía esa misma inquietud, aunque no, pensándolo bien, tal vez no todos iban con el anhelo de mantener bien su cuerpo.
Muchos de los que corren tienen figuras feas. Apenas levantan las piernas, como si nunca en su vida hubieran hecho ejercicio, como si nunca les hubieran comentado que para correr hay que levantar un poco las rodillas, y que las zancadas grandes son más eficientes y saludables que esos pasitos con los pies abiertos que hacen que las corran bien.
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