

Description of Capítulo 3
Después del amor y otros cuentos - Capítulo 3
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La hermana. Isabel había finalizado con su lectura. Papá dormitaba. Estaba a punto de ser dado de alta y le quedaba tan solo una semana en el hospital. Mónica, concentrada en su tarea, alcanzó a ver que Isabel salía del cuarto. Cuando estuvo de vuelta, José Luis, en cama y con la pierna en alto, la detuvo y la acosó a preguntas en voz apenas audible. «Oye, ¿y ustedes dónde estudian? ¿Tienen muchos amigos? ¿Novio? Yo no sé todavía cuánto tiempo me van a tener aquí, pero tal vez nos podamos ver cuando salga. ¿No crees? ¿Me das tu teléfono? Para saludarte de vez en cuando ahora que tu papá se va de aquí, ¿no?» Sí, papá había sufrido un accidente en la carretera a Puebla durante un viaje de negocios. Se zafó la cadera y se fracturó ambas piernas.
Lo tuvieron que enllezar de las axilas hacia abajo, de manera que quedó prácticamente inmovilizado y en reposo absoluto en el hospital donde se encontraba desde hacía más de tres meses.
Los fines de semana iba a verlo toda la familia. La madre, Isabel, la mayor, que entonces tenía 17 años, Luis, el más chico, de apenas 12, y ella, Mónica, que acababa de cumplir los 15.
Debido a las obligaciones de la casa y a las tareas escolares, se turnaban para ir al sanatorio y acompañar a papá durante la semana. Los lunes, los miércoles y los viernes iban mamá y Luis.
Tan pronto terminaban de comer, mamá se arreglaba. Le pedía a Luis que se lavara los dientes, que se peinara, que trajera un suéter, su mochila, y que no se te olvide nada que ya sabes que en el hospital no podemos conseguir ni cartulina, ni goma, ni colores. Y salían volando. De donde vivían, en Tizapán, caminaban hasta la Avenida Revolución. Ahí esperaban el tranvía que los llevaba hasta Insurgentes y Félix Cuevas, en donde tomaban el camión para llegar hasta las calles de Pensilvania, donde estaba el sanatorio. En esa época eran pocas las familias que tenían coche y el de ellos había quedado destrozado por el accidente de papá, además que por entonces mamá aún no sabía manejar.
Mamá y Luis se pasaban toda la tarde en el hospital. A casa volvían poco antes de las 8 de la noche, justo a tiempo para merendar, para que Luis se bañara, viera un rato la tele y se acostara a dormir, pues era al que más trabajo le daba levantarse. Los martes y los jueves les tocaba a Isabel y a Mónica hacer la visita. Después de la comida recogían sus platos, los lavaban, seleccionaban los libros y cuadernos de la escuela y se iban a tomar el tranvía sin siquiera cambiarse el uniforme del Regina, pues no podían perder mucho tiempo. Durante la mayor parte de la convalescencia, papá estuvo solo en su cuarto a pesar de que había dos camas.
Cuando ellas llegaban, papá la saludaba con cariño y le decía a Isabel, «deja que Mónica haga su tarea mientras tú me lees. Cuando ella termine, te pones a estudiar y dejas que la Móni platique conmigo». Mónica tenía fama de distraída y no era muy buena estudiante. Isabel, en cambio, era la primera de su clase y todos la consideraban cumplida y responsable. Así que Mónica se echaba en la cama vacía con sus libros y cuadernos mientras Isabel le leía a papá Rob Roy, El Anticuario, Ivanhoe y quién sabe qué tantas otras novelas de Walter Scott, que parecía ser el único escritor que le interesaba a papá.
Mientras hacía su tarea, Mónica oía la voz de Isabel un poco engolada, de señorita modelo, que leía pausadamente y con buena entonación. El lector no habrá olvidado que el combate se decidió en favor de Ivanhoe gracias a la ayuda que recibiera de un caballero desconocido a quien, por la conducta pasiva e indiferente que había mostrado antes durante el día, los espectadores le habían dado el mote de «le noir fainéant». Así que cuando Mónica acababa con su tarea o se sentía cansada o cuando la anécdota que Isabel leía la jalaba, como en la parte en que Ivanhoe salva a Rebeca de morir en la hoguera, dejaba sus cuadernos y se ponía a escuchar el desenlace hasta que papá decía «ya, suficiente, el jueves continuamos».
Entonces llamaba a Mónica para conversar mientras Isabel, muy seria, tomaba sus libros y muy recta, se ponía a estudiar en silencio en la otra cama. Como a las siete de la noche en punto, su padre las despedía pues, aunque las visitas podían prolongarse hasta las ocho, él exigía que a esa hora ya estuvieran en casa.
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