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By iVoox Audiolibros El umbral de las brujas 2
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Capítulo 5

Capítulo 5

6/10/2025 · 16:13
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El umbral de las brujas 2 - Capítulo 5

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TEMPORADA BAJA Iba a nadar las once, y don Andrés apenas había terminado de limpiar la alberca. Los ductos se encontraban tapados, manchones de lama se acumulaban en los filtros. La semana entrante, a más tardar a fin de mes, tendría que llamar a Nicolás para que hiciera mantenimiento.

Fastidiado, guardó la red en la bodega y caminó hacia la palapa que hacía las veces de bar. Tomó de un estante la libreta de pendientes, la colocó sobre la barra y apuntó alberca.

Quedaban varias cosas por hacer. Pasar las cuentas de la semana pasada, llevar la carga de blancos a la tinterería. Primero lo primero. Don Andrés comenzó a prepararse su primer chupito del día. Vació una coca-cola de al litro a la mitad, cerró el envase y lo agitó lo más que pudo. Abrió un poco la tapa para que el gas escapara. Agitó de nuevo.

Repitió la operación doce, quince veces, hasta que no quedó una sola burbuja. Llenó el envase con bacardí blanco, lo agitó por última vez y bebió un trago. El refresco tibio mezclado con el ron le raspó la garganta. Una cuba perfecta. «Ya me voy, don Andrés», dijo la señora Mari.

«¿Se le ofrece algo?» «Gracias. ¿Terminó las seis y las siete?» «Sólo faltan las cortinas».

«Pero, oiga, ¿qué cree? Otra vez hicieron nido los murciélagos». «Otra vez».

Don Andrés torció la boca. Esos bichos cabrones. Por más que había intentado clausurar la bodega, siempre se las arreglaban para anidar. La culpa era del dueño por construir ese cuarto inútil en la azotea. Ahora había que poner la naftalina, limpiar el extremento y tapar el agujero.

«Mañana paso a la tienda del judío. El fin de semana vaciamos todo».

«Muy bien, don Andrés. Acuérdese de comprar también desinfectante».

«Traigo todo, no se preocupe». La señora Mari se despidió con un gesto.

Tendría unos sesenta años, piernas gruesas y un enorme trasero que se bamboleaba de un lado a otro mientras caminaba. Tenía veintidós años trabajando en el hotel, casi los mismos que don Andrés llevaba como encargado. Tomó la libreta de pendientes y apuntó «murciégalos». Luego se instaló en una silla de plástico a la sombra de la palapa. Pensando en la señora Mari, deslizó la mano por debajo del pantalón. Su miembro pareció responder. Unos segundos de agonía y terminó por desinflarse. Decepcionado, don Andrés sacó la mano del pantalón y dio otro trago a su chupito.

Como el día no pintaba bien, mandó a la fregada el resto de las obligaciones y siguió acostado.

Espejismos de sol se prendían y apagaban sobre la superficie de la alberca. Una franja de pasto y un pasillo conducían a las habitaciones. Oculta detrás de unas macetas de bugambilias, una pequeña terraza cedía el paso a la recepción. Don Andrés paseó la vista a lo largo y ancho del hotel. Vendría bien darle una manita de pintura al edificio. Algo más alegre, quizá otra vez amarillo.

El Lunada había tenido buenos tiempos pintado de amarillo. Se disponía a escribir pintura cuando sonó el timbre. Don Andrés dejó su trago en la repisa debajo de la barra. Iba por la terraza cuando el timbre volvió a escucharse. «¡Momentito, momentito!» La recepción era una sala pequeña con mostrador de cemento y marinas adornando las paredes. Se encontró con una morena regordeta de unos veintitantos años derrumbada sobre uno de los sillones. Bermudas azules, playera holgada con un tucán estampado.

Su compañera, pelirroja de pecas con cuerpo de niña, esperaba de pie frente al mostrador. Traía un vestido floreado, sus hombros estaban enrojecidos por el sol. «Buenas tardes», dijo la pelirroja. «¿Hay habitaciones?». «Claro que sí, señorita. ¿Doble o sencilla?». «Sencillas», intervino la tucán. «¿Y lo más separadas posibles?». «¿Doble, por favor?». «¿Cuántas noches?». «Hoy nada más». «¿Cuatrocientos pesos?». La pelirroja se volvió hacia su amiga y le preguntó qué opinaba. «Como quieras», dijo la tucán. «Tenemos alberca, restaurante...».

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