

Description of Capítulo 6
El umbral de las brujas 2 - Capítulo 6
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La ráfaga. ¿Tenían que llegar al puente de Escobedo al anochecer o estaban perdidos? Así de sencillo. Si a ese cabrón supersticioso, hijo de puta de Carvajal, le daba miedo pasar mercancía de noche, tampoco se atrevería a perseguirlos. Y cuando amaneciera, ellos se encontrarían fuera de su alcance, volando hacia Río, Buenos Aires o cualquier otro sitio paradisíaco de los que salen en las películas. A Gonzalo no le importaba el destino.
Si jugaban bien sus cartas, con la plata que llevaban y un poco de suerte, el futuro se encontraba asegurado. Solo tenían que cruzar el puente y llegar a la frontera. Ya después se ocuparían de todo. ¡Pinche calor, se me están derritiendo las nalgas! Arcelia apoyó las piernas sobre el tablero de la camioneta, se levantó la falda y comenzó a echarse aire. ¿No llevaba ropa interior? El tatuaje de colibrí despuntaba sobre su pubis y se elevaba hasta el vientre.
«Los ojos en el camino», sonrió la chica cuando Gonzalo se distrajo para echarle un ojo.
Lejos, en el horizonte, el sol de la tarde comenzaba a ocultarse. Un estudio abarrotado de bastidores, caballetes, tubos de pintura. Junto a la ventana, Carvajal retocaba su última obra. Colibríes de colores elevándose contra el cielo oscuro. «Mis abuelos me enseñaron que los chupamirtos son los dioses del viento», dijo el hombre concentrado en el plumaje de los pájaros. Gonzalo asintió nervioso.
Semanas antes había ganado el primer lugar en el Frontera Film Fest con el documental «Los muertos del alba». Recibió una cámara Rebel T6 y 20 mil pesos de premio. Carvajal lo mandó a llamar unos días después. Sicarios recogieron a Gonzalo, le vendaron los ojos y lo trasladaron hasta el rancho La Espinita. Y ahora estaba allí, esperando a que el dueño de toda la región acabara su pintura. Me gustó su trabajo.
Carvajal se volvió hacia Gonzalo. Una gruesa cicatriz bajaba del rabillo del ojo hasta la comisura de los lacios. «Voy a contratarlo». «¿Quiere que dirija una película?» «Quiero que grabe los quince años de mi hija». «Por supuesto, señor Carvajal. Aquí estoy, a sus órdenes». «Tengo unas cámaras fregonas. Tengo equipo». Carvajal estiró la mano hacia un anaquel y le entregó una bolsa de soriana. Gonzalo no supo qué decir cuando descubrió el contenido. Nunca en su vida había visto tanto billete.
En el tablero de la camioneta, la aguja había llegado a la línea roja que indicaba vacío. «Necesitamos gas», dijo Gonzalo. «¿Te dije que le pusieras en San Pedro y que nos viera todo mundo? Hubiera sido mejor que quedarnos en medio de la nada». Gonzalo se limpió el sudor de la frente y siguió manejando. Se las habían arreglado para librarse de Carvajal y conseguir una camioneta. Su plan amenazaba con venirse abajo por culpa de medio tanque de combustible. «Espérate, espérate», dijo Arcelia. «¿Qué pasa?». «Allá había algo».
Detrás de una colina, al final de un camino de terracería, se divisaba una vieja estación de servicio. Techo de dos alas, porche de madera. Gonzalo sonrió al recordar el viejo comercial de televisión que les mostró su profesor de teoría y lenguaje publicitario, donde un anciano y un elefante, trepados en un camión Stakitas Nissan, recorrían las zonas más recónditas de la República. «Quizá andaban escapando de Carvajal», pensó mientras se enfilaba la pick-up hacia el sendero polvoriento. La sonrisa se esfumó tan rápido como vino.
El lienzo charro de la espinita se había adaptado como salón de fiestas. Carvajal mandó a cubrir la tierra con duela desmontable y techarla con tres carpas. Al fondo se levantaba un escenario con dos torres de luces y bocinotas a los lados. El vocalista del grupo, Carnero, cantaba a todo volumen su versión en paso doble de «Amor eterno». Gonzalo iba de un lado a otro en busca de las mejores tomas. La llegada de los invitados, la misa en la capilla del rancho, el vals de Arcelia, el pastel, los mariachis. Cuando pasó frente a la mesa principal,
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