

Description of Castigo en el internado
Tras el castigo de Olga a manos de la profesora de aleman, Emma quiere sentir su dosis de placer
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Los pasillos del internado vibraban con una excitación contenida, un murmullo febril que se propagaba entre las alumnas de último curso. El nombre de Olga, y sobre todo el de la señorita Helga, resonaban en cada rincón, cargados de una tensión palpable. La historia corría como la pólvora. Olga, pillada fumando en los baños, había recibido un castigo ejemplar de la nueva profesora de alemán. Un castigo que, según los susurros que teñía en el aire de morbo y fascinación, había involucrado la temida regla de madera y unas cuantas nalgadas bien sonoras.
Yo, Emma, escuchaba en silencio, fingiendo indiferencia mientras el revuelo me calaba hasta los huesos. No fumaba, la verdad me daba igual el tabaco, pero algo en la historia de Olga, en la imagen mental de la señorita Helga imponiendo su disciplina con esa regla inflexible, despertaba en mí una curiosidad intensa, una corriente subterránea de excitación que me ruborizaba las mejillas en secreto.
La señorita Helga, su nombre ya tenía una resonancia diferente en mis oídos, un eco de autoridad y severidad que contrastaba con la dulzura habitual de nuestros profesores. Recién llegada de Alemania, con su porte estricto, su acento marcado y esa mirada azul que parecía penetrar hasta el fondo del alma, había impuesto un nuevo orden en el internado, una disciplina prusiana que, hasta ahora, solo habíamos vislumbrado en las películas.
Y ahora, el rumor del castigo a Olga. Mis compañeras hablaban de ello con un brillo travieso en los ojos, comentando el número exacto de golpes, la intensidad del llanto de Olga, el rostro impasible de la señorita Helga mientras impartía justicia con su regla de madera. Para mí, no era solo morbo adolescente. Era algo más profundo, más oscuro. Era la imagen de la autoridad femenina, fuerte e implacable, ejerciendo su poder sobre un cuerpo sumiso, doblegado bajo el peso de la disciplina. Y esa imagen, lo confesaba solo a mi reflejo en el espejo, me excitaba de una forma inquietante, fascinante.
No entendía muy bien por qué, pero la idea de sentir el rigor de esa disciplina en mi propia piel, el ardor de la madera sobre mis nalgas, la humillación dulce de ser corregida por la señorita Helga, se había instalado en mi mente como una semilla prohibida, germinando en pensamientos cada vez más audaces.
Nunca había fumado, ni siquiera se me había pasado por la cabeza, pero de repente, ansiaba sentir la vara de la señorita Helga sobre mí, experimentar esa descarga de autoridad y castigo que, por alguna razón retorcida, mi cuerpo interpretaba como una forma de placer. La idea rondaba mi cabeza, cada vez más insistente, hasta que finalmente cristalizó en una decisión audaz, casi temeraria.
Si quería sentir la disciplina de la señorita Helga, si deseaba experimentar esa mezcla confusa de temor y excitación, tenía que provocarla, tenía que buscar, de alguna manera, su castigo. Y entonces, en la quietud culpable de mi habitación, la idea surgió, clara y definitiva. Al día siguiente, en la clase de alemán, yo, Emma, no llevaría ropa interior. Una decisión simple, casi infantil, pero cargada para mí de una tensión eléctrica, de una promesa oscura y excitante.
Me visualicé en la clase, sentada en primera fila como siempre, con la falda del uniforme ligeramente más corta de lo habitual, dejando entrever la piel desnuda al cruzar las piernas. Imaginé la mirada escrutadora de la señorita Helga recorriendo la clase, deteniéndose en mí, notando algo... diferente. La idea de su descubrimiento, de su indignación contenida, de la confrontación inevitable, me hacía temblar por dentro.
Pero no de miedo, no sólo de miedo. La mañana siguiente, al vestirme, dudé por un instante. La prudencia me susurraba al oído que era una locura, que estaba jugando con fuego, que la señorita Helga no era una profesora con la que se pudiera bromear. Pero la semilla prohibida ya había echado raíces profundas en mi deseo. La excitación ante la transgresión, la anticipación del castigo, eran más fuertes que cualquier advertencia racional.
Con un gesto decidido, dejé la ropa interior en el cajón. El uniforme, paradójicamente, se sentía ahora como un disfraz provocador, una máscara de inocencia que ocultaba mi verdadera intención, mi entrega voluntaria a la disciplina. En clase, me senté en primera fila, con la espalda recta y la mirada fija en la señorita Helga, que ya escribía en la pizarra con una caligrafía precisa y angulosa. El corazón me latía con fuerza.
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