La conversión
“Por tanto, arrepiéntanse y conviértanse para que sean borrados sus pecados; de modo que de la presencia del Señor vengan tiempos de refrigerio”, Hechos 3:19.
El verdadero arrepentimiento, al que el hombre es llevado por la gracia del Espíritu Santo; siempre va acompañado de la conversión. En otras palabras, no puede haber conversión si no hay arrepentimiento; y lo mismo en el otro sentido: no puede haber arrepentimiento sino hay conversión. Eso es justo lo que dice la Biblia en Hechos 3:19.
Aunque siempre van juntos, el arrepentimiento y la conversión, no son lo mismo. El arrepentimiento es experimentar un gran dolor y culpabilidad por el pecado cometido y un compromiso para abandonar ese pecado. Por su parte, la conversión es justamente la evidencia del arrepentimiento: es volverse en obediencia a Dios.
La conversión no es sólo dejar de practicar el pecado (exterior reformado), sino que va más allá en lo profundo del ser humano: en el corazón y la mente del creyente (interior transformado).
La conversión es no sólo dejar la práctica, sino aún cambiar el deseo y la actitud del alma de la persona. La conversión es un cambio también en los gustos y las preferencias del que se ha arrepentido de sus pecados. Antes de Cristo, las personas teníamos ciertos gustos y preferencias (inclinadas al pecado); pero después de Cristo, nuestros gustos y preferencias fueron cambiados. Ahora anhelamos lo que le agrada a Dios y detestamos lo que a Dios no le agrada.
La forma como una persona va a demostrar que verdaderamente está arrepentida es convirtiéndose de eso que se está arrepintiendo.
Cuantas personas se creen arrepentidas y se sienten mal por lo que hicieron y piden perdón; pero, en su interior saben que la próxima ocasión que tengan de volver a pecar en eso mismo, lo van a hacer de nuevo. Piden perdón por lo que hicieron, pero no están dispuestos a dejar ese pecado y saben que lo volverán a cometer. Ese aparente arrepentimiento no lo es en realidad, porque no va acompañado de la conversión, no va acompañado de la disposición a cambiar.
Tal vez se pueda engañar a las personas con el supuesto arrepentimiento; pero a Dios no se le puede engañar.
Cuando la persona está realmente arrepentida, está dispuesta a no volver a cometer ese pecado. Eso es la conversión.
Aunque Dios conoce el corazón de cada persona y sabe si realmente alguien está arrepentido o no, la conversión es, precisamente, lo que dará testimonio externo a las demás personas, si alguien realmente se arrepintió o no.
Por eso, nuevamente, el arrepentimiento verdadero va de la mano con la conversión; además de la fe en Cristo y de la renuncia al pecado.
El proceso de conversión inicia con la transformación, o regeneración, que Dios hace en el creyente que se arrepiente de sus pecados y pone su fe en Cristo. Dios hace de nuevo a la persona, una nueva criatura como dice 2 Corintios 5:17. Ahí inicia la conversión de la persona, aunque ésta no concluirá mientras habitemos en nuestros cuerpos que están corrompidos por el pecado. El Señor completará nuestra conversión cuando estemos en su Presencia por la eternidad.
Hay personas que dicen que se han convertido al Señor, pero con sus hechos lo niegan.
Con ese tipo de personas podemos concluir que, como no hay un cambio por fuera, tampoco ha habido un cambio por dentro. Tal persona no se ha convertido al Señor. Y si no se ha convertido, por consecuencia, tampoco se ha arrepentido, tampoco ha sido justificado, ni regenerado, y, por lo tanto; tampoco ha sido ni perdonado por Dios. En resumen, una persona no convertida es una persona no salva, no puede ser considerado un cristiano.
Por ello, quienes dan testimonio, si nuestra conversión es verdadera o no, son las demás personas: “Así alumbre la luz de ustedes delante de los hombres, de modo que vean sus buenas obras y glorifiquen a su Padre que está en los cielos.”, Mateo 5:16. Donde hay luz y vida adentro habrá luz y vida afuera. Si no las hay, entonces sólo habrá oscuridad y muerte.
¡Bendiciones!
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