
Crimen en las Hurdes. El crimen de la Corderina

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Las Hurdes, 1920. Una niña de doce años desaparece mientras pastorea en un monte denso. Su cuerpo es encontrado más tarde, mutilado, con vísceras extraídas y sangre derramada. En este episodio de Crímenes que Marcaron España examinamos un caso que combina superstición, curanderos y un asesino que desapareció sin dejar rastro. Es una historia en la que mito y realidad se entrelazan, dejando preguntas sin respuesta y un misterio que perdura en la memoria de la comarca.
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Es una mañana de septiembre de 1920 en Las Hurdes, un rincón de Extremadura donde el sol calienta los montes densos y el silencio solo se rompe por el sonido de los cencerros y el balido de las cabras.
Un pastor, con alforjas al hombro, se cruza con dos jóvenes que cuidan el rebaño.
El aire lleva el aroma de tierra seca y hierbas silvestres, el forastero ofrece pan a cambio de ayuda, y una niña de 12 años, Francisca Sánchez, se ofrece.
Ese gesto, sencillo en apariencia, marcaría el inicio de una historia que pronto quedaría grabada en la memoria de la comarca.
Esto es, Crímenes que marcaron España.
Crimen en Las Hurdes, el crimen de la corderina.
Detrás de los hechos, conozcamos las personas clave de este relato.
Francisca Sánchez.
Francisca Sánchez nació en 1908 en Las Hurdes, una de las zonas más pobres y aisladas de la provincia de Cáceres.
En 1920 tiene 12 años, y como la mayoría de los niños de la comarca, dedica buena parte de sus días a ayudar en las tareas familiares.
Su responsabilidad principal es el cuidado de las cabras, un recurso fundamental para la subsistencia de los hogares urdano.
Es hija de jornaleros, campesinos que trabajan la tierra cuando hay trabajo y que viven con lo justo cuando escasea.
Su piel, endurecida por el sol y el aire de la sierra, refleja desde muy temprano la dureza de una vida marcada por la pobreza rural.
No hay infancia en el sentido que hoy entendemos.
Para Francisca, cada jornada supone esfuerzo y responsabilidad, en un entorno donde cada miembro de la familia debe contribuir para poder sobrevivir.
Así ocurrió, crónica de los hechos.
Es 18 de septiembre de 1920.
La mañana amanece soleada en Las Hurdes, una comarca montañosa y aislada de Extremadura.
En el pico de la Corderina, cerca de Cambroncino, un monte cubierto de vegetación densa, se escucha el balido de las cabras que pastan en la ladera.
El eco de los cencerros se mezcla con el canto de algún pájaro escondido entre los robles.
Desde lo alto, los bancales de piedra y las casas de pizarra se distinguen a lo lejos, diminutos, como si fueran parte misma de la montaña.
Allí se encuentra Francisca Sánchez, una niña de 12 años.
No está sola, la acompañan dos chicos mayores conocidos de ella, Máximo, de 18 años, y otro joven de 15.
Juntos se dirigieron a esta zona para encargarse del pastoreo de unas cabras.
Allí, en las laderas de Las Hurdes, vigilan el rebaño y se aseguran de que los animales se mantengan a salvo mientras buscan alimento entre la vegetación.
Mientras el aire seco trae consigo el olor a tierra, a jaras y a romero.
Como suele suceder en Extremadura, el sol golpea con fuerza y calienta la piel.
En aquella época, los hijos debían colaborar activamente con sus padres en las tareas del hogar y del campo.
Esto incluía labores que hoy se considerarían propias de adultos, como cuidar animales o trabajar la tierra.
El día transcurría con normalidad.
Nada extraordinario había ocurrido hasta ese momento.
Los jóvenes revisaban que los animales se dispersaran lo menos posible mientras buscaban alimento.
Estaban muy cerca de sus hogares, lo que les daba una sensación de seguridad.
Los niños se concentraban en vigilar al rebaño, atentos a cada movimiento de los animales.
Eran aproximadamente las 10 de la mañana cuando apareció un hombre en la zona.
Se trataba de un hombre alto y delgado, cuya manera de hablar daba a entender que era extranjero.
La cara la llevaba medio cubierta con un pañuelo negro, por lo que no se pudieron distinguir sus rasgos con claridad.
Su vestimenta también llamaba la atención.
Llevaba una camisa, remendada en varios puntos, con costuras visibles que delataban el desgaste del tiempo y el uso constante.
A la espalda cargaba unas alforjas pesadas, como si transportara un equipaje de largo recorrido.
Además, protegía la cabeza con un sombrero ancho que completaba su aspecto.
En conjunto, su presencia transmitía dudas.




















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