Dante Gebel #920 Mas alla del rio azul

Hace unos años, hicimos una gira por Estados Unidos, por la Unión Americana y una de las paradas obligadas fue la ciudad de Washington, D.C.

Así que le pedí a nuestro misionero, que integre también nuestro board, nuestro comité, nuestra comisión, Rob Owen, que me llevara a un sitio en particular que yo siempre había querido conocer, Washington, insisto.

Recuerdo que un cielo gris dejaba caer una capa de llovizna, me abrigué lo más que pude con un sobre todo, con un saco grande, una bufanda, una chaqueta de lana, el frío era espantoso, y los árboles desnudos del pleno otoño completaban el marco de fondo.

Caminé algunos metros, bajé por una acera empinada y allí estaba a priori el monumento a Washington, el Lincoln Memorial y finalmente un enorme muro que enumera los nombres de los más de 58 mil militares que perdieron la vida durante la guerra de Vietnam, el Memorial de los Veteranos de Vietnam.

Me llamó mucho la atención.

Es el muro de los lamentos de toda una generación.

Miles de nombres grabados en lápidas de mármol negro, una lista interminable de soldados muertos en acción.

Y, obviamente, detrás de cada nombre hay una viuda solitaria, una madre angustiada, un niño huérfano.

Y yo noté que algunas personas ahí llevaban una hoja de información que te dan en Washington, que les indica en cuál lápida buscar a su ser amado, en dónde encontrar el nombre.

Y escuché a una mujer que le preguntaba a su hijo, lo encontraste, todos los nombres tienen un número, dijo ella.

Todos los nombres se corresponden a un número.

Y en ese instante pensé, es cierto, todos los nombres tienen un número y, tarde o temprano, ese número va a ser llamado.

Tarde o temprano, ese número va a ser citado.

Y, de pronto, dejé de concentrarme en las letras, en los nombres, y me detuve en el muro y vi mi propio reflejo sobre el mármol brillante.

Entonces, por alguna razón, yo recordé que también me he estado muriendo desde que empecé a vivir.

Y que la cuna y la tumba entre el útero y el sepulcro es una cuenta regresiva, un candaún.

Y que mi nombre también algún día estará grabado en una lápida de granito.

Entonces, concluí algo que todos sabemos pero que reprimimos, que la muerte es el intruso en el vecindario.

Y lo vemos cada vez que escoltamos una procesión encabezada por un coche fúnebre, está en la sala de espera cuando el médico sale a dar el parte de las 7 de la tarde, detrás de esa puerta doble de la unidad de cuidados intensivos, está ahí cerca y más sordido, cuando contemplamos las fotos de gente que se está muriendo de hambre y que tiene el estómago hinchado.

Está también ahí, a pocos metros nuestro, cuando aminoramos la marcha del automóvil y en el peor de los casos pasamos y vemos el metal arrugado y los cadáveres cubiertos de sábanas en medio de la ruta del freeway.

Y nos parece tan obscena la muerte, tan obscena, que nos negamos a creer que también nosotros tenemos un número y que nos va a tocar irnos.

No estamos en el muro de los veteranos de Vietnam, pero estamos escritos en cierto lugar donde nos corresponde un número.

Pero nosotros acomodamos nuestra vida en torno a ignorar, evitar o reprimir el hecho más irrefutable del mundo, que todos, indefectiblemente, vamos a morir.

Cuando era pequeño yo me acuerdo que mi madre me leyó la parábola titulada La Muerte o Muerte en Teherán.

Muerte en Teherán es un cuento corto que dice que un sirviente corre hacia su adinerado amo gritando que acaba de toparse con la muerte la cual lo había amenazado.

Entonces le suplica a su amo que le dé un caballo muy fuerte.