

Description of Desnuda bajo la lluvia
Mi Amo quiere que exhiba mi cuerpo, el me espera, yo obedezco
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La tarde de verano se había vestido de gris plomizo, presagiando una tormenta que se demoraba, tensando el aire como un arco a punto de disparar. En mi pequeño apartamento, la espera se me hacía eterna. Cada tic-tac del reloj parecía un redoble de tambor anunciando la llegada de su llamada. Era una sensación familiar, una mezcla embriagadora de anticipación y una ligera punzada de inquietud. No sabía qué tenía planeado para hoy. Pero la incertidumbre era parte del juego, el lienzo en blanco sobre el que él pintaría sus deseos. De repente, el cielo se desgarró.
Un rugido sordo precedió a la descarga de agua, una tromba torrencial que azotó las calles con furia. Las gotas gordas y frías golpeaban las ventanas como si quisieran entrar, empañando los cristales con un velo opaco. Justo cuando la tormenta alcanzaba su punto álgido, mi teléfono vibró sobre la mesa. Un mensaje. Mi corazón dio un vuelco. Abrí el mensaje con manos temblorosas. Una sola frase, concisa y directa, como todas sus órdenes. «Ya puedes venir». El vestido blanco. «Nada más. Ahora». Una oleada de excitación me recorrió el cuerpo, disipando al instante cualquier rastro de nerviosismo.
El vestido blanco. Ese regalo suyo, de gasa ligera como una caricia de verano. Sabía lo que implicaba. Obedecí sin dudar. Me levanté de un salto, sintiendo la adrenalina correr por mis venas. Abrí el armario y saqué el vestido. Era vaporoso, casi transparente incluso en seco. Me lo puse con cuidado, sintiendo la suavidad de la tela contra mi piel desnuda.
«Nada más». Ni siquiera la familiar comodidad de la ropa interior. Un escalofrío recorrió mi cuerpo al pensar en la revelación que me esperaba. Mis pies descalzos tocaron la fría cerámica del suelo. Una punzada de incertidumbre fugaz intentó asaltarme, pero la ahogué de inmediato. Su orden era clara. Salí del apartamento, cerrando la puerta tras de mí, enfrentándome a la furia desatada de la tormenta.
En el instante en que crucé el umbral, el agua me azotó con violencia. En segundos, el vestido blanco, tan ligero y delicado, se convirtió en una segunda piel empapada, adhiriéndose a cada curva de mi cuerpo, revelando sin pudor mi desnudez. La gasa, ahora transparente como el cristal, dejaba al descubierto mis pechos, mis pezones erectos por el frío y la excitación, la línea suave de mi vientre, el triángulo oscuro de mi sexo. La tromba de agua era monumental.
Las calles parecían ríos desbordados, y el viento jugaba con el vestido, ondeándolo alrededor de mis piernas como una bandera blanca rendida a la tormenta. A pesar del frío que me calaba a los huesos, una sensación de calor intenso se encendió en mi interior.
Esta era mi penitencia, mi ofrenda, mi particular forma de sumisión, impuesta por él, aceptada por mí con una mezcla de temor y un placer inconfesable. Caminé con paso decidido, ignorando las miradas de la gente que se cruzaba en mi camino. Algunos apartaban la vista con pudor, otros no podían disimular su sorpresa, su curiosidad, incluso su lastivia ante la inesperada revelación de mi cuerpo bajo la lluvia torrencial. Sentía sus miradas, el escrutinio de sus ojos y una punzada de vergüenza se mezclaba con una extraña sensación de poder, delibertada al exponerme de esta manera, bajo la protección invisible de su mandato.
Cada gota de agua que resbalaba por mi piel era una caricia fría y excitante. El vestido empapado pesaba sobre mí, pero no me importaba. Estaba en camino hacia él, cumpliendo su voluntad, y esa era mi única prioridad. La lluvia torrencial, la mirada de los extraños, el frío que me hacía temblar, todo era parte de esta experiencia, de este inicio inusual de nuestra tarde de sumisión. Finalmente, divisé su casa al final de la calle. Las luces cálidas brillaban a través de las ventanas una promesa de refugio, algo más.
Aceleré el paso, sintiendo la excitación crecer con cada metro que me acercaba. Al llegar a la puerta, empapada hasta los huesos, temblando de frío y de anticipación, la abrí sin dudar. Él estaba esperándome. Su figura alta y dominante se recortaba contra la luz del interior. En sus manos sostenía una toalla grande y suave. Su mirada recorrió mi cuerpo de arriba abajo, deteniéndose en cada detalle de mi desnudez revelada por la lluvia.
No había sorpresa en sus ojos, sólo una satisfacción tranquila, la confirmación de que había obedecido, de que me había entregado por completo a su voluntad, incluso antes de cruzar el umbral de su casa. Una leve sonrisa se dibujó en sus labios mientras extendía la toalla hacia mí. «Veo que la tormenta no te ha detenido. Eres una buena chica. Te recompensaré con lo que más te gusta». Y en ese instante, mientras tomaba la toalla de sus manos, sintiendo el suave tejido contra mi piel helada, supe que la tarde de sumisión, esa que tanto había anticipado, ya había comenzado. Y la intensidad de este inicio.
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