
DEx 08x35 Falsas Banderas: La Guerra Invisible

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¿Hasta dónde llega el arte de la manipulación? Desde piratas del Caribe ondeando pabellones engañosos, pasando por explosiones sospechosas y atentados orquestados, hasta la era de los deepfakes y la desinformación viral, exploramos la historia secreta de las banderas falsas. Un viaje fascinante que une guerras, política y ciberespionaje, y nos obliga a preguntarnos: ¿quién mueve realmente los hilos de la realidad? Prepárate para descubrir que, en estos días extraños, nada es lo que parece… y todo puede ser una jugada maestra de manipulación.
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Hola amigos, hola amigas, bienvenidos una semana más a nuestra cita en estos días extraños.
¿No tienes a veces la sensación de que todo suena igual? Que da igual que pongas las radios Spotify, te asomes a TikTok, todo es igual, melodías intercambiables, estribillos pegajosos, bases clonadas y de fondo un murmullo incesante que apenas deja espacio para el silencio.
Vivimos en la era de la saturación musical, donde la originalidad parece haberse ahogado, en un océano de repeticiones y de modas fugaces, canciones que nacen, canciones que estallan, canciones que desaparecen en cuestión de días, como fuegos artificiales que apenas iluminan la noche un instante antes de desvanecerse. Y uno se pregunta si es casualidad que mientras todo esto ocurre también la sociedad parezca ir a la deriva fragmentada, confusa, cada vez más incapaz de encontrar un ritmo común. A lo mejor nuestra música insulsa y sin alma es reflejo de nuestra sociedad igualmente insulsa e igualmente sin alma.
Viajemos un momento al pasado, porque esto del caos musical no es nuevo. Los antiguos griegos y los sabios de la china imperial ya lo tenían claro, cuando la música perdía su armonía, la sociedad entera se tambaleaba. Y no era una superstición, para ellos la música era el termómetro de la civilización, el reflejo del estado del alma colectiva. Platón por ejemplo defendía que la música debía regirse por reglas estrictas, igual que la propia sociedad.
Si cada uno tocaba lo que le venía en gana, si los músicos dejaban a un lado la técnica, la tradición para buscar solo el aplauso fácil o ganar unas monedas, no tardaba en llegar el desorden, primero en el escenario y luego en la calle. Los guardianes de la música que los había, los musicoi, eran tan importantes como los guardianes de la ley, porque entendían que el caos en la partitura acababa contagiando la vida real. Y en la china de la dinastía Zhu, tres cuartos de lo mismo, cuando los rituales musicales se perdían, el imperio se descomponía. Y oye, quizá entendieron algo, quizá no andaban tan desencaminados.
Y llegamos al presente, donde ni Platón ni Confucio habrían dado crédito a lo que está sucediendo. Porque aquí ya no manda el artista, ni el experto, ni el DJ, ni el locutor, ni el crítico musical de toda la vida. Ni siquiera manda el público, aunque nos guste creerlo. Hoy quien corta el bacalao, o mejor dicho, quien afina a la orquesta, es el algoritmo.
TikTok, Spotify, Youtube, plataformas donde la música se cocina a la carta, pero no según criterios de belleza, de profundidad, de actitud. No, sino lo que más rápido entra, lo que más fácil se olvida, y lo que más likes genera en menos tiempo. El resultado es una música diseñada para el golpe de dopamina, para el gusto inmediato, para el scroll nervioso.
El valor de cosas como la excelencia técnica, la emoción trabajada, el mensaje con fondo, la provocación, todo eso pasa a un segundo plano. Lo que ahora importa es el enganche de los primeros segundos, el estribillo viralizable, la coreografía replicable. Platón hablaba de la teatrocracia, el gobierno del capricho del público, pero hoy ya ni eso. No es que mande la multitud, es que manda el capricho del algoritmo que ni siente ni entiende, que solamente calcula. Que le importa un rábano el arte, los artistas, y mucho menos los consumidores de ese arte. Y claro, esto tiene efectos secundarios, nos hemos acostumbrado a eso.
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