Ecos de Leyenda: Eris, personificación de la Discordia

El Olimpo resplandece en fiesta. Un banquete celebra las bodas de Peleo y Tetis, y los dioses, engalanados, se reclinan en lechos bordados de púrpura. Copas de néctar circulan sin descanso, la música de las musas acaricia el aire y los perfumes de mirra y resina flotan como un humo dulce. La escena parece perfecta, un Olimpo incalma, un orden inquebrantable.

Pero en el borde de ese orden acecha algo más. Eris. Ha sido invitada, nadie la quiere allí, nadie se arriesga a ofrecer asiento a la discordia. Pero las puertas no son un obstáculo para ella, su naturaleza es infiltrarse y lo hace como el frío que se cuela por una rendija.

Avanza sin anunciarse, sus pies descalzos no suenan, pero su presencia pesa. La risa de los dioses se corta un instante, sin que sepan por qué. Es esa incomodidad que interrumpe un brindis, el silencio abrupto que se cuela en una conversación animada. Ella es hija de la noche, hermana del sueño y de la muerte.

No necesita corona, ni cetro, trono, invitación. Su poder consiste en quebrar lo que parecía firme. En su mano sostiene un fruto, una manzana bruñida, dorada, como arrancada al mismísimo sol. Sobre ella, una inscripción breve pero afilada. Para la más bella. Nadie la escucha pronunciar palabra, solo deja que el fruto ruede por el mármol.

Las alas se congelan. Afrodita, Hera, Atenea. Tres diosas. Tres egos colisionando a la velocidad de la luz. La manzana brilla en el suelo y el lugar de oro parece un espejo que devuelve pura soberbia. Ninguna retrocede. Cada una posa como si ya hubiera ganado el título de Señora del Olimpo 1.200 a.C. Convencidas de que lo suyo no es orgullo, sino justicia divina.

Zeus finge indiferencia, como quien observa una tormenta formándose a lo lejos. Hermes sonríe con malicia, encantado del espectáculo. Nadie busca ya a Eris, se ha desvanecido entre las sombras. No necesita quedarse, la chispa está encendida y el incendio es inevitable. La manzana rueda, un destello dorado sobre el mármol, apenas un ruido y, sin embargo, todo empieza a inclinarse.

Nadie lo sabe aún, pero ese gesto mínimo, arrojado por despecho, bastará para encender dioses y reyes por igual. De su caída nacerá en el juicio de París, la promesa envenenada de Afrodita, el rapto de Helena y diez años de sangre y ruina. Todo por un título que nadie pidió, una diosada a la que nadie quiso invitar. Ese es el arte de Eris, transformar un gesto minúsculo en catástrofe universal. Me quedaré sin boda, lo que arda Troya. No es su único escenario. En los campos de Ilion, Homero la convoca de nuevo. Allí la discordia no lanza frutos, sino gritos invisibles.

La describe pequeña al inicio, apenas perceptible, y creciendo hasta rozar con su cabeza la bóveda del cielo, mientras sus pies siguen plantados en la tierra. Es una visión monstruosa y fascinante, la encarnación de cómo la contienda empieza siendo un susurro, una fricción diminuta, y termina devorando ejércitos enteros.

Eris camina entre los soldados, hincha sus pechos de furia, aviva la sangre en sus venas, multiplica los gritos de guerra, no empuña espada, no levanta escudo, no necesita hacerlo, sopla sobre la hoguera, y los hombres se encargan del resto. Así actúa siempre. No es la tormenta, es la sombra que se desliza antes del rayo. No es la herida, es la espina que no deja cicatrizar.

Eris nunca se coloca en el centro, pero nada comienza sin ella, no tiene altares, ningún templo la recibe, y aún así, ningún banquete termina sin su sombra, y ningún combate empieza sin su voz. Bienvenidos, esto es Echos de Leyenda.

En la Grecia Arcaica, Eris no era precisamente la diosa a la que quisieras hacerle un sacrificio de vino y miel. Nadie erigía templos para ella, nadie levantaba estatuas. Y sin embargo, siempre estaba presente, como ese invitado incómodo que nunca confirmas en la lista, pero que aparece igual. En la Teogonía de Siodo, se la menciona como hija de Nix, la noche primordial. No hay rastro de Zeus ni de Hera en su nacimiento. Eris procede directamente de la oscuridad más antigua, de ese territorio donde habitan el sueño, la muerte y las moiras.

Es decir, de lo inevitable. No viene de la luz ni del orden olímpico, sino del reverso del cosmos.

Y si su genealogía ya es turbia, su descendencia es un catálogo de horrores con entrada propia en el manual de pesadillas. Siodo enumera a sus hijos con paciencia de notario macabro.

Ponos, el esfuerzo doloroso. Limos, el hambre que vacía estómagos y cosechas. Lece, el olvido que borra memorias. Algia, los dolores. Isminae, los combates. Macae, las guerras. Ponoi, los homicidios.

Androctasiae, las masas.