
"El Difunto" de José María Eça de Queirós

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"El Difunto" (O Defunto) de José María Eça de Queirós es un relato que explora con agudeza y un toque de ironía los temas del amor no correspondido y la naturaleza ilusoria de la pasión.
La historia se centra en Don Ruy de Cárdenas, un joven que se enamora perdidamente de Doña Leonor, la esposa de Don Alonso de Lara. Este amor es una obsesión intensa, nacida de la simple contemplación de Leonor en la iglesia. A pesar de los esfuerzos de Don Ruy por llamar su atención, Doña Leonor permanece indiferente, "soberanamente remota como una estrella".
Música y Ambientación:
Secunda - The Elder Scrolls V
Tales of Darkness
Francisco Tarrega
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El difunto de José María Esa de Queiroz. En el año de 1474, que fue para toda la cristiandad tan abundante en Mercedes de Vinas, reinando en Castilla el rey Enrique IV, vino a habitar en la ciudad de Segovia, en la que había heredado casonas y una huerta, un caballero mozo, de muy limpio linaje y gentil apariencia, que se llamaba Don Ruy de Cárdenas.
Esa casa, que le había legado su tío, arcediano y maestro en cánones, quedaba al lado y en la sombra silenciosa de la iglesia de Nuestra Señora del Pilar, y enfrente, más allá del atrio, en donde cantaban los tres caños de una fuente antigua, estaba el oscuro y enrejado palacio de don Alonso de Lara, hidalgo de gran riqueza y maneras sombrías que, ya en edad madura, todo canoso, había desposado a una niña hablada en Castilla por su albura, cabellos color del sol claro y cuello de garza real.
Don Ruy había tenido por madrina al nacer a Nuestra Señora del Pilar, de la que siempre se conservó devoto y fue el servidor, aunque siendo de sangre brava y alegre, amaba las armas, la caza, los saraos bien galanteados, e incluso a veces una noche ruidosa de taberna con dados y jarras de vino. Por amor y por las facilidades de esta santa vecindad, había tomado él la piadosa costumbre, desde su llegada a Segovia, de visitar todas las mañanas, a la hora de prima, a su divinal madrina y de pedirle en tres abirmarías la bendición y la gracia. Al oscurecer, incluso después de alguna intensa correría por campo y monte con lebreles o halcón, aún volvía para, a la salutación de vísperas, murmurar dulcemente una salve.
Y todos los domingos compraba en el atrio, a una ramilletera morisca, algún ramo de junquillos, o claveles, o rosas sencillas, que esparcía con ternura y cuidado galante, frente al altar de la Virgen. A esta venerada iglesia del Pilar venía también cada domingo Toña Leonor, la tan hablada y hermosa mujer del señor de Lara, acompañada por una ama mal encarada, de ojos más abiertos y duros que los de una lechuza, y por dos imponentes lacayos que la ladeaban y guardaban como torres. Tan celoso era el señor Don Alonso, que sólo por haberlo ordenado severamente su confesor, y con miedo de ofender a la Virgen, que era su vecina, permitía esta visita fugitiva, de la que él quedaba espía, ansiosamente, entre las rejas de una celosía, los pasos y la tardanza.
Todos los lentos días de la lenta semana los pasaba la señora Leonor en el encierro del enrejado solar de granito negro, no teniendo para recrearse y respirar, incluso en las calmas de estío, más que un fondo de jardín verde y negro, cercado de tan altos muros que apenas se avistaba, emergiendo de ellos, aquí, allá, alguna punta de triste ciprés. Pero esa corta visita a Nuestra Señora del Pilar bastó para que Don Ruiz se enamorase de ella, locamente, en la mañana de mayo en que la vio de rodillas ante el altar, en un haz de sol, aureolada por sus cabellos de oro, con las largas pestañas pendidas sobre el libro de horas, el rosario cayendo entre sus dedos finos, fina toda ella y suave y blanca, de una blancura de lirio abierto en la sombra, más blanca entre los encajes negros y los negros rasos.
Alrededor de su cuerpo lleno de gracia se quebraban en duros pliegues sobre las losas de la capilla, viejas laudas sepulcrales. Cuando, después de un momento de arrobamiento y de delicioso pasmo, se arrodilló, fue menos para la Virgen del Pilar, su Divinal Madrina, que para aquella aparición mortal, de quien no sabía el nombre ni la vida, ni sólo que por ella daría vida y nombre, si ella se rindiese por tan incierto precio.





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