Enrico Fermi: El Arquitecto de la Era Atómica

El aire en las gradas del estadio de fútbol de la Universidad de Chicago era denso, no por el rugido de la multitud, sino por la ansiedad silenciosa de los científicos. Era un frío 2 de diciembre de 1942. El mundo exterior estaba sumido en la Segunda Guerra Mundial, pero bajo ellos, en un sótano adaptado, se estaba gestando una batalla distinta. El enfrentamiento final entre la ciencia y lo desconocido.

En el centro de la escena, como el director de una orquesta, estaba Enrico Fermi, con un semblante tranquilo, que contrastaba con la tensión palpable de sus colegas. Durante semanas, los físicos habían trabajado día y noche. Habían apilado bloques de grafito puro y uranio, en una estructura que parecía una pila de leña. Pero que era, en realidad, el primer reactor nuclear del mundo. La pila de Chicago 1 era un experimento audaz.

El objetivo era lograr que la reacción de fisión nuclear no sólo ocurriera, sino que se mantuviera por sí misma, de manera controlada. En ese momento trascendental, el equipo de Fermi se encontraba en una plataforma elevada, un lugar apodado la Galería de los Controles. Debajo estaban los niños de la piscina.

Un pequeño equipo de físicos con un hacha, listo para cortar una cuerda que dejaría caer una barra de control de emergencia. Este era el último recurso, el seguro en un experimento de consecuencias inimaginables. A sólo unos metros de la pila, Eugene Wigner, uno de los colaboradores más cercanos de Fermi, tenía una botella de vino Chianti, que había comprado hacía semanas. Si el experimento tenía éxito, sería para celebrar.

Si fallaba o causaba un desastre, al menos no lo habría comprado en vano. Fermi, con su tiza en la mano, miraba la tabla de registro. Los instrumentos emitían un clic, clic, clic monótono, contando los neutrones que el reactor emitía. Era un pulso débil y errático. Fermi está en la cima del mundo, murmuró uno de los físicos, reconociendo la maestría de su jefe.

A sus órdenes, George Weill, el único físico en la plataforma de control, comenzó a retirar lentamente la última barra de control, la que mantenía el corazón del reactor bajo control. Con cada centímetro que se movía, el clic, clic, clic se aceleraba, aumentando el pulso de todos en la sala. El corazón de los presentes latía al compás de la creciente intensidad de los contadores Geiger. El silencio era abrumador.

La mayoría de los asistentes no entendía la física compleja, pero la tensión en la sala era enorme. Se trataba de un momento de fe en la ciencia y de un acto de confianza en la mente brillante de un hombre. Finalmente, el reloj marcó las 3 y 25 de la tarde. Los contadores de neutrones emitieron un zumbido constante y sostenido, no un clic, clic, clic.