"Estudio sobre el ojo en el terror" de Josep Maria Beà. Un relato de horror y humor negro.

Estudio sobre el ojo en el terror de Josep Maria Bea. Estornudé violentamente y se me cayó un ojo al suelo. El sonido que produjo al impactar sobre las baldosas del cuarto de baño fue muy parecido a la caída de una gran aceituna blanda y pringosa. Dirigí mi rostro al espejo y pude observar aquella mancha negra y profunda. Al cerrar los párpados, la piel que cerraba aquella oqueda sin globo ocular quedaba como una cortinilla tonta y desajustada. La presioné con mi dedo índice y al no ofrecer resistencia en su parte posterior quedó arrugada como si fuera moldeable. Al levantar el párpado quedó semisubido como una persiana estropeada. Me acerqué más al espejo y os aseguro que aquel espectáculo alteraba los sentidos.

Era una pulida brecha en cuyo interior, como un amasijo de gusanos, se removían nervios y tendones al son de un anatómico ritmo. Volví a introducir mi índice y aquella amalgama pulposa se contrajo como el cuerpo de una almeja viva. En lo más profundo de la cueva estaba el cerebro. Era un pozo que en su fondo almacenaba la memoria. Urgué con delicadeza todo lo que pude y al experimentar extrañas percepciones mentales, desistí, retirando decididamente el dedo. Entonces me propuse colocarme de nuevo el ojo en su sitio. Deseaba terminar de una vez con aquella incómoda situación. No podía presentarme ante vosotros de aquella manera, pero el ojo no estaba en el suelo. Desde la entrada de la casa empecé a buscar minuciosamente por todos los rincones sin fortuna.

Me estaba invadiendo un pesado dolor de cabeza cuando al fin descubrí su paradero. En un rincón de una pequeña estancia, junto a un montón de libros abandonados en el suelo, estaba mi gato, lamiendo ávidamente aquel nuevo y brillante juguete. Al intentar quitárselo, el animal lo apresó con la boca y huyó con rapidez de la habitación, creyendo que intentaba jugar con él como en otras ocasiones. Lo perseguí desesperadamente. Mi visión no era estereoscópica y no podía calcular con precisión las distancias. Cuando intentaba coger el gato, se encontraba 50 centímetros más lejos de lo que yo suponía. A veces el animal se volvía hacia mí y el ojo que llevaba en la boca entreabierta modificaba su anatomía facial, transformándole en un abortado polifemo.

Por fin pude rescatar aquella parte de mi cuerpo y me dirigí de nuevo al cuarto de baño. La mala bestia había mordisqueado fuertemente algunas zonas del ojo. Después de lavarlo, me dispuse a reimplantarlo en su lugar de origen. Presioné aquella blanda bola sobre el orificio en el que tenía que penetrar. Era muy difícil conseguirlo al primer intento. Era escurridizo, resbalaba, se me caía de las manos. Por fin el ojo quedó encajado, pero totalmente heladeado. Automáticamente me puse a reír. No podía asimilar con serenidad aquella imagen de mirada extremadamente bizca. Parecía una vieja película de Max Ennett. Por fin pude corregir la posición hasta conseguir la simetría precisa. Por eso llegué tarde a nuestra cita.