

Description of Fernando Quiñones: Interminablemente cae
Voz: Manuel López Castilleja
Música: Schubert - Serenade
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A esa mujer que va a saltar detrás de él por la ventana
todos los días se le va
el niño de las manos.
Ves el cuerpo menudo
rebotando en las peñas y las cuestas boscosas sin acabar de caer nunca o
como si abajo ya volviera arriba a desprenderse
desde el alféizar al hondón del río el infante aquel de Castilla
mientras nuestro erudito oscurece o exalta tal cual frase,
confunde venialmente alguna fecha, algún
dato de la desgracia aunque por fin dice verdad,
verdad como esta otra que te viene:
la de que a ella, a la mujer, llueva o ventee, cunda la tiniebla,
frote un rentable sol su lomo cálido
sobre los autobuses de turismo llegados desde el Azoguejo,
se le va y se le va todos los días,
cada hora, ese niño de las manos.
‘No se sabe, ya nunca va a saberse —nos murmura el hombre, el experto
en segovianidades-. Para mí que fue un susto,
un sobresalto ¡El alma más segura, la más querida!
El rey también gozó de sus pechos, la amó casi
sin mirarle la cara, debe no ser leyenda.
Dicen que media azumbre de leche para el crío
al día, y más’ (te la imaginas
menudica de cuerpo a pesar
de aquellos dos poderes, alegre, ¿edad mediada?).
Y el niño cae interminablemente
cae del pabellón por este lado del Alcázar,
de esa ventana tan alta sobre el Clamores y el Eresma.
‘Dudo de si en política, así fuera legítimo o bastardo el don Pedrín,
no contó luego o influyó lo suyo el accidente.
Todo es oscuro aquellos años —baja la voz con buena probidad el historiador-.
[Ese siglo XIV…’
Tempus
Tempus fugit dijeron los de ayer.
Pasa el tiempo y nos pasa, dijeron los de apenas
algo más tarde, y que ni vuelve ni tropieza.
Pasaron por aquí Roma y los dinerales de La Mesta después,
el rabel chillón, el balido
atestando las plazas y las calles, el oro
enredado al vellón entre el XII, el XIV,
al tiempo que Venecia enriquecía
para bajar también a poco y esta Segovia andaba llena
de «los dichos pastores e rabadanes,
viandantes e camineros, 5 reses
de cada 1000 de lo mejor, obejas e carneros,
como tributo a la cibdad». Pasó Juan Bravo,
y los templarios de la Veracruz, aquellos de ahí abajo en la vereda de Zamarramala,
pasaron y no habrían de volver a su clausura circular,
a comulgar hojas de espada, debatir en las tardes
cortas de invierno el verdadero nombre de la rosa.
Y armaduras, cimeras coloridas
fueron palenque adelante al estruendo y honor de los torneos, y
pasaron los casorios señoriales «con asado de gansos e merinos para toda la uecindad»
y el polvazal de los montados en filas largas a la guerra
y nobles, pajes, labradores ricos, gente
de la gleba penando hasta el final.
Ysabel en su blanca hacanea entrando por Segovia
y otros muchachos, otras reinas, cundieron y se fueron,
y vinieron, pasaron casacas y pelucas, diligencias, biciclos, amazonas
de vastas faldas, automóviles
temblequeantes (el primer
aeroplano alborotó horas y horas a las urracas).
Pasó todo, pasó. Fusileros
de las Brigadas Internacionales
bebiendo una derrota de la que nada sabían aún (¡no!: en la que no podían creer),
y uniformes azules, haz y flechas exhumados, y las últimas
yuntas, pasaron.
Todo fue y es distinto y lo será mañana.
Pero
ese niño siguió, sigue cayendo dime cómo,
por aquella ventana y desde
1366.
‘Dos veces se quemó el Alcázar y las restauraciones fueron buenas.
Acaso la costumbre de guardar
identidades, venerar
la supresión al culto de la Historia
o, lo señaló Borges, la imposibilidad de hacerla por exceso de datos,
recuerda el erudito cuando bebemos ya
dos vasos de bon vino en una tasca de la Judería
por atrás de la Catedral.
¿Quizá se trate, ha dicho ahora, de olvidar, tapar para siempre
los pozos, todo tiempo?
Los años viejos. No lo sé’.
(Seis, siete calles más allá,
donde los muros fuertes, miradores, almenas,
se levantan en un vocinglerío
de pájaros al sol de junio, largamente,
inacabablemente cae
Pedro de Trastamara)
Las cónicas de Castilla,1989
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Interminablemente cae Fernando Quiñones. A esa mujer que va a saltar detrás de él por la ventana, todos los días se le va el niño de las manos.
Ves el cuerpo menudo rebotando en las peñas y las cuestas boscosas, sin acabar de caer nunca, o como si abajo ya volviera arriba a desprenderse desde el alfeizar al hondón del río, el infante aquel de Castilla, mientras nuestro erudito oscurece o exalta tal cual frase. Confunde venialmente alguna fecha, algún dato de la desgracia, aunque por fin dice verdad. Verdad como esta otra que te viene.
La de que a ella, a la mujer, llueva o vente, cunda la tiniebla, frote un rentable sol su lomo cálido sobre los autobuses de turismo llegados desde el Azogejo, se le va y se le va todos los días, cada hora, ese niño de las manos.
No se sabe, ya nunca va a saberse, nos murmura el hombre, el experto en segovianidades. Para mí que fue un susto, un sobresalto. El alma más segura, la más querida. El rey también gozó de sus pechos, la amó casi sin mirarle la cara.
Debe no ser leyenda. Dicen que media azumbre de leche para el crío al día y más. ¿Te la imaginas menudica de cuerpo, a pesar de aquellos dos poderes? Alegre.
¿Edad mediada? Y el niño cae interminablemente. Cae del pabellón por este lado del Alcázar, de esa ventana tan alta sobre el Clamores y el Eresma. Dudó de si en política, así fuera legítimo o bastardo el don Pedrín, no contó luego o influyó lo suyo el accidente. Todo es oscuro aquellos años. Baja la voz con buena probidad el historiador. Ese sí lo catorce. Tempus fugit, dijeron los de ayer. Pasa el tiempo y nos pasa, dijeron los de apenas algo más tarde y que ni vuelve ni tropieza.
Pasaron por aquí Roma y los dinerales de la mesta después. El rabel chillón, el valido atestando las plazas y las calles, el oro enredado al vellón entre el doce y el catorce, al tiempo que Venecia enriquecía para bajar también a poco. Y esta Segovia andaba llena de los dichos pastores o rabadanes, viandantes y camineros, cinco reses de cada mil de lo mejor, ovejas y carneros como tributo a la ciudad. Pasó Juan Bravo y los templarios de la Veracruz, aquellos de ahí abajo en la vereda de Zamarramala, pasaron y no habrían de volver a su clausura circular a comulgar hojas de espada de batir en las tardes cortas de invierno el verdadero nombre de la rosa.
Y armaduras, cimeras coloridas, fueron palenque adelante al estruendo y honor de los torneos y pasaron los casorios señoriales con asado de gansos emerinos para toda la huecindad. Y el polvazal de los montados en filas largas a la guerra, y nobles, pages, labradores ricos, gente de la gleba penando hasta el final. Isabel en su blanca acanea entrando por Segovia y otros muchachos, otras reinas, cundieron y se fueron. Y vinieron, pasaron casacas y pelucas, diligencias, biciclos, amazonas de vastas faldas, automóviles temblequeantes, el primer aeroplano alborotó horas y horas a las hurracas.
Pasó todo. Pasó. Fusileros de las brigadas internacionales bebiendo una derrota de la que nada sabían aún. No, en la que no podían creer. Y uniformes azules, haz y flecha exhumados y las últimas yuntas pasaron.
Todo fue y es distinto y lo será mañana. Pero ese niño siguió. Sigue cayendo, dime cómo, por aquella ventana y desde 1366.
Dos veces se fue.
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