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By Carlos López-Tapia Biblioteca Sonora López-Tapia and Friends
EL JUICIO de Rob Rinder

EL JUICIO de Rob Rinder

3/15/2025 · 31:05
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La Inglaterra de peluca forense se enfrenta al crimen del policía más respetado del país. Estamos en las manos del abogado más popular de las islas británicas, lanzado a la novela negra judicial, que nos ofrece un caso mucho menos sencillo de lo que aparenta, con un final insospechado y con toques de humor y crítica social.
Envueltos por otros personajes que reflejan un estrilo de vida en la Inglaterra actual, se mueven los Dos protagonistas que representan el idealismo de la juventud frente a la tradición desgastada; la inteligencia emocional frente al cálculo comercial dominante. El acusado muestra una extraña tranquilidad, a pesar de que todas las pruebas lo inculpan sin la menor duda posible.
Con la colaboración de Guillermo Orduna, Felipe Pontón, Julia Gil y Ángeles de Benito.

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Se dirigía a Old Bailey, la sede del Tribunal Penal Central, tranquilo y seguro de que todo saldría como quería. El policía de complexión atlética y con un garbó, que si bien no podía equipararse al de un actor de Hollywood, si parecía propio de un galán de telenovela, se abrochó los relucientes botones del uniforme de gala y se alisó la corbata. Cuando se alcanzaba su categoría ya se podía ir de paisano a las vistas al tribunal, pero aún le gustaba el uniforme y a su superior no le importaba lo más mínimo. Para él ser policía era una vocación y quería pregonar a los cuatro vientos el orgullo que le inspiraba su trabajo.

Habían vuelto a emitir en Channel 4 aquel documental sobre el intento de magnicidio del que salvó a la reina. Estaban reponiendo todos los viejos programas sobre la realeza desde que la monarca falleció el mes de septiembre anterior y, por tanto, el rostro del inspector, el de un personaje secundario, en un episodio decisivo de la historia de la corona, había aparecido en numerosos especiales conmemorativos. Le honraba haber dejado de proteger a una persona que representaba los valores de nuestra gran sociedad para pasar a custodiar a la propia sociedad.

Sonrió al recordar el brillo de admiración en los ojos de la presentadora cuando pronunció aquellas solemnes palabras. ¡Joder! Esa mujer siempre le había gustado y él, a su vez, le gustó a los productores, quienes le ofrecieron un espacio fijo que pensaban llamar el Poliboro de Gran Bretaña o algo por el estilo. Por supuesto, había rechazado la oferta porque ser policía le compensaba muchísimo más. Ese día tenía que comparecer ante un tribunal en calidad de testigo policial clave por otro caso de gran repercusión en el que estaba implicada una banda de matones adolescentes.

Gracias a las armas y a la droga que él mismo había descubierto en el registro del domicilio de aquellos cabrones, sabía que no se iban a escapar. A la vista del edificio del Tribunal Penal Central, el inspector Cleveland echó atrás los hombros y alzó la mirada. Si no la conociera, diría que la justicia, o al menos su estatua dorada de cuatro metros de altura, le guiñaba un ojo. Había hecho ese trayecto cientos de veces, pero llegar al tribunal más famoso del mundo aún le hacía la misma ilusión de siempre, consciente de que gracias a servidores públicos como él, la sociedad castigaría a quien se lo mereciera.

Una joven auxiliar, a la que veía por primera vez guapa, rubia y de cabello suave y rizado, lo alcanzó apresuradamente con un café. Le dijo que tenía el tiempo justo para tomárselo antes de que lo llamaran. Le dio las gracias y prosiguió hacia la sala de la audiencia. Se detuvo pues la vista se le nubló un momento. Qué raro. Se preguntó si le daría tiempo de sentarse un poco, pero no. Lo convocaron de inmediato a la sala tercera.

Intentó hacer caso omiso de la extraña sensación en los brazos y el punzante dolor de estómago. Pensó que a lo mejor había entrenado demasiado duro el día anterior en el gimnasio y esa tarde descansaría.

A pesar de la extraña sensación que recurría a sus músculos, el inspector entró en la sala con su aire de paboneo habitual, animado por la admiración con que lo observaban los doce hombres y mujeres del jurado. En el banquillo de los acusados, cuatro adolescentes con más cara de niño de lo que recordaba movían los pies con desgana y le reían la mirada. La jueza, una mujer de rostro duro a quien no recordaba haber visto antes, lo miró con frialdad. El escenario estaba listo para su actuación estelar.

Se dirigió al estrado de los testigos y puso la mano sobre la Biblia. En ese momento de repente se dio cuenta con total certeza de que su cuerpo dejaba de funcionar. El semblante se le empezó a desencajar y se le nubló la visión. Incapaz de respirar, se aferró al lateral del estrado. Quiso pedir ayuda, pero sólo pudo farfullar un leve gemido. Intentó agarrarse el pecho y cayó de rodillas, consciente de la conmoción que estaba generando en la sala.

Al desplomarse hacia atrás, contempló por última vez el escudo real, el más poderoso símbolo de la justicia británica. Y se hizo la oscuridad. Con este recurso tan dramático arranca la primera novela traducida al español del abogado criminalista más popular de Inglaterra. Rob Rinder tiene experiencia en entretener con la ley en las manos. Para empezar hizo teatro y lo dejó para estudiar derecho porque estaba un poco acomplejado, por lo bueno que era su compañero de pupitre, que era nada menos que Benedict Cumberbatch, el Sherlock Holmes de la serie de

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