"La Sombra sobre Innsmouth", de H. P. Lovecraft. Capítulo III

La sombra sobre Innsmouth. Tercera parte. Debió de ser culpa de algún diablillo perverso o algún irónico embate de fuentes oscuras y desconocidas. Mi decisión de cambiar mis planes como lo hice.

Hacía poco tiempo que me había decidido a limitar mis observaciones a la arquitectura y me apresuraba hacia la plaza, en un esfuerzo por conseguir un transporte que me sacara de aquella lúgubre ciudad de muerte y decadencia. Pero ver al viejo Dado Callen despertó una nueva corriente en mi cerebro que me llevó a cambiar mis pasos con cierta incertidumbre. Me habían asegurado que el viejo no podía aportar nada, salvo un atajo de leyendas inconexas y disparatadas. Y también me habían advertido que no sería seguro que me vieran hablando con él.

Pero pensé que, dada su edad, había sido testigo de la decadencia de la ciudad y recordaría los antiguos días de barcos y fábricas, algo que me atrajo y a lo que no me pude resistir. Después de todo, incluso los mitos más absurdos y extraños son con frecuencia meros símbolos y alegorías basados en la verdad, y el viejo Zadok debía de haber sido testigo de todo cuanto sucedió en Innsmouth en los últimos noventa años. La curiosidad pudo más que mi sentido común o mi cautela, y mi egocentrismo juvenil me hizo pensar que podría descubrir un núcleo de historia real entre las confusas paparruchas que probablemente escucharía con ayuda del whisky barato.

Sabía que no podía acercarme a él de cualquier manera, pues los bomberos lo notarían y podían poner objeciones. Reflexioné que, en lugar de ello, me haría con una botella de licor de contrabando en un lugar que me había indicado el muchacho de la tienda. Después, deambularía por la estación de bomberos con aire casual y me toparía con el viejo Zadok antes de que éste se marchara. El joven había dicho que era un sujeto inquieto y que rara vez permanecía más de una hora o dos sentado frente a la estación de bomberos.

La botella de cuarto de litro de whisky me resultó sencilla, aunque no barata de obtener, en la trastienda de una sucia tienducha al lado de la plaza, en Elliot Street. El sujeto de aspecto mugriento que me atendió tenía un toque del aspecto de Innsmouth, pero fue muy educado en sus maneras. Quizá estuviera acostumbrado a tratar con gente de fuera, camioneros, tratantes de oro y toda suerte de viajeros ocasionales de la ciudad.

Tras entrar de nuevo en la plaza, comprobé que la suerte estaba de mi parte, pues al pasar por Payne Street, justo en la esquina de la casa Gilman, me topé nada menos que con la alta, encorvada y harapienta figura del mismísimo Zadok Allen. De acuerdo con mi plan, atraje su atención agitando mi recién adquirida botella, y no tardé en percatarme de que había empezado a caminar tras de mí, mientras giraba a Waite Street, de camino a la zona más desierta que pudiera encontrar.

Guié mis pasos según el boceto de plano que me había hecho el muchacho e intenté dirigirme a la parte por completo abandonada de los muelles del sur, que ya había visitado con anterioridad. La única gente que sería visible desde allí serían los pescadores del rompeolas, a lo lejos, y avanzando un par de manzanas al sur, podría librarme incluso de ellos, encontrar asiento junto a algún muelle abandonado, y sentirme libre de interrogar a mis anchas al viejo Zadok durante un tiempo indefinido.

Antes de llegar a Main Street, pude escuchar un débil y balbuceante «¡Eh, señor!» a mi espalda, y no tardé en permitir que el anciano me alcanzara y echara un buen trago de la botella. Comencé a tantearle mientras caminábamos por la omnipresente desolación, pero descubrí que su vieja lengua no se soltaba tan velozmente como había esperado. Al final, divisé un claro cubierto de hierba que se abría al mar entre dos maltrechas paredes de ladrillo, que daban a un muelle de piedra