La Leyenda de Sarah Ellen: la mujer vampiro de Perú, de Vivienne Haigh-Wood Eliot

Evox Originals presenta, Historias para ser leídas.

Un podcast de ciencia ficción, terror y fantasía dirigido por Olga Paraíso. Ficciones sonoras con las que podrás sumergirte en otra realidad.

La leyenda de Sarah Ellen, la mujer vampiro de Perú. Escucha, no apartes tus oídos de este murmullo que se arrastra desde la tierra. Soy Sarah Ellen y aunque mi cuerpo yace bajo mármol y cruz en un cementerio lejano, mi voz aún camina entre los vivos. No soy polvo, no soy silencio. Me enterraron dos veces. Primero en mi Inglaterra natal, cuando el hierro atravesó mi corazón. Luego en estas tierras del Perú, donde el mar arrulló mi ataúd como si quisiera ocultarme de los hombres y de los dioses.

Creyeron que la estaca, el viaje y el tiempo serían suficientes para matarme. ¡Qué necios! ¿Has oído la palabra maldición? Yo no la lancé con rabia, sino con certeza. Lo que mis labios susurraron antes del último suspiro no fue amenaza, sino profecía. Regresaré, dije. Tú que escuchas mi historia en la oscuridad de tu habitación, recuerda, cada palabra que digo te acerca un poco más a mí.

Quizá cuando termine también escucharás el crujido de la tierra bajo tus pies, como si algo buscara salir. Ahora guarda silencio. Voy a contarte mi historia. Voy a contarte quién fui y lo que aún soy. La leyenda de Sarah Ellen. Un relato escrito por Vivian Hay Goodelliot. Nací en Black Bear, entre humo de fábricas y campanas de iglesia. Era un lugar donde todo tenía dueño. La fe, el trabajo, hasta la forma de mirar el cielo.

Mi infancia estuvo hecha de rezos, de voces que hablaban de Dios con la misma dureza con que golpeaban a los obreros en las hilanderías. Desde pequeña supe que no encajaba. Decían que mis ojos eran demasiado negros, que cuando miraba fijamente a alguien le hacía bajar la vista. Niña de mal agüero, murmuraban. Y yo sonreía, porque en el fondo sabía que tenían razón. Veía cosas que otros no.

Sombras al pie de la cama, reflejos que se quedaban pegados al espejo más tiempo del necesario. Susurros en los pasillos cuando todos dormían. Mi madre me cubría, decía que era imaginación. Pero en la iglesia el sacerdote me bendijo una vez, y su mano tembló. El tiempo pasó y un hombre entró en mi vida. John Roberts. John no me miraba con miedo, sino con devoción.

Era un tejedor de algodón sencillo, honesto, con las manos endurecidas por el trabajo. Cuando me pidió matrimonio lo acepté, aunque en lo profundo de mi alma sentía que mi destino no estaba hecho para la calma doméstica. Fue con John que aprendí lo que era el amor humano. Me quería con la intensidad de un hombre que piensa haber encontrado en ti la salvación.