Hace unos 445.000 años, astronautas de otro planeta llegaron a la Tierra en busca de oro.
Tras amerizar en uno de los mares de la Tierra, desembarcaron y fundaron Eridú, «Hogar en la Lejanía». Con
el tiempo, el asentamiento inicial se extendió hasta convertirse en la flamante Misión Tierra, con un Centro de
Control de Misiones, un espaciopuerto, operaciones mineras e, incluso, una estación de paso en Marte.
Escasos de mano de obra, los astronautas utilizaron la ingeniería genética para darle forma a los
Trabajadores Primitivos -el Homo sapiens. Más tarde, el Diluvio barrió la Tierra en una inmensa catástrofe que
hizo necesario un nuevo comienzo; los astronautas se convirtieron en dioses y le concedieron la civilización a
la Humanidad, transmitiéndosela a través del culto.
Después, hace unos cuatro mil años, todo lo conseguido se desmoronó en una catástrofe nuclear provocada
por los visitantes en el transcurso de sus propias rivalidades y guerras.
Todo lo ocurrido en la Tierra, y especialmente los acontecimientos acaecidos desde el inicio de la historia del
ser humano, lo ha recogido Zecharia Sitchin en su serie de Crónicas de la Tierra, a partir de la Biblia, de
tablillas de arcilla, de mitos de la antigüedad y de descubrimientos arqueológicos. Pero, ¿qué ocurrió antes de
los acontecimientos en la Tierra, qué ocurrió en el propio planeta de los astronautas, Nibiru, que les llevó a los
viajes espaciales, a su necesidad de oro y a la creación del Hombre?
¿Qué emociones, rivalidades, creencias, morales (o ausencia de éstas) motivaron a los principales
protagonistas en las sagas celestes y espaciales? ¿Cuáles fueron las relaciones que llevaron a una escalada
de la tensión en Nibiru y en la Tierra, qué tensiones surgieron entre viejos y jóvenes, entre los que habían
llegado de Nibiru y los nacidos en la Tierra? ¿Y hasta qué punto lo sucedido vino determinado por el Destino -
un destino cuyo registro de acontecimientos del pasado guarda la clave del futuro?
¿No sería prometedor que uno de los principales protagonistas, un testigo presencial que podía distinguir
entre Suerte o Hado y Destino, registrara para la posteridad el cómo, el dónde, el cuándo y el porqué de todo,
los Principios y los Finales?
Pues eso es, precisamente, lo que algunos de ellos hicieron; ¡y entre los principales de éstos estuvo el líder
que comandó el primer grupo de astronautas!
Tanto expertos como teólogos reconocen en la actualidad que los relatos bíblicos de la Creación, de Adán y
Eva, del Jardín del Edén, del Diluvio o de la Torre de Babel se basaron en textos escritos milenios antes en
Mesopotamia, en especial escritos por los sumerios. Y éstos, a su vez, afirmaban con toda claridad que
obtuvieron sus conocimientos acerca de lo acontecido en el pasado (muchos de ellos de una época anterior al
comienzo de las civilizaciones, incluso anterior al nacimiento de la Humanidad) de los escritos de los Anunnaki
(«Aquellos Que del Cielo a la Tierra Vinieron»), los «dioses» de la antigüedad.
Como resultado de un siglo y medio de descubrimientos arqueológicos en las ruinas de las civilizaciones de
la antigüedad, especialmente en Oriente Próximo, se han descubierto un gran número de estos primitivos
textos; los hallazgos han revelado un gran número de textos desaparecidos -los llamados libros perdidos- que,
o bien se mencionaban en los textos descubiertos, o se inferían a partir de ellos, o era conocida su existencia
debido que habían sido catalogados en las bibliotecas reales o de los templos.
En ocasiones, los «secretos de los dioses» se revelaron en parte en relatos épicos, como en la Epopeya de
Gilgamesh, que desvelan el debate que tuvo lugar entre los dioses y que llevó a la decisión de que la
Humanidad pereciera en el Diluvio, o en un texto titulado Atra Hasis, que recuerda el motín de los Anunnaki
que trabajaban en las minas de oro y que llevó a la creación de los Trabajadores Primitivos -los Terrestres. De
cuando en cuando, los mismos líderes de los astronautas fueron los que crearon las composiciones; a veces,
dictando el texto a un escriba, como en el titulado La Epopeya de Erra, en el cual uno de los dos dioses que
desencadenaron la catástrofe nuclear intentó inculpar a su adversario; a veces, haciendo de escriba el mismo
dios, como ocurre con el Libro de los Secretos de Thot (el dios egipcio del conocimiento), que el mismo dios
había ocultado en una cámara subterránea.
Según la Biblia, cuando el Señor Dios Yahveh le dio los Mandamientos a su pueblo elegido, los inscribió en
un principio por su propia mano en dos tablas de piedra que le entregó a Moisés en el Monte Sinaí. Pero,
después de que Moisés arrojara y rompiera estas tablas como respuesta al incidente del becerro de oro, las
nuevas tablas las inscribió el mismo Moisés, por ambos lados, mientras permaneció en el monte durante
cuarenta días y cuarenta noches, tomando al dictado las palabras del Señor.
Si no hubiera sido por un relato escrito en un papiro de la época del faraón egipcio Khufu (Keops)
concerniente al Libro de los Secretos de Thot, no se habría llegado a conocer la existencia de ese libro. Si no
hubiera sido por las narraciones bíblicas del Éxodo y el Deuteronomio, nunca habríamos sabido nada de las
tablas divinas ni de su contenido; todo esto se habría convertido en parte de la enigmática colección de los
«libros perdidos» cuya existencia nunca habría salido a la luz. Y no resulta tan doloroso el hecho de que, en
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algunos casos, sepamos que hayan existido determinados textos, como que su contenido permanezca en la
oscuridad. Éste es el caso del Libro de las Guerras de Yahveh y del Libro de Jasher (el «Libro del Justo»), que
se mencionan específicamente en la Biblia. En al menos dos casos, se puede inferir la existencia de libros
antiguos (textos primitivos conocidos por el narrador bíblico). El capítulo 5 del Génesis comienza con la
afirmación «Éste es el libro del Toledoth de Adán», traduciéndose normalmente el término Toledoth como
«generaciones», pero su significado más preciso es «registro histórico o genealógico». De hecho, a lo largo de
milenios, han sobrevivido versiones parciales de un libro que se conoció como el Libro de Adán y Eva en
armenio, eslavo, siriaco y etíope; y el Libro de Henoc (uno de los llamados libros apócrifos que no se incluyeron
en la Biblia canónica) contiene fragmentos que, según los expertos, pertenecieron a un libro mucho más
antiguo, el Libro de Noé.
Un ejemplo que se menciona con frecuencia sobre el gran número de libros perdidos es el de la famosa
Biblioteca de Alejandría, en Egipto. Fundada por el general Tolomeo tras la muerte de Alejandro en el 323 a.C,
se dice que contenía más de medio millón de «volúmenes», de libros inscritos en diversos materiales (arcilla,
piedra, papiro, pergamino). Aquella gran biblioteca, donde los eruditos se reunían para estudiar el conocimiento
acumulado, se quemó y fue destruida en las guerras que se desarrollaron entre el 48 a.C. y la conquista árabe,
en el 642 d.C. Lo que ha quedado de sus tesoros es una traducción al griego de los cinco primeros libros de la
Biblia hebrea, y fragmentos que se conservaron en los escritos de algunos de los eruditos residentes de la
biblioteca.
Y es así como sabemos que el segundo rey Tolomeo comisionó, hacia el 270 a.C, a un sacerdote egipcio al
que los griegos llamaron Manetón para que recopilara la historia y la prehistoria de Egipto. Al principio, escribió
Manetón, sólo los dioses remaron allí; luego, los semidioses y, finalmente, hacia el 3100 a.C, comenzaron las
dinastías faraónicas. Escribió que los reinados divinos comenzaron diez mil años antes del Diluvio y que se
prolongaron durante miles de años, presenciándose en el último período batallas y guerras entre los dioses.
En los dominios asiáticos de Alejandro, donde el cetro cayó en manos del general Seleucos y de sus
sucesores, también tuvo lugar un empeño similar por proporcionar a los sabios griegos un registro de los
acontecimientos del pasado. Un sacerdote del dios babilónico Marduk, Beroso, con acceso a las bibliotecas de
tablillas de arcilla, cuyo centro era la biblioteca del templo de Jarán (ahora en el sudeste de Turquía), escribió
una historia de dioses y hombres en tres volúmenes que comenzaba 432.000 años antes del Diluvio, cuando
los dioses llegaron a la Tierra desde los cielos. En una lista en la que figuraban los nombres y la duración de
los reinados de los diez primeros comandantes, Beroso decía que el primer líder, vestido como un pez, llegó a
la costa desde el mar. Era el que le daría la civilización a la Humanidad, y su nombre, pasado al griego, era
Oannes.
Encajando muchos detalles, ambos sacerdotes hicieron entrega de relatos de dioses del cielo que habían
venido a la Tierra, de un tiempo en que sólo los dioses reinaban en la Tierra y del catastrófico Diluvio. En los
trozos y en los fragmentos conservados (en otros escritos contemporáneos) de los tres volúmenes, Beroso
daba cuenta específicamente de la existencia de escritos anteriores a la Gran Inundación -tablillas de piedra
que se ocultaron para salvaguardarlas en una antigua ciudad llamada Sippar, una de las ciudades originales
que fundaran los antiguos dioses.
Aunque Sippar fue arrollada y arrasada por el Diluvio, al igual que el resto de las ciudades antediluvianas de
los dioses, apareció una referencia a los escritos antediluvianos en los anales del rey asirio Assurbanipal (668-
633 a.C). Cuando, a mediados del siglo xix, los arqueólogos descubrieron la antigua capital asiría de Nínive
(hasta entonces, conocida sólo por el Antiguo Testamento), hallaron en las ruinas del palacio de Assurbanipal
una biblioteca con los restos de alrededor de 25.000 tablillas de arcilla inscritas. Coleccionista asiduo de
«textos antiguos», Assurbanipal hacía alarde en sus anales: «El dios de los escribas me ha concedido el don
del conocimiento de su arte; he sido iniciado en los secretos de la escritura; incluso puedo leer las intrincadas
tablillas en sumerio; entiendo las palabras enigmáticas cinceladas en la piedra de los días anteriores a la
Inundación».
Sabemos ahora que la civilización sumeria floreció en lo que es ahora Iraq casi un milenio antes de los inicios
de la época faraónica en Egipto, y que ambas serían seguidas posteriormente por la civilización del Valle del
Indo, en el subcontinente indio.También sabemos ahora que los sumeríos fueron los primeros en plasmar por
escrito los anales y los relatos de dioses y hombres, de los cuales todos los demás pueblos, incluidos los
hebreos, obtuvieron los relatos de la Creación, de Adán y Eva, Caín y Abel, el Diluvio y la Torre de Babel; y de
las guerras y los amores de los dioses, como se reflejaron en los escritos y los recuerdos de los griegos, los
hititas, los cananeos, los persas y los indoeuropeos. Como atestiguan todos estos antiguos escritos, sus
fuentes fueron aún más antiguas; algunas descubiertas, muchas perdidas.
El volumen de estos primitivos escritos es asombroso; no miles, sino decenas de miles de tablillas de arcilla
se han descubierto en las ruinas del Oriente Próximo de la antigüedad. Muchas tratan o registran aspectos de
la vida cotidiana, como acuerdos comerciales o salarios de los trabajadores, o registros matrimoniales. Otros,
descubiertos principalmente en las bibliotecas palaciegas, conforman los Anales Reales; otros más,
descubiertos en las ruinas de las bibliotecas de los templos o en las escuelas de escribas, conforman un grupo
de textos canónicos, de literatura sagrada, que se escribieron en lengua sumeria y se tradujeron después al
acadio (la primera lengua semita) y, más tarde, a otras lenguas de la antigüedad. E, incluso, en estos escritos
primitivos, que se remontan a casi seis mil años, encontramos referencias a «libros» (textos inscritos en
tablillas de piedra) perdidos.
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Entre los hallazgos increíbles (pues decir «afortunados» no transmitiría plenamente la idea de milagro)
realizados en las ruinas de las ciudades de la antigüedad y en sus bibliotecas, se encuentran unos prismas de
arcilla donde aparece información de los diez soberanos antediluvianos y de sus 432.000 años de reinado, una
información a la que ya aludía Beroso. Conocidas como las Listas de los Reyes Sumenos (y exhibidas en el
Museo Ashmolean de Oxford, Inglaterra), sus distintas versiones no dejan lugar a duda de que los
compiladores sumerios tuvieron acceso a cierto material común o canónico de textos primitivos. Junto con otros
textos, igualmente antiquísimos, descubiertos en diversos estados de conservación, estos textos sugieren
rotundamente que el cronista original de la Llegada, así como de los acontecimientos que la precedieron y la
siguieron, había sido uno de aquellos líderes, un participante clave, un testigo presencial.
Ese testigo presencial de los acontecimientos y participante clave en ellos era el líder que había amerizado
con el primer grupo de astronautas. En aquel momento, su nombre-epíteto era E.A., «Aquel Cuyo Hogar Es
Agua», y sufrió la amarga decepción de que el mando de la Misión Tierra se le diera a su hermanastro y rival
EN.LIL («Señor del Mandato»), una humillación que no quedaría suficientemente mitigada con la concesión del
título de EN.KI, «Señor de la Tierra». Relegado de las ciudades de los dioses y de su espaciopuerto en el
E.DIN («Edén») para supervisar la extracción de oro en el AB.ZU (África sudoriental), Ea/Enki fue, además de
un gran científico, el que descubrió a los homínidos que habitaban aquellas zonas. Y, de este modo, cuando se
amotinaron y dijeron «¡Ya basta!» los Anunnaki que trabajaban en las minas, fue él quien pensó que la mano
de obra que necesitaban se podía conseguir adelantándose a la evolución por medio de la ingeniería genética;
y así apareció el Adam (literalmente, «El de la Tierra», el Terrestre). Como híbrido que era, el Adán no podía
procrear; pero los acontecimientos de los que se hace eco el relato bíblico de Adán y Eva en el Jardín del Edén
dan cuenta de la segunda manipulación genética de Enki, que añadió los genes cromosómicos extras
necesarios para la procreación. Y cuando la Humanidad, al proliferar, resultó no adecuarse a lo que tenían
previsto los dioses, fue él, Enki, el que desobedeció el plan de su hermano Enlil de dejar que la Humanidad
pereciera en el Diluvio, unos acontecimientos en los que el héroe humano recibió el nombre de Noé en la
Biblia, y Ziusudra en el texto sumerio original, más antiguo.
Ea/Enki era el primogénito de Anu, soberano de Nibiru, y como tal estaba versado en el pasado de su planeta
(Nibiru) y de sus habitantes. Científico competente, Enki legó los aspectos más importantes de los avanzados
conocimientos de los Anunnaki a sus dos hijos, Marduk y Nin-gishzidda (que, como dioses egipcios, eran
conocidos allí como Ra y Thot respectivamente). Pero también jugó un papel fundamental al compartir con la
Humanidad ciertos aspectos de tan avanzados conocimientos, enseñándoles a individuos seleccionados los
«secretos de los dioses». En al menos dos ocasiones, estos iniciados plasmaron por escrito (tal como se les
indicó que hicieran) aquellas enseñanzas divinas como legado de la Humanidad. Uno de ellos, llamado Adapa,
y probablemente hijo de Enki con una hembra humana, es conocido por haber escrito un libro titulado Escritos
referentes al Tiempo -uno de los libros perdidos más antiguos. El otro, llamado Enmeduranki, fue con toda
probabilidad el prototipo del Henoc bíblico, aquel que fue elevado al cielo después de confiar a sus hijos el libro
de los secretos divinos, y del cual posiblemente haya sobrevivido una versión en el extrabíblico Libro de
Henoch.
A pesar de ser el primogénito de Anu, Enki no estaba destinado a ser el sucesor de su padre en el trono de
Nibiru. Unas complejas normas sucesorias, reflejo de la convulsa historia de los nibiruanos, le daba ese
privilegio al hermanastro de Enki, Enlil. En un esfuerzo por resolver este agrio conflicto, Enki y Enlil terminaron
en una misión en un planeta extraño -la Tierra-, cuyo oro necesitaban para crear un escudo que preservara la
cada vez más tenue atmósfera de Nibiru. Fue en este marco, complicado aún más con la presencia en la Tierra
de su hermanastra Ninharsag (la oficial médico
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