
Lo que aprendí en el Oráculo de Amón - Un artículo de Javier Sierra - EDENEX -

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En lo más profundo del desierto egipcio, entre las arenas del oasis de Siwa, se alza un lugar olvidado por el tiempo: el oráculo de Amón, donde Alejandro Magno escuchó la voz de un dios. Acompañado por el investigador Robert Bauval, Javier Sierra rememora una noche sin luna, cargada de estrellas y misterio, en la que revivió la ruta del conquistador macedonio. Entre templos en ruinas, historias de locura y reflexiones sobre el poder, surge una pregunta inquietante: ¿qué buscan realmente los grandes líderes en lo sobrenatural? En este viaje fascinante al corazón del mito y la ambición, el autor nos invita a escuchar los ecos de un dios antiguo… y a desconfiar de los nuevos mesías.
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Lo que aprendí en el oráculo de Amón.
Cuando Alejandro llegó, las habladurías de la época aseguraban que el templo daba cobijo a un poderoso oráculo.
Un artículo de Javier Sierra para Diario La Razón.
Aquella noche iba a dormir fatal.
Mi amigo Robert y yo habíamos llegado al oasis de Siwa hacía solo unas horas y no teníamos hotel.
Tampoco hubiera servido de mucho reservar uno.
Hace 25 años, el turismo todavía no había contaminado aquel palmeral perdido en la frontera de Egipto y Libia.
En aquel mar de arena costaba encontrar incluso una gasolinera para nuestro bucéfalo, como llamábamos, al viejo Mercedes de Robert.
Pero los dos estábamos tan entusiasmados con la idea de visitar al alba el mítico oráculo en el que Alejandro Magno había escuchado la voz del dios Amón, que el único hotel del lugar nos pareció bien.
Lo entrecomillo porque aquel establecimiento era una ruina de habitaciones sin cristales en las ventanas, ni puertas con llave, ni baño, ni luz eléctrica, ni camas.
Por un dólar, el propietario te guiaba hasta un cuartucho vacío, te prestaba una esterilla y te advertía que el judío de la habitación de al lado había enloquecido después de pasar semanas comiendo dátiles.
Menos mal que pagó por adelantado, 60 dólares por dos meses, con derecho a desayuno, más cuyo.
Robert era Robert Bauval, un ingeniero de padres belgas nacido en Alejandría que, en 1994, revolucionó a los egiptólogos con una teoría sobre el sentido último de las pirámides de Giza.
Según él, esos monumentos que habíamos dejado 800 kilómetros atrás se levantaron para imitar tres estrellas del firmamento nocturno muy particulares, las del cinturón de Orión.
Esta noche te las mostraré, prometió. Para los faraones, aquella región del cielo era el amenti o la puerta al reino de los muertos, y tenía todo el sentido que la imitaran en piedra.
Por estas cosas, los viajeros que visitaban Egipto en la antigüedad creían que aquí existía un vínculo especial con la muerte, y Alejandro vino a descubrirlo, me dijo.
A las cuatro de la madrugada, Robert me despertó. La esterilla se me había clavado en la espalda y me costó incorporarme. En silencio, como si fuéramos ladrones de tumbas, abandonamos el hotel y salimos al exterior.
¡Qué impresión! En aquella noche sin luna, sobre una bóveda de obsidiana, miles de estrellas refugían como nunca había visto. El oasis estaba a oscuras, en silencio, y a pie nos encaminamos hasta la aldea de Argumi para explorar el lugar que Robert deseaba mostrarme.
Sorteando las tinieblas, me contó al fin lo que le sucedió a Alejandro en aquella trocha. En el 300 a.C., el Macedonio más famoso de la historia tenía sólo 25 años y atesoraba más títulos que ningún conquistador anterior.
El Basileo de Macedonia, el Jejemón de la Liga Helénica, el Shahanshah de Persia y Rey de Asia ya tenía al país del Nilo bajo control, y aún así pidió a su ejército que lo escoltase hasta aquel oasis sin valor estratégico alguno, donde desde hacía 200 años se levantaba un templo dedicado a Amón.
Debió hacerlo con cierto temor, porque, décadas antes, el caudillo Akeménida Cambises había perdido un ejército de 50.000, como si se le hubiera tragado el desierto.
Cuando Alejandro llegó, las habladurías de la época aseguraban que no había más.
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