

Description of LA MANO DISECADA
Una mano esquelética y momificada es objeto de burla por parte de la persona que la ha adquirido...y, habrá venganza.
This content is generated from the locution of the audio so it may contain errors.
La mano disecada, 1875. Guídemo pasa. La mano disecada.
Hará cosa de ocho meses un amigo mío, Luis R. Había reunido cierta noche a varios compañeros
de colegio. Bebíamos ponche y fumábamos hablando de literatura, de pintura y contando de vez en
cuando algunas aventuras picantes, como suele ocurrir en las reuniones de gente joven. De
pronto se abre de par en par la puerta y entra como un huracán uno de mis buenos amigos de la
infancia. —¿Adivinen de dónde vengo? —exclama al punto. —Apostaría que de Maville —responde
uno. —No, estás demasiado contento. Acabas de conseguir un préstamo. De encerrar a tu tío o
de llevar el reloj de péndulo a casa de mi tía —añade otro. —Vienes de emborracharte —responde
un tercero. —¿Y cómo has salido a ponche en casa de Luis? —Ha subido para volver a empezar.
—Os equivocáis. Vengo de… —en Normandía. —Donde fui a pasar ocho días y de donde traigo
a un gran criminal amigo mío que quiero presentaros. Tras estas palabras sacó del bolsillo una mano
disecada. Los músculos, extremadamente potentes de aquella mano horrible, negra, seca, muy larga y
como crispada. Estaban sujetos por dentro y por fuera por una tira de piel apergaminada. Las uñas,
amarillas y estrechas, seguían en la punta de los dedos. Todo aquello olía a crimen a una legua.
—Figúrense —dijo mi amigo—, el otro día vendían los trastos de un viejo brujo muy conocido
en toda la comarca. Iba al Sabbat todos los sábados en un palo de escova. Practicaba magia
blanca y negra. Daba a las vacas leche azul y les hacía llevar la cola, como la del compañero de
San Antonio. Lo cierto es que ese granuja sentía gran aprecio por esta mano que, según él, era la
de un célebre criminal ajusticiado en 1736 por haber tirado de cabeza a un pozo a su esposa legítima,
cosa que no me parece ningún error, y por haber colgado luego del campamento de la iglesia al
cura que los había casado. Después de la doble hazaña, se había ido a correr mundo, y en su
carrera tan breve como bien aprovechada había desvalijado a doce viajeros, ahumado a una veintena
de monjes en su convento y convertido en Serrallo, un monasterio de monjas. —Pero, ¿qué vas a hacer
con ese horror? —exclamamos nosotros. —Ya lo veréis. Haré un tirador de campanilla para espantar
a mis acreedores. —Amigo mío —le dijo Henry Smith, un inglés muy alto y muy flemático—, creo que esa
mano es simplemente carne india conservada mediante un procedimiento nuevo. Te aconsejo que hagas con
ella un caldo. —Nada de burlas, caballeros —dijo con la mayor sangre fría un estudiante de medicina,
al que le faltaba muy poco para estar borracho. Y tú, Pierre, si me permites un consejo, haz encerrar
cristianamente ese despojo humano. No vaya a ser que su propietario venga a reclamártelo. Además,
vete a saber si esa mano no tiene malos hábitos, porque ya conoces el refrán. El que ha matado,
matará. Y el que ha bebido, beberá —añadió el anfitrión, escanseando acto seguido un gran vaso
de ponche al estudiante, que se lo bebió de un trago para caer desvanecido bajo la mesa.
La ocurrencia fue acogida con risas formidables, y Pierre, alzando su vaso y dudando con la mano,
dijo —Bebo por la próxima visita de tu amo. Al día siguiente, como pasaba delante de su puerta,
entré en su casa. Eran las dos de la tarde, y lo encontré leyendo y fumando. —¿Cómo estás? —le
dije. —Muy bien —me respondió—. ¿Y tu mano? Has debido verla en mi campanilla, donde la puse
ayer noche cuando volví. Pero, a propósito, fígurate que algún imbécil, sin duda para
jugarme una mala pasada, ha estado tirándome la campanilla a medianoche. He preguntado quién había
allí, pero como nadie me respondía he vuelto a acostarme y a dormirme. En ese momento llamaron.
Era el propietario de la casa, personaje grosero y muy impertinente, que entró sin salud.