peligros del sonambulismo : margaret . cuentos para adultos

Eran las 3 de la mañana, cuando una ama de casa de 40 años, llamada Margaret, se despertó acostada en el piso de la sala.

Abrió los ojos con dificultad, sintiendo un frío extraño en la piel y un zumbido insistente en los oídos.

La luz parpadeante de un televisor encendido era lo único que iluminaba la sala con ráfagas azuladas.

Por un segundo, pensó que estaba soñando. Quizás estaba atrapada en alguna pesadilla absurda, una de esas en las que apareces desnuda en el colegio y todos se ríen.

Pero entonces se incorporó y se sentó en el sofá. Notó el roce del tapizado del mueble contra su espalda desnuda.

Bajó la mirada y fue entonces cuando se dio cuenta que no llevaba ni calzón. Estaba completamente desnuda.

—¡Qué diablos! —murmuró, cubriéndose instintivamente con las manos.

Parpadeó varias veces, tratando de recordar por qué estaba en medio de la sala.

A las tres de la mañana completamente desnuda, intentó ordenar sus recuerdos.

La noche anterior había estado viendo un maratón de documentales en el Canal de Naturaleza y se había preparado una taza de té.

Lo último que recordaba era haberse acomodado en su cama, sola, ya que su marido, Horacio, estaba de viaje desde hace tres días.

Pero entonces recordó que su hijo, Carles, sí se encontraba en casa.

Margaret se levantó de un salto, cubriéndose el pecho con un cojín.

Miró alrededor, esperando no encontrarse con la figura de su hijo.

Se llevó la mano a la vagina para cubrirse y entonces sintió algo viscoso alrededor del coño.

Se quedó congelada. Se pasó el dedo por la nariz y lo miró.

Era graciento y amarillo, un poco brillante bajo la luz azulada.

Margaret abrió los ojos como platos.

—¡Me he vuelto a masturbar con la barra de mantequilla! —¡No puede ser! ¡No otra vez! ¡He vuelto a caminar sonámbula! Chilló Margaret, soltando el cojín.

Recordó, con una mezcla de asco y vergüenza, la vez anterior en que había encontrado la barra de mantequilla en el baño.

Según su teoría personal, que prefería no compartir con nadie, cuando caminaba dormida, se convertía en una especie de monstruo hambriento de verga.

Una Margaret zombie se llevó las manos a la cabeza, dando vueltas en sí misma.

Se llevó las manos a la cabeza, dando vueltas en círculo como un pollo sin cabeza.

—¡Pensé que eso del sonambulismo había sido algo pasajero! De pronto, un pensamiento le atravesó el cerebro como un relámpago.

¿Podría verla alguien? Sus vecinos eran unos metiches profesionales y la ventana del salón estaba medio abierta.

Imaginó a la señora Estela del 402 con sus prismáticos, ya escribiendo en el chat del edificio.

Margaret otra vez desnuda, esta vez follándose a la barra de mantequilla.

El pánico la sacudió de pies a cabeza y después gritó, corriendo torpemente hacia el pasillo.

—¡Ropa! ¡Necesito ropa! Entre tropiezos y chillidos ahogados, logró llegar a su habitación.

Agarró unos pantalones de pijama y una camiseta gigantesca.

Se los puso a toda prisa, mientras su mente repetía en bucle.

—¡Nunca más compro mantequilla! ¡Nunca más! Se dejó caer en la cama, respirando agitadamente.

Entre risas y suspiros, Margaret prometió, por décima vez, que la próxima noche dejaría la mantequilla donde no pudiera encontrarla.

Pero, en el fondo, sabía que era una promesa que rompería tan pronto apagara la luz.

La siguiente madrugada, eran las tres de la mañana, cuando Margaret estaba profundamente dormida.

Su respiración era tranquila y acompasada, como el ronroneo de un gato bien alimentado.

En su mundo onírico, caminaba por un mercado medieval, buscando una mantequilla mágica que prometía hacerla inmortal.

Pero, de pronto, algo en su cerebro hizo clic.

Sus pies se movieron bajo las sábanas.

Primero un dedo, luego el otro pie.