
PICNIC EXTRATERRESTRE de los hermanos ARKADI Y BORIS STRUGATSKI 6

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En un futuro cercano, la humanidad se enfrenta a un evento sin precedentes: "La Visita". Seres extraterrestres desconocidos realizan breves incursiones en la Tierra, dejando tras de sí una serie de objetos extraños y peligrosos, como si hubieran tenido un picnic y se hubieran marchado sin recoger. Estas zonas, conocidas como "Las Zonas", se convierten en lugares de gran interés y peligro, donde la ciencia y lo inexplicable se entrelazan.
En este contexto, surge la figura del "stalker", individuos que se adentran ilegalmente en Las Zonas en busca de los artefactos extraterrestres, conocidos como "los regalos". Estos objetos, con propiedades a menudo desconocidas y peligrosas, pueden ser vendidos en el mercado negro por grandes sumas de dinero.
El protagonista, Redrick Schuhart, es un stalker experimentado que conoce los peligros de Las Zonas. A través de sus vivencias, exploramos los misterios que rodean La Visita, los dilemas morales de los stalkers y la naturaleza humana frente a lo desconocido.
Una reflexión sobre la humanidad: "Picnic al borde del camino" es mucho más que una novela de ciencia ficción. Es una profunda reflexión sobre la condición humana, la curiosidad, el miedo a lo desconocido y las consecuencias de nuestros actos. Los hermanos Strugatski nos invitan a preguntarnos: ¿Qué haríamos si tuviéramos acceso a tecnología extraterre? ¿La usaríamos para el bien común o para nuestro propio beneficio?
"Picnic al borde del camino" es una obra maestra de la ciencia ficción que ha influido en numerosas obras posteriores, tanto en la literatura como en el cine y los videojuegos. Su exploración de temas profundos y su narrativa envolvente la convierten en una lectura imprescindible para los amantes del género.
VOZ NARRACIÓN: MARÍA LARRALDE
MÚSICA:
Fondo música Pixabay
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VI Se acercó a su propio garaje desde el costado del negocio de radio y electrónica.
Tuvo que esperar en tanto los obreros cargaban un camión con televisores.
Se puso cómodo entre las magulladas matas de lilas de las casas vecinas donde no había ventanas para recobrar el aliento y fumar un cigarrillo.
Fumó ávidamente, agachado contra la áspera pared a prueba de incendios, tocándose de tanto en tanto la mejilla para calmar el tic nervioso.
Pensó, pensó, pensó.
Cuando el camión y los obreros se alejaron a bocinazos por la calle, se echó a reír diciendo suavemente, «Gracias, muchachos, demoraron a ese tonto y lo hicieron pensar».
Entonces empezó a caminar con rapidez, pero sin demasiada prisa, inteligente y premeditadamente tal como cuando trabajaba en la zona.
Entró al garaje por el pasillo oculto, levantó silenciosamente el viejo asiento, sacó el rollo de papel que había en la bolsa guardada dentro del canasto con mucho cuidado y se lo deslizó dentro de la camisa.
Después tomó de una percha una chaqueta de cuero, vieja y gastada, encontró en el rincón Una gorra grasienta y se la encasquetó hasta los ojos.
Las hendijas de la puerta dejaban pasar finos rayos de luz que iluminaban el polvo danzarín del sombrío garaje.
Afuera, los chicos jugaban y chillaban.
Al marcharse, oyó la voz de su hija, acercó un ojo a la más ancha de las ranuras y contempló a Monita, que corría entre las hamacas agitando los globos.
Tres ancianas, sentadas en un banco cercano, con el tejido sobre el regazo, la observaban con labios fruncidos.
Las viejas cerdas estarían intercambiando sucias opiniones.
Los chicos se portaban bien, jugaban con ella como si fuera una más.
¿Valía la pena el soborno empleado? Les había hecho un tobogán, una casa de muñecas, las hamacas y el banco en donde estaban las viejas.
Bueno, se dijo, se apartó de la grieta, volvió a inspeccionar el garaje y entró arrastrándose al agujero.
En la parte sudoeste de la ciudad, cerca del surtidor de nafta, abandonado al final de la calle Miner, había una cabina telefónica.
Sólo Dios sabe quién la usaba por entonces, pues todas las casas de alrededor estaban cerradas con tablas.
Más allá se veía tan sólo aquel baldío interminable que fuera el basurero de la ciudad.
Redrick se sentó a la sombra de aquella cabina y metió la mano en una hendija que había allí debajo.
Palpó un papel encerado, polvoriento, y la culata del arma envuelta en él.
También estaba la caja de plomo con balas y la bolsa con los brazaletes y la billetera vieja con documentos falsos.
Su escondrijo estaba en orden.
Se quitó la chaqueta y la gorra, palpó dentro de su camisa.
Allí permaneció por un minuto o más, sopesando en la mano el envase de porcelana, la muerte invencible e inevitable que contenía.
Y el tic nervioso comenzó.
Schuhard murmuró sin oír su propia voz.
—¿Qué estás haciendo, gusano basura? Con esto pueden matarnos a todos.
Se sostuvo la mejilla contorsionada, pero no sirvió para calmarla.
—Hijos de perra —dijo pensando en los obreros que cargaban los aparatos de televisión—, se me pusieron en el camino.
Cuando habría tirado esto otra vez a la zona, esa puta, y todo estaría terminado.
Miró a su alrededor con tristeza.
El aire caliente reverberaba sobre el cemento agrietado.
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