
PICNIC EXTRATERRESTRE de los hermanos ARKADI Y BORIS STRUGATSKI - 8

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En un futuro cercano, la humanidad se enfrenta a un evento sin precedentes: "La Visita". Seres extraterrestres desconocidos realizan breves incursiones en la Tierra, dejando tras de sí una serie de objetos extraños y peligrosos, como si hubieran tenido un picnic y se hubieran marchado sin recoger. Estas zonas, conocidas como "Las Zonas", se convierten en lugares de gran interés y peligro, donde la ciencia y lo inexplicable se entrelazan.
En este contexto, surge la figura del "stalker", individuos que se adentran ilegalmente en Las Zonas en busca de los artefactos extraterrestres, conocidos como "los regalos". Estos objetos, con propiedades a menudo desconocidas y peligrosas, pueden ser vendidos en el mercado negro por grandes sumas de dinero.
El protagonista, Redrick Schuhart, es un stalker experimentado que conoce los peligros de Las Zonas. A través de sus vivencias, exploramos los misterios que rodean La Visita, los dilemas morales de los stalkers y la naturaleza humana frente a lo desconocido.
Una reflexión sobre la humanidad: "Picnic al borde del camino" es mucho más que una novela de ciencia ficción. Es una profunda reflexión sobre la condición humana, la curiosidad, el miedo a lo desconocido y las consecuencias de nuestros actos. Los hermanos Strugatski nos invitan a preguntarnos: ¿Qué haríamos si tuviéramos acceso a tecnología extraterre? ¿La usaríamos para el bien común o para nuestro propio beneficio?
"Picnic al borde del camino" es una obra maestra de la ciencia ficción que ha influido en numerosas obras posteriores, tanto en la literatura como en el cine y los videojuegos. Su exploración de temas profundos y su narrativa envolvente la convierten en una lectura imprescindible para los amantes del género.
VOZ NARRACIÓN: MARÍA LARRALDE
MÚSICA:
Fondo música Pixabay
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El valle se había refrescado durante la noche. Al amanecer hacía frío. Caminaban a lo largo del terraplén, pisando dos turmientes podridos entre las vías herrumbradas.
Redrick contemplaba las gotas de niebla que, al condensarse, brillaban sobre la chaqueta de cuero de Arthur Burbridge. El muchacho caminaba ágilmente, con alegría, como si nada supiera de la noche agotadora, de la tensión nerviosa que, todavía, le hacía doler las venas del cuerpo, ni de las dos horas terribles que habían pasado en la cima de la colina.
Apretados espalda contra espalda para darse calor, mientras esperaban en torturante somnolencia que pasara el flujo de materia verde y desapareciera en la garganta. La niebla se espesaba a ambos lados del terraplén. De vez en cuando trepaba hasta los rieles con pesados pies grises.
En esos lugares había que caminar hundidos hasta la rodilla entre vapores arremolinados.
El aire olía a herrumbre, el basural a la derecha del terraplén a putrefacción y moho.
La neblina lo ocultaba todo. Pero Redrick sabía que estaban en una planicia ondulada, con cúmulos de desperdicios y que había montañas ocultas en la penumbra más allá. También sabía que al salir el sol, cuando la niebla se asentara en rocío, vería hacia la izquierda el helicóptero caído y hacia delante los vagones-plataformas para el transporte de metal en bruto. Entonces comenzaría el verdadero trabajo.
Redrick deslizó una mano bajo la mochila y la levantó un poco para que el borde del tanque de helio no se le clavara en la columna. Espesada, pensó, ¿cómo voy a arrastrarme con ella? Un kilómetro y medio en cuatro patas. Bueno, merodeador, ¿a qué protestar ahora? Ya sabías en qué te estabas metiendo. Hay quinientos mil al final del camino. Vale la pena aguantar un esfuerzo. Quinientos mil no está nada mal. ¿Qué me maten si la doy por menos? ¿O si le doy a cuervo más de treinta? ¿Y el novato? El novato no recibe nada. Si el viejo dijo por lo menos media verdad, el novato no recibe nada.
Volvió a mirar la espalda de Arthur y vio, entrecerrando los ojos, que el muchacho franqueaba dos durmientes a cada paso. Era de espaldas anchas y cadera angosta. El pelo renegrido como el de la hermana, saltaba rítmicamente. Él se lo buscó, pensó Redrick, ceñudo.
Él mismo, ¿por qué insistió tanto en venir, con tanta desesperación? Temblaba, tenía los ojos llenos de lágrimas. Lléveme, señor Shuhard. Muchos otros se ofrecieron a llevarme, pero ninguno sirve. Mi padre, pero él ya no puede llevarme.
Redrick se obligó a descartar ese recuerdo que le repugnaba. Tal vez por eso empezó a pensar en la hermana de Arthur. Parecía increíble que esa mujer tan hermosa pudiera ser Hechura Plástica, un maniquí. Era como los botones que tenía su madre en la blusa cuando era chico. Jambarinos, semitransparentes y dorados. Le daban ganas de metérselos en la boca para chuparlos, y en cada oportunidad sufría una terrible desilusión, pero siempre la olvidaba. No.
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