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By Apsalar Las LLamas del Pecado
La Piel del Deseo. Capítulo 6

La Piel del Deseo. Capítulo 6

3/27/2025 · 01:30:13
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Description of La Piel del Deseo. Capítulo 6

Casandra y Aaron luchan contra sus deseos más turbios. Y ambos llevan las de perder.
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Hoy presentamos, La piel del deseo. Capítulo 6 Saúl se despertó deseando encontrarse solo en la cama. Deseando que todo fuese un sueño.

Su deseo no fue concedido. Apenas movió la mano a un lado, sintió la piel suave y desnuda de una cintura bajo sus dedos. La claridad del amanecer se filtraba entre los listones de la persiana. Hizo acopio de valor y giró la cabeza. Se encontró con el rostro de su hija apoyado en la almohada. Estaba dormida, los rizos desordenados de un modo incluso tierno.

De su boca entreabierta surgía un fino hilillo de saliva que caía en la tela.

La sábana cubría sus piernas, igual que a él, de modo que sus generosos pechos estaban expuestos en toda su sensualidad, apretados entre sus brazos. Podía oler su piel, el aliento cálido alcanzaba a rozarle el hombro. Observándola así, tan relajada e inocente, su conciencia encontró cierta paz. Quiso decirse que no era culpa suya, que estaba dormido y ella se le había echado encima.

Pero no le sirvió. No le sirvió en absoluto. Era la segunda vez que caía en aquella tentación. ¿Hasta qué punto podía justificarse? Trató de controlar pensamientos tales como plantearse que existiese un más allá desde el que su difunta mujer les estuviese observando. Recordó la primera vez. Dos años antes. La noche en que enterraron a Adela.

El día más asiago de su vida. Ese día que había comenzado desde el momento en que recibió una llamada de teléfono que le informó de que su mujer había fallecido al instante en un accidente de tráfico y que no finalizó hasta muchas, muchas horas después. Durante las cuales todo se sucedía como si estuviesen atrapados en ámbar, asfixiados, cada movimiento una agonía, cada inhalación una tortura.

Destinados a quedarse estáticos para siempre, muertos, atrapados en aquel instante de dolor infinito. Pero no, el tiempo siguió su curso, los acontecimientos pasaban y se perdían en el pasado. Hasta que llegó la noche y Vanessa tuvo que serla fuerte, tuvo que ser la que le consolase y le guiase a la cama y le desvistiese y se acostase a su lado, abrazándolo fuerte, abrazándolo en la oscuridad de una noche de invierno, llorando los dos con los ojos enrojecidos e hinchados.

Vanessa le enjugaba las lágrimas con sus labios y el, ansioso de cualquier muestra de cariño, ansioso de cualquier manera de consuelo, correspondió haciendo lo mismo. Y los labios dieron paso a las lenguas. El abrazo se hizo más intenso, más cercano. Ella se quitó la ropa y sus pieles fueron una. Y él ni siquiera era capaz de pensar, tan solo de sentir el vacío inextinguible de la ausencia de Adela.

Y Vanessa le susurraba, calla, calla, al oído y sus bocas se fundieron, abiertas, hambrientas de olvido. Sus manos apretaban la carne del otro. Sintió la polla entrando en la vagina de su hija, ardiente y acogedora, una promesa de placer, un juramento de alivio para aquel dolor. Follaron con una intensidad que Saúl solo había experimentado en los momentos más pasionales con Adela. Follaron durante horas, alargando el momento del orgasmo, el cuerpo de Saúl negándose a perder la erección.

Sudando, llorando, besándose, lamiéndose, manoseándose. Los gemidos de su hija le hicieron trascender durante un tiempo maravilloso por encima del sufrimiento y, cuando esparció todo su esperma sobre ella, desatado, impúdico y justificado por la magnitud del dolor, cayó desmayado en la cama. Vanessa le abrazó por la espalda y tuvieron horas de sueño y paz.

Nunca más volvieron a repetir aquello. Vanessa le buscó a la noche siguiente, pero Saúl se mantuvo firme y distante. Hasta que casi quedó en el olvido. Hasta que casi fueron una familia normal. Y todo se había ido al traste en una noche. De una manera tan sencilla que costaba no pensar que, en el fondo, había deseado que volviese a suceder. Acarició el pelo de su hija con delicadeza.

Vanessa abrió un poco los ojos, entornándolos. Se desperezó sin ningún pudor, estirando la espalda, realzando sus senos, dejando que la sabana descendiese hasta la mitad de sus muslos.

Buenos días, papi. Y se abrazó a él.

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