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108 EL PASADO DE SARAH MARSH
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108 EL PASADO DE SARAH MARSH

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EL PASADO DE SARAH MARSH Por José Mallorquí CAPITULO PRIMERO EN LAS CALLES DE SAN BERNARDINO San Bernardino era un pueblo que parecía hecho con enormes dados blancos en los cuales los puntos estaban representados por ventanas. Las casas eran cuadradas, de gruesas paredes de adobe, encaladas por fuera hasta hacer que hiriesen la vista con su nítida blancura, en la cual se reflejaba la luz de una luna en su plenitud. Víctor Macedo acababa de llegar de las sierras de San Bernardino camino de Los Angeles. Su socio Caleb Fox había salido hacia allí con un cargamento de oro valorado en unos veintisiete mil pesos oro, y aunque había tenido tiempo de regresar, no lo había hecho. Caleb era honrado. Lo demostró demasiadas veces para que pudiera caber la menor duda acerca de que su tardanza no se debía a que una vez en posesión del dinero hubiera tomado otro rumbo. Además la mina prometía rendir varias veces más lo obtenido hasta entonces, y hubiera sido una locura escapar con un solo huevo de oro, cuando se tenía una gallina que podía poner otros muchos. Víctor Macedo sospechaba dos cosas: Que Fox se hubiese dejado tentar por los naipes y hubiera perdido los veintisiete mil dólares tratando de multiplicarlos por cinco o seis, y que ahora no se atreviera a presentarse ante su compañero; o que le hubieran asaltado por el camino, antes de llegar al pueblo. California no era un lugar seguro. Abundaban los bandidos y escaseaban las autoridades. De cuando en cuando se ejecutaba a unos cuantos delincuentes; pero nunca eran los más peligrosos. Estos seguían subsistiendo y asolando el país. Los había de todas las razas y categorías. Muchos yanquis desertores del Ejército habíanse convertido en bandoleros de la peor especie, atacando por igual a norteamericanos y californianos. Otros norteamericanos que llegaron cuatro años antes buscando oro, al no encontrarlo con la facilidad que esperaban decidieron sacarlo de los bolsillos de los mineros que arañaban la tierra de sol a sol. También había numerosos bandoleros mejicanos o californianos, como Murrieta, a quien unos llamaban vengador, otros calificaban de rebelde nacionalista y otros, en fin, acusaban de bandido sin escrúpulos. Por último andaba por allí el «Coyote», a quien todos, menos los yanquis, llamaban justiciero, aunque Víctor no se fiaba mucho de la ingenuidad de los californianos. Aquel «Coyote» debía de ser un bandido, más listo que los otros, que robaba diez y repartía uno entre los nativos, ganando con ello su ayuda y una fama inmerecida. Víctor Macedo sólo creía en el trabajo. Su opinión sobre aquellos que preferían vagar por los montes o llanuras, a caballo, empuñando un rifle o un revólver y ganándose con ellos la vida, aunque fuera a costa de vidas ajenas, era la de que merecían colgar de un roble o de un álamo con una buena corbata de cáñamo al cuello.
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EL PASADO DE SARAH MARSH Por José Mallorquí CAPITULO PRIMERO EN LAS CALLES DE SAN BERNARDINO San Bernardino era un pueblo que parecía hecho con enormes dados blancos en los cuales los puntos estaban representados por ventanas. Las casas eran cuadradas, de gruesas paredes de adobe, encaladas por fuera hasta hacer que hiriesen la vista con su nítida blancura, en la cual se reflejaba la luz de una luna en su plenitud. Víctor Macedo acababa de llegar de las sierras de San Bernardino camino de Los Angeles. Su socio Caleb Fox había salido hacia allí con un cargamento de oro valorado en unos veintisiete mil pesos oro, y aunque había tenido tiempo de regresar, no lo había hecho. Caleb era honrado. Lo demostró demasiadas veces para que pudiera caber la menor duda acerca de que su tardanza no se debía a que una vez en posesión del dinero hubiera tomado otro rumbo. Además la mina prometía rendir varias veces más lo obtenido hasta entonces, y hubiera sido una locura escapar con un solo huevo de oro, cuando se tenía una gallina que podía poner otros muchos. Víctor Macedo sospechaba dos cosas: Que Fox se hubiese dejado tentar por los naipes y hubiera perdido los veintisiete mil dólares tratando de multiplicarlos por cinco o seis, y que ahora no se atreviera a presentarse ante su compañero; o que le hubieran asaltado por el camino, antes de llegar al pueblo. California no era un lugar seguro. Abundaban los bandidos y escaseaban las autoridades. De cuando en cuando se ejecutaba a unos cuantos delincuentes; pero nunca eran los más peligrosos. Estos seguían subsistiendo y asolando el país. Los había de todas las razas y categorías. Muchos yanquis desertores del Ejército habíanse convertido en bandoleros de la peor especie, atacando por igual a norteamericanos y californianos. Otros norteamericanos que llegaron cuatro años antes buscando oro, al no encontrarlo con la facilidad que esperaban decidieron sacarlo de los bolsillos de los mineros que arañaban la tierra de sol a sol. También había numerosos bandoleros mejicanos o californianos, como Murrieta, a quien unos llamaban vengador, otros calificaban de rebelde nacionalista y otros, en fin, acusaban de bandido sin escrúpulos. Por último andaba por allí el «Coyote», a quien todos, menos los yanquis, llamaban justiciero, aunque Víctor no se fiaba mucho de la ingenuidad de los californianos. Aquel «Coyote» debía de ser un bandido, más listo que los otros, que robaba diez y repartía uno entre los nativos, ganando con ello su ayuda y una fama inmerecida. Víctor Macedo sólo creía en el trabajo. Su opinión sobre aquellos que preferían vagar por los montes o llanuras, a caballo, empuñando un rifle o un revólver y ganándose con ellos la vida, aunque fuera a costa de vidas ajenas, era la de que merecían colgar de un roble o de un álamo con una buena corbata de cáñamo al cuello.
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EL PASADO DE SARAH MARSH Por José Mallorquí CAPITULO PRIMERO EN LAS CALLES DE SAN BERNARDINO San Bernardino era un pueblo que parecía hecho con enormes dados blancos en los cuales los puntos estaban representados por ventanas. Las casas eran cuadradas, de gruesas paredes de adobe, encaladas por fuera hasta hacer que hiriesen la vista con su nítida blancura, en la cual se reflejaba la luz de una luna en su plenitud. Víctor Macedo acababa de llegar de las sierras de San Bernardino camino de Los Angeles. Su socio Caleb Fox había salido hacia allí con un cargamento de oro valorado en unos veintisiete mil pesos oro, y aunque había tenido tiempo de regresar, no lo había hecho. Caleb era honrado. Lo demostró demasiadas veces para que pudiera caber la menor duda acerca de que su tardanza no se debía a que una vez en posesión del dinero hubiera tomado otro rumbo. Además la mina prometía rendir varias veces más lo obtenido hasta entonces, y hubiera sido una locura escapar con un solo huevo de oro, cuando se tenía una gallina que podía poner otros muchos. Víctor Macedo sospechaba dos cosas: Que Fox se hubiese dejado tentar por los naipes y hubiera perdido los veintisiete mil dólares tratando de multiplicarlos por cinco o seis, y que ahora no se atreviera a presentarse ante su compañero; o que le hubieran asaltado por el camino, antes de llegar al pueblo. California no era un lugar seguro. Abundaban los bandidos y escaseaban las autoridades. De cuando en cuando se ejecutaba a unos cuantos delincuentes; pero nunca eran los más peligrosos. Estos seguían subsistiendo y asolando el país. Los había de todas las razas y categorías. Muchos yanquis desertores del Ejército habíanse convertido en bandoleros de la peor especie, atacando por igual a norteamericanos y californianos. Otros norteamericanos que llegaron cuatro años antes buscando oro, al no encontrarlo con la facilidad que esperaban decidieron sacarlo de los bolsillos de los mineros que arañaban la tierra de sol a sol. También había numerosos bandoleros mejicanos o californianos, como Murrieta, a quien unos llamaban vengador, otros calificaban de rebelde nacionalista y otros, en fin, acusaban de bandido sin escrúpulos. Por último andaba por allí el «Coyote», a quien todos, menos los yanquis, llamaban justiciero, aunque Víctor no se fiaba mucho de la ingenuidad de los californianos. Aquel «Coyote» debía de ser un bandido, más listo que los otros, que robaba diez y repartía uno entre los nativos, ganando con ello su ayuda y una fama inmerecida. Víctor Macedo sólo creía en el trabajo. Su opinión sobre aquellos que preferían vagar por los montes o llanuras, a caballo, empuñando un rifle o un revólver y ganándose con ellos la vida, aunque fuera a costa de vidas ajenas, era la de que merecían colgar de un roble o de un álamo con una buena corbata de cáñamo al cuello.
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EL PASADO DE SARAH MARSH Por José Mallorquí CAPITULO PRIMERO EN LAS CALLES DE SAN BERNARDINO San Bernardino era un pueblo que parecía hecho con enormes dados blancos en los cuales los puntos estaban representados por ventanas. Las casas eran cuadradas, de gruesas paredes de adobe, encaladas por fuera hasta hacer que hiriesen la vista con su nítida blancura, en la cual se reflejaba la luz de una luna en su plenitud. Víctor Macedo acababa de llegar de las sierras de San Bernardino camino de Los Angeles. Su socio Caleb Fox había salido hacia allí con un cargamento de oro valorado en unos veintisiete mil pesos oro, y aunque había tenido tiempo de regresar, no lo había hecho. Caleb era honrado. Lo demostró demasiadas veces para que pudiera caber la menor duda acerca de que su tardanza no se debía a que una vez en posesión del dinero hubiera tomado otro rumbo. Además la mina prometía rendir varias veces más lo obtenido hasta entonces, y hubiera sido una locura escapar con un solo huevo de oro, cuando se tenía una gallina que podía poner otros muchos. Víctor Macedo sospechaba dos cosas: Que Fox se hubiese dejado tentar por los naipes y hubiera perdido los veintisiete mil dólares tratando de multiplicarlos por cinco o seis, y que ahora no se atreviera a presentarse ante su compañero; o que le hubieran asaltado por el camino, antes de llegar al pueblo. California no era un lugar seguro. Abundaban los bandidos y escaseaban las autoridades. De cuando en cuando se ejecutaba a unos cuantos delincuentes; pero nunca eran los más peligrosos. Estos seguían subsistiendo y asolando el país. Los había de todas las razas y categorías. Muchos yanquis desertores del Ejército habíanse convertido en bandoleros de la peor especie, atacando por igual a norteamericanos y californianos. Otros norteamericanos que llegaron cuatro años antes buscando oro, al no encontrarlo con la facilidad que esperaban decidieron sacarlo de los bolsillos de los mineros que arañaban la tierra de sol a sol. También había numerosos bandoleros mejicanos o californianos, como Murrieta, a quien unos llamaban vengador, otros calificaban de rebelde nacionalista y otros, en fin, acusaban de bandido sin escrúpulos. Por último andaba por allí el «Coyote», a quien todos, menos los yanquis, llamaban justiciero, aunque Víctor no se fiaba mucho de la ingenuidad de los californianos. Aquel «Coyote» debía de ser un bandido, más listo que los otros, que robaba diez y repartía uno entre los nativos, ganando con ello su ayuda y una fama inmerecida. Víctor Macedo sólo creía en el trabajo. Su opinión sobre aquellos que preferían vagar por los montes o llanuras, a caballo, empuñando un rifle o un revólver y ganándose con ellos la vida, aunque fuera a costa de vidas ajenas, era la de que merecían colgar de un roble o de un álamo con una buena corbata de cáñamo al cuello.
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EL PASADO DE SARAH MARSH Por José Mallorquí CAPITULO PRIMERO EN LAS CALLES DE SAN BERNARDINO San Bernardino era un pueblo que parecía hecho con enormes dados blancos en los cuales los puntos estaban representados por ventanas. Las casas eran cuadradas, de gruesas paredes de adobe, encaladas por fuera hasta hacer que hiriesen la vista con su nítida blancura, en la cual se reflejaba la luz de una luna en su plenitud. Víctor Macedo acababa de llegar de las sierras de San Bernardino camino de Los Angeles. Su socio Caleb Fox había salido hacia allí con un cargamento de oro valorado en unos veintisiete mil pesos oro, y aunque había tenido tiempo de regresar, no lo había hecho. Caleb era honrado. Lo demostró demasiadas veces para que pudiera caber la menor duda acerca de que su tardanza no se debía a que una vez en posesión del dinero hubiera tomado otro rumbo. Además la mina prometía rendir varias veces más lo obtenido hasta entonces, y hubiera sido una locura escapar con un solo huevo de oro, cuando se tenía una gallina que podía poner otros muchos. Víctor Macedo sospechaba dos cosas: Que Fox se hubiese dejado tentar por los naipes y hubiera perdido los veintisiete mil dólares tratando de multiplicarlos por cinco o seis, y que ahora no se atreviera a presentarse ante su compañero; o que le hubieran asaltado por el camino, antes de llegar al pueblo. California no era un lugar seguro. Abundaban los bandidos y escaseaban las autoridades. De cuando en cuando se ejecutaba a unos cuantos delincuentes; pero nunca eran los más peligrosos. Estos seguían subsistiendo y asolando el país. Los había de todas las razas y categorías. Muchos yanquis desertores del Ejército habíanse convertido en bandoleros de la peor especie, atacando por igual a norteamericanos y californianos. Otros norteamericanos que llegaron cuatro años antes buscando oro, al no encontrarlo con la facilidad que esperaban decidieron sacarlo de los bolsillos de los mineros que arañaban la tierra de sol a sol. También había numerosos bandoleros mejicanos o californianos, como Murrieta, a quien unos llamaban vengador, otros calificaban de rebelde nacionalista y otros, en fin, acusaban de bandido sin escrúpulos. Por último andaba por allí el «Coyote», a quien todos, menos los yanquis, llamaban justiciero, aunque Víctor no se fiaba mucho de la ingenuidad de los californianos. Aquel «Coyote» debía de ser un bandido, más listo que los otros, que robaba diez y repartía uno entre los nativos, ganando con ello su ayuda y una fama inmerecida. Víctor Macedo sólo creía en el trabajo. Su opinión sobre aquellos que preferían vagar por los montes o llanuras, a caballo, empuñando un rifle o un revólver y ganándose con ellos la vida, aunque fuera a costa de vidas ajenas, era la de que merecían colgar de un roble o de un álamo con una buena corbata de cáñamo al cuello.
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12 FUNDACION E IMPERIO Ciclo de la Fundacion.- Ciclo de Trantor.- Cuarto relato. Segundo de la Trilogia de la Fundacion.- La Fundacion hace renacer el nuevo imperio galactico, pero nace un nuevo personaje que quiere destruir esta fundacion y a su vez encontrar una segunda fundacion que al parecer fue creada al mismo tiempo que la primera. Updated
09 PRELUDIO A LA FUNDACION Ciclo de Trantor - Primer novela de este ciclo, en esta novela el jover Harry Seldon, un matematico bastante prometedor, empieza a formar su teoria de la «psicohistoria», una teoria que quizas prodria predecir el futuro y para poder enumerarla bien debe viajar por varios lugares, y esconderse de algun que otro perseguidor, aunque acaba teniendo ayudas de quien menos se lo espera. Updated
11 FUNDACION 11 - Fundacion.- Tercera novela del Ciclo de Trantor y primera de las Trilogia de la Fundacion. Tal y como habia pensado Harry Seldon, la primera fundacion ya ha sido creada y se expande por toda la galaxia, a la misma vez que intenta salvaguarda los conocimientos del antiguo Imperio Galactico ya desaparecido. La Fundacion trata de que todo el conocimiento de la humanidad no se pierda en los años de barbarie que estan llegando despues de la desaparicion del imperio. Pero con su expansion encontrara los restos del antiguo imperio. Las apariciones del difunto Harry Seldon van desvelando el plan de los psicohistoriadores para mantener en pie a la humanidad, pero pueden aparecer factores imprevisibles que amenacen todo este plan. Updated
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