En el Brighton victoriano de 1870, donde las plazas señoriales contrastaban con los oscuros callejones de la pobreza, Christiana Edmunds, una mujer de 42 años con la elegancia de una dama y la mente fracturada por la obsesión, paseaba bajo el sol con un secreto mortal. Su cabello rubio y sus vestidos impecables ocultaban una pasión enfermiza por el doctor Charles Beard, un médico casado cuya mirada fugaz desató en ella un amor no correspondido. Tras fingir una enfermedad para acercarse a él, Christiana, bajo el seudónimo de “Dorothea”, inundó al doctor con cartas apasionadas, mientras su odio hacia Emily Beard, la esposa, crecía como un veneno. En marzo de 1871, intentó envenenar a Emily con bombones contaminados con estricnina, un plan que fracasó cuando esta escupió el dulce amargo. Acusada por Beard y rechazada, Christiana ideó un esquema diabólico para limpiar su nombre: envenenar bombones de la confitería de John Maynard y devolverlos a la tienda, usando a niños de los barrios pobres como mensajeros. El 1 de junio de 1871, su plan cobró una víctima: Sidney Albert Barker, de 4 años, murió tras comer un bombón envenenado, retorciéndose en una agonía que conmocionó Brighton. No contenta con esto, Christiana envió paquetes de frutas, pasteles y flores envenenados, firmados con notas anónimas, causando enfermedades en la ciudad y hasta en Londres. Su astucia, alimentada por un historial familiar de locura —su padre y hermano murieron en manicomios, su hermana intentó suicidarse—, la llevó a presentarse como testigo en la investigación, desviando las sospechas hacia el tendero. Pero su arrogancia la traicionó: un químico reveló sus compras de estricnina, y la policía, liderada por el inspector Gibbs, conectó su letra con las cartas de “Dorothea” y los paquetes envenenados. Arrestada el 19 de agosto de 1871, Christiana enfrentó un juicio que paralizó Londres en 1872. Su madre, Margaret, reveló entre lágrimas el legado de demencia familiar, mientras Christiana, serena, culpaba a Beard por su destino. Condenada a muerte, su pena fue conmutada por reclusión en el Psiquiátrico de Broadmoor, donde vivió hasta 1907, escribiendo cartas imaginarias y creyéndose una gran dama perseguida. El caso de la Envenenadora de los bombones no solo desató pánico en Brighton, sino que impulsó reformas en la regulación de venenos y avivó el debate sobre la locura y la justicia en la era victoriana, dejando un legado de horror envuelto en un dulce mortal.
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