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Cuentos Mágicos
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Cuentos Mágicos

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Un podcast de cuentos infantiles, con los que aprender valores, como; respeto, amistad, lealtad, solidaridad... Cuentos, reatos y fábulas para crecer aprendiendo. Perfecto para compartir padres e hijos.

Un podcast de cuentos infantiles, con los que aprender valores, como; respeto, amistad, lealtad, solidaridad... Cuentos, reatos y fábulas para crecer aprendiendo. Perfecto para compartir padres e hijos.

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69 El cuento de la lechera

Había una vez una niña que vivía con sus padres en una granja. Era una buena chica que ayudaba en las tareas de la casa y se ocupaba de colaborar en el cuidado de los animales. Un día, su madre le dijo: – Hija mía, esta mañana las vacas han dado mucha leche y yo no me encuentro muy bien. Tengo fiebre y no me apetece salir de casa. Ya eres mayorcita, así que hoy irás tú a vender la leche al mercado ¿Crees que podrás hacerlo? La niña, que era muy servicial y responsable, contestó a su mamá: – Claro, mamita, yo iré para que tú descanses. La buena mujer, viendo que su hija era tan dispuesta, le dio un beso en la mejilla y le prometió que todo el dinero que recaudara sería para ella. ¡Qué contenta se puso! Cogió el cántaro lleno de leche recién ordeñada y salió de la granja tomando el camino más corto hacia el pueblo. Iba a paso ligero y su mente no dejaba de trabajar. No hacía más que darle vueltas a cómo invertiría las monedas que iba a conseguir con la venta de la leche. – ¡Ya sé lo que haré! – se decía a sí misma – Con las monedas que me den por la leche, voy a comprar una docena de huevos; los llevaré a la granja, mis gallinas los incubarán, y cuando nazcan los doce pollitos, los cambiaré por un hermoso lechón. Una vez criado será un cerdo enorme. Entonces regresaré al mercado y lo cambiaré por una ternera que cuando crezca me dará mucha leche a diario que podré vender a cambio de un montón de dinero. La niña estaba absorta en sus pensamientos. Tal y como lo estaba planeando, la leche que llevaba en el cántaro le permitiría hacerse rica y vivir cómodamente toda la vida. Tan ensimismada iba que se despistó y no se dio cuenta que había una piedra en medio del camino. Tropezó y ¡zas! … La pobre niña cayó de bruces contra el suelo. Sólo se hizo unos rasguños en las rodillas pero su cántaro voló por el aire y se rompió en mil pedazos. La leche se desparramó por todas partes y sus sueños se volatilizaron. Ya no había leche que vender y por tanto, todo había terminado. – ¡Qué desgracia! Adiós a mis huevos, mis pollitos, mi lechón y mi ternero – se lamentaba la niña entre lágrimas – Eso me pasa por ser ambiciosa. Con amargura, recogió los pedacitos del cántaro y regresó junto a su familia, reflexionando sobre lo que había sucedido.
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68 Ratón de campo, ratón de ciudad

Érase una vez un ratón que vivía en el campo y cuya vida era muy feliz porque tenía todo lo que necesitaba. Su casita era un pequeño escondrijo junto a una encina; en él tenía una camita de hojas y un retal que había encontrado le servía para taparse por las noches y dormir calentito. Una pequeña piedra era su silla y como mesa, utilizaba un trozo de madera al que había dado forma con sus dientes. También contaba con una despensa donde almacenaba alimentos para pasar el invierno. Siempre encontraba frutos, semillas y alguna que otra cosa rica para comer. Lo mejor de vivir en el campo era que podía trepar por los árboles, tumbarse al Sol en verano y conocer a muchos otros animales que, con el tiempo, se habían convertido en buenos amigos. Un día, paseando, se cruzó con un ratón que vivía en la ciudad. Desde lejos ya se notaba que era un ratón distinguido porque vestía elegantemente y llevaba un sombrero digno de un señor. Comenzaron a hablar y se cayeron tan bien, que el ratón de campo le invitó a tomar algo en su humilde refugio. El ratón de ciudad se sorprendió de lo pobre que era su vivienda y más aún, cuando el ratón de campo le ofreció algo para comer: unos frutos rojos y tres o cuatro nueces. – Te agradezco muchísimo tu hospitalidad – dijo el ratón de ciudad – pero me sorprende que seas feliz con tan poco. Me gustaría que vinieras a mi casa y vieras que se puede vivir más cómodamente y rodeado de lujos. A los pocos días, el ratón de campo se fue a la ciudad. Su amigo vivía en una casa enorme, casi una mansión, en un agujero que había en la pared del salón principal. Todo el suelo de su cuarto estaba enmoquetado, dormía en un mullido cojín y no le faltaba de nada. Los dueños de la casa eran tan ricos, que el ratón salía a buscar alimentos y siempre encontraba auténticos manjares que llevarse a la boca. A hurtadillas, ambos se dirigieron a una mesa gigantesca donde había fuentes enteras de carne, patatas, frutas y dulces. Pero cuando se disponían a coger unas cuantas cosas, apareció un gato y los pobres ratones corrieron despavoridos para ponerse a salvo. El ratón de campo tenía el corazón en un puño. ¡Menudo susto se había llevado! ¡El gato casi les atrapa! – Son gajes del oficio – le aseguró el ratón de ciudad – Saldremos de nuevo a por comida y luego te convidaré a un gran banquete. Así fue como volvieron a salir a por provisiones. Se acercaron sigilosamente a la mesa llena de exquisiteces pero ¡horror! … Apareció el ama de llaves con una gran escoba en su mano y empezó a perseguirles por toda la estancia dispuesta a darles unos buenos palos. Los ratones salieron disparados y llegaron a la cueva con la lengua fuera de tanto correr. – ¡Lo intentaremos de nuevo! ¡Yo jamás me rindo! – dijo muy serio el ratón de ciudad. Cuando vieron que la señora se había ido, llegó el momento de salir de nuevo a por comida. Al fin consiguieron acercarse a la mesa no sin antes mirar a todas partes. Hicieron acopio de riquísimos alimentos y los prepararon para comer. Con las barrigas llenas se miraron el uno al otro y el ratón de campo le dijo a su amigo: – Lo cierto es que todo estaba delicioso ¡Jamás había comido tan bien! Pero voy a decirte algo, amigo, y no te lo tomes a mal. Tienes todo lo que cualquier ratón puede desear. Te rodean los lujos y nadas en la abundancia, pero yo jamás podría vivir así, todo el día nervioso y preocupado por si me atrapan. Yo prefiero la vida sencilla y la tranquilidad, aunque tenga que vivir con lo justo. Y dicho esto, se despidieron y el ratón de campo volvió a su modesta vida donde era feliz.
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67 Simbad el Marino

Érase una vez un muchacho llamado Simbad que decidió embarcarse en un barco para comerciar por el mundo. Un día el viento dejó de soplar y el barco se paró muy cerca de una isla. Simbad y otros tripulantes del barco decidieron ir a visitar la isla. Estando en la isla tuvieron hambre, así que encendieron una hoguera para asar carne. De repente, el suelo se estremeció como si de un terremoto se tratase. Lo que pasaba es que no habían desembarcado en una isla, sino en el lomo de una enorme ballena que, al sentir el fuego, empezó a dar coletazos. En una de estas embestidas Simbad cayó al agua. Los tripulantes del barco pensaron que se había ahogado, así que se fueron nadando al barco y huyeron. Pero Simbad consiguió agarrarse a una madera que flotaba por allí hasta que una ola lo arrojó sobre una playa. -¿Qué será esto? -exclamó Simbad al ver unas bolas blancas de gran tamaño. De pronto, Simbad miró hacia arriba y vio a un inmenso pájaro que iba hacia él. -¡Es el pájaro Roc! -gritó asustado. Pero no le dio tiempo a más. El pájaro Roc se posó sobre él para calentar las bolas blancas, que eran sus huevos. Simbad aprovechó para pensar cómo salir e ideó un plan. - Enrollaré mi turbante a la pata del pájaro Roc para que me lleve volando por la mañana -pensó Simbad. Y así fue. Al amanecer, el pájaro se echó a volar, llevándose a Simbad con él hasta otro lugar en el que se posó. Simbad descubrió que estaba en un profundo valle, rodeado de montañas tan altas que era imposible escalarlas. Cuando se sentó a descansar y a pensar en la falda de una de las montañas descubrió que estaba rodeado de serpientes. -¡Qué mala suerte! -dijo Simbad-. ¡Consigo escapar de un problema para meterme en otro peor! Entonces Simbad se dio cuenta de que aquel misterioso valle también estaba lleno de preciosos diamantes. -¡Aquí estoy, rodeado de la mayor fortuna del mundo y condenado a no salir jamás! -se lamentó Simbad. Sin embargo, por si acaso, Simbad llenó un saquito de cuero que llevaba encima con diamantes. Mientras metía los diamantes en la bolsa tuvo una idea: -Mataré a una serpiente y me ataré a ella con el turbante. Luego esperaré a que venga el pájaro Roc a comérsela. Entonces me iré con él. Y así ocurrió. Durante el viaje, el pájaro Roc sobrevoló el mar. Simbad divisó un enorme barco navegando sobre las aguas azules. Cortó con un cuchillo el turbante y cayó al agua, confiando en que los tripulantes del barco le rescataran. Gracias a los diamantes a Simbad nunca no le faltó de nada. Aún así, decidió volver a embarcarse. Pero, ya en alta mar, unos piratas asaltaron su barco y lo apresaron para venderlo como esclavo. -Pareces un hombre fuerte -dijo un mercader que quería comprarlo. -Dime qué hacer para ver si me puedes servir. -Manejo muy bien el arco -contestó Simbad. -Bien, demuéstramelo -dijo el mercader-. Ve a la selva y tráeme marfil de elefante. Pero a Simbad le daba mucha pena cazar elefantes y siempre fallaba los disparos. Un día vio un elefante muy viejo y lo siguió. Este le llevó hasta el cementerio de los elefantes. Allí había tantos colmillos que, cuando informó a su amo, éste se volvió loco de alegría. Para agradecer la fortuna que haría gracias a él, el hombre le dejó libre y le regaló un barco para que Simbad siguiese recorriendo los mares y viviendo grandes aventuras.
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66 El príncipe sapo

Hace mucho tiempo, los malvados magos, no tenían nada mejor que hacer que enseñar a los jóvenes príncipes aquellas asignaturas útiles para gobernar un reino que ninguno de ellos tenía ganas de aprender, por lo que se estableció la costumbre de que si no aprobaban las mates estos los convertían en rana hasta que recitasen la tabla del 7 ó los besase una doncella casadera. A los reyes no les quedó más remedio que decretar que la doncella que desencantase a un príncipe se casaría con este, ya que no tenían ninguna fe en que sus hijos pudiesen multiplicar por 7 siendo ranas, cuando no habían podido hacerlo siendo príncipes. De manera que durante las vacaciones de verano las doncellas casaderas iban por ahí, como locas, besando ranas y convirtiéndose en princesas herederas. El mago Panchín estaba más que harto de su alumno, pues éste, a pesar de ser muy listo, se pelaba las clases impunemente pasándose el día en diversiones y gastándole bromas pesadas a todo el mundo, menos a los reyes claro. Así que al suspender con un CERO muy gordo decidió darle una lección y cambió el encantamiento. Primero lo convertiría en un sapo asqueroso, en vez de en una bonita rana y solo dejaría de ser un sapo si recitaba TODAS las tablas de multiplicar, o si una princesa lo estampaba de una patada. El rey, que no estaba enterado del cambio del hechizo, publicó el bando de costumbre, mientras su hijo esperaba en un charco cercano el desfile de doncellas con ganas de patearlo. Pero claro el pregonero dijo besar, la costumbre mandaba besar, y las doncellas casaderas tenían muy buenos modales y no andaban por ahí pateando nada. Así que el pobre estaba harto de que lo besasen, estaba harto de ser un sapo y de comer moscas y no había manera de conseguir que las delicadas damiselas lo pateasen. Intento recordar las tablas de multiplicar pero no lograba pasar mas allá de la tabla del 5.Por lo que al fin, desesperado decidió marcharse lejos del reino de su padre, por ver si conseguía encontrar un rincón tranquilo donde ninguna doncella hubiese escuchado el Bando Real, o donde pudiese meditar sobre la multiplicación. Cansado de vagar sin éxito, y de recibir besos a diestro y siniestro decidió quedarse a vivir en un pozo abandonado, donde no lo molestarían. Ya había conseguido llegar a la tabla del 8cuando una tarde, ¡Pum!, le cae una pelota en la cabeza, y oye una dulce voz que le pide.—Sapito guapo, sapito bueno, dame mi pelota por favor. Era una princesa vecina, muy hermosa y bastante malcriada, que siempre conseguía que su padre el rey le consintiese todos sus caprichos. Pero su belleza unida a la dulzura de su voz y sus modales pícaros, cautivaron al príncipe, el cual se enamoró al instante.—¿Qué me darás a cambio de tu pelota?, le pregunta el príncipe sapo.—Lo que tu quieras, le contesta ella.—Bien, has de invitarme ha pasar una temporada contigo, darme de comer de tu plato, arroparme por las noches y contarme una historia antes de dormirme. Prométeme que cuidarás de mi como de un hermano.—Te lo prometo, todo lo que tu quieras, pero ahora dame mi pelota, que me esperan, he de terminar de jugar antes de volver a casa.—Toma tu pelota, te espero, has de llevarme a tu casa, no lo olvides.—Que no lo olvido, que luego vuelvo. Así que la princesa volvió con sus amigas y a su juego decidida a no llevar a ningún sitio a ningún sapo asqueroso. A la noche cuando el rey y su familia estaban cenando vino el jefe de la guardia a informar al rey de que en la puerta había un sapo que afirmaba estar invitado por la princesa a pasar una temporada en palacio.—Hazlo pasar —ordenó el rey— Señor sapo, que se le ofrece a estas horas, como ve intentamos comenzar a cenar.—Vuestra hija señor, me prometió hospedaje durante una temporada, darme de comer de su plato, arroparme por las noches y me contaría una historia antes de dormir, que me cuidaría como a un hermano, si le devolvía una pelota que cayó a mi pozo mientras jugaba. El rey mirando a la princesa le dijo: —Y bien, que tienes que decir a esto jovencita.Ella se puso como un tomate, pero con su voz más zalamera, dio mil y una razones por las que no estaba obligada a cumplir con su palabra.—Un rey solo tiene una palabra, y tu has de aprender a comportarte como una futura reina. Si tanto asco te daba no haberle dado tu palabra, eres capaz de cualquier cosa para salirte con la tuya y has de aprender que hay que respetar a los demás, cumplirás tu palabra, y además estas castigada por ser tan grosera y haber hecho llorar a tu madre, la reina, del disgusto.—Disculpe usted señor sapo, ahora me doy cuenta de que la hemos mimado demasiado, pero le prometo que ella va a cumplir su palabra, o se pasará la vida castigada. Ella, ¡qué remedio!, le va dando trocitos de su comida, mientras piensa como librarse de el sin que su padre la castigue.Y a la hora de irse a dormir descubre que sus padres han ordenado que pongan la cama de juguete en su misma habitación, y después de darle las buenas noches, la dejan con ese sapo asqueroso, el cual le dice:—Ahora arrópame y cuéntame un bonito cuento, hermanita.Y ella se acuerda de que por culpa de ese sapo la han castigado y no podrá salir a jugar por mucho tiempo, que ese sapo se le comió todo lo rico, y le dejo todas las verduras para ella, que se zampó todo el pastel de manzanas, y cuando quiso pedir más su madre le riñó por golosa. Que por su culpa su padre, que siempre le consentía todo se ha enfadado con ella, y se ha puesto muy triste su madre, que hasta ha llorado.—Te estoy esperando, vamos o se lo diré a tu padre.Y a ella le da una rabieta y se pone a chillarle, que se vaya, que la deje en paz, que le da mucho asco, que es muy feo.Y el sapo venga ha hacerle burla:—Se lo diré a tu padre, se lo diré a tu padre.Así que la princesa va y le pega una patada, y el sapo sale volando con camita y todo. Corriendo acuden los reyes y los guardias a la habitación a ver que era ese escándalo. Y descubren que el sapo se había convertido en un apuesto príncipe que le prometía a todos saberse al día siguiente todas las tablas de multiplicar. Y colorín colorado, este cuento se ha acabado
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65 El árbol que no tenía hojas

La siguiente historia tuvo lugar en un campo grande y hermoso de un país muy muy lejano. Su protagonista es un árbol… un árbol que era muy feo, ya que no tenía hojas. Estaba solo. Era el único árbol de la gran huerta de una vieja casa de campo y, como nunca había visto a otro árbol en su larga vida, desconocía el hecho de que éstos sí tenían infinidad de hojas en sus ramas. Tampoco era consciente de que era tan feo por el hecho de no tener preciosas hojas. Un día unos niños que pasaban por allí se pararon a mirarlo y, entre risas, se burlaron de él. – ¡Qué árbol tan horroroso y sin vida! -No sirve para nada, qué feo es. -¡Ni siquiera tiene hojas! Al escuchar los desagradables comentarios, el arbolito se puso muy triste. Levantó la cabeza y al ver al radiante sol le preguntó: -Tú que eres tan poderoso, ¿puedes darme algunas hojas? A lo que el sol respondió: -Yo no hago eso, no puedo dar hojas a los árboles. Tienes que ir tú a buscarlas. -No puedo. Mis pies están clavados en el suelo- le respondió con pena el pequeño árbol. Y se quedó mirando con esperanza al sol, pero éste no dijo nada más. Al día siguiente le hizo la misma pregunta a la nube gris que pasaba de vez en cuando, pero ésta le respondió: -Yo solo sé quitar las hojas de los árboles, pero no tengo ni la más remota idea de cómo poder colocártelas, amigo. No puedo ayudarte, ya lo siento. Al rato la lluvia apareció, mojando todo en torno al arbolito y éste aprovechó para plantearle la misma petición: -Señora lluvia, ¿puedes traerme algunas hojas para adornar mis ramas, por favor? Mis pies están clavados al suelo y yo no puedo salir a buscarlas por mí mismo. -Yo no puedo darte hojas, yo lo único que sé hacer es llorar.- Respondió la lluvia derramando lágrimas por la lástima que sentía por el arbolito y su falta de hojas. El árbol se sintió más triste que nunca. Había acudido a los más poderosos y no habían podido ayudarle… ¿Si ellos no podían hacerlo quién podría, quién le ayudaría a cumplir su sueño? – Nadie puede ayudarme.- murmuró el árbol- Viviré feo y sólo, sin hojas. Nunca pareceré un árbol de verdad. Pero sucedió que un buen día los niños que tan cruelmente se habían burlado de él pasaron de nuevo por allí y al ver al solitario tronco se apiadaron y dijeron: -Éste es el único árbol de la zona que no tiene nunca hojas, tal vez podríamos hacer algo… ¿que os parece si lo adornamos entre todos?. Los niños fueron a sus casas y trajeron muchas hojas de colores: rojas, amarillas, azules, verdes, violetas, naranjas e incluso rosadas. Las fueron pegando una por una en el arbolito de modo que al poco rato el árbol quedó lleno de hojas. ¡Estaba feliz!. No podía esperar a que lo vieran sus amigos para decirle qué opinaban del cambio. Al día siguiente pasó el sol y se quedó un rato mirándole. ¡Nunca había visto un árbol tan hermoso! Miró con más atención y…. ¡se dio cuenta de que era nada más y nada menos que su viejo amigo!. Después pasó la nube gris y le ocurrió exactamente lo mismo que al sol. Cuando se dio cuenta de quien era dijo: -¡Qué hojas tan bonitas tienes amigo! Pasaré con cuidado a tu alrededor para no quitártelas.- le dijo sonriéndole cálidamente. Por último pasó la lluvia y al ver esas hojas tan coloridas y tan preciosamente llamativas, detuvo su llanto y dijo: -¡Ya no lloraré más por el arbolito! ¡Qué feliz estoy de verlo así, con mucha más vida! ¡Está verdaderamente hermoso!- dijo la señora lluvia mientras se marchaba con sus lágrimas a otros lugares. Los niños, al ver lo feliz que se sentía el árbol, decidieron que, desde ese día, acudirían a visitarlo todas las tardes. Se reunían bajo sus ramas coloridas, jugando y riendo daban vida al pequeño habitante de la gran huerta. Y el arbolito nunca más se sintió triste, feo ni solo.
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64 Robin Hood

Érase una vez un valiente joven que habitaba en el bosque de Sherwood, en Nottingham, llamado Robin Hood. Junto con su mejor amigo, Little John, pasaban los días robando a los ricos para dárselo a los pobres. Robin Hood era conocido por ser el mejor arquero del reino de Inglaterra y por ser también una persona justa y bondadosa que ayudaba a aquellos que más lo necesitaban. También era conocido por todos que el corazón del arquero era de Lady Mariam, por quien suspiraba mientras esperaba el momento oportuno para pedirle la mano. El valiente rey Ricardo Corazón de León se encontraba luchando en las cruzadas y, en su ausencia, su hermano, el príncipe Juan, era el que se sentaba en el trono. Juan era famoso por su gran avaricia y su crueldad. Trataba mal al pueblo y cobraba elevados impuestos, sobre todo a los más pobres. La mayoría ya no tenían con qué pagar pero el príncipe era implacable y seguía recorriendo sus tierras, junto con el Sheriff de Nottingham, para obligar a los campesinos a pagar los impuestos. La gente de los pueblos se moría de hambre y Robin Hood y sus hombres no podían permitirlo. Todo aquel que se enteraba de que el príncipe Juan había salido a recaudar las riquezas de los pobres campesinos iba rápidamente a decírselo a Robin. Éste preparaba una emboscada en alguno de los caminos del bosque de Sherwood y le robaba a Juan todo lo recaudado. Durante unos días se escondían y, cuando el peligro había pasado, volvían y repartían entre los pobres los distintos tesoros. Robin cuidaba de las gentes de Nottingham y ellos lo apreciaban y protegían por ello. Enojado por los continuos robos que estaba sufriendo, el príncipe quiso tenderles una trampa. Con este propósito organizó un concurso de tiro con arco, cuyo premio sería entregado por Lady Mariam. Robin Hood no pudo resistir la tentación y se presentó. Para evitar ser descubierto y detenido lo hizo disfrazado, de esa forma participó sin ser identificado. Haciendo honor a su fama y su habilidad ganó el concurso. Una vez declarado ganador desveló su verdadera identidad para burlarse del príncipe. Y, aunque éste hizo lo imposible por intentar atraparlo, finalmente escapó audazmente ayudado por sus amigos. En venganza, el príncipe Juan, dio orden de captura contra los amigos de Robin. El Sheriff de Nottingham consiguió capturar a algunos, que serían ejecutados por alta traición el día siguiente por la mañana. El príncipe sabía que Robin Hood intentaría salvarles, así que planeo una emboscada para deshacerse de él de una vez por todas. Pero Robin estaba al tanto de la trampa, así que elaborando un astuto plan él y Little John penetraron en la fortaleza sin ser vistos. Cuando estaban a punto de ejecutar a los presos en la orca entró en acción, cortando las sogas con una flecha liberando a sus amigos, quienes se abrieron paso luchando contra los guardias, venciéndolos y liberando a otros prisioneros que se unieron a ellos en la lucha contra las injusticias del príncipe Juan. En la huida nuestro héroe se vio rodeado por muchos guardias, pero logró escapar con mucha habilidad y reunirse más tarde con sus compañeros. Durante un tiempo los bosques estuvieron llenos de gente que vivía en ellos. No podían volver a sus casas porque el Sheriff había puesto precio a sus cabezas. Pero un día, por fin, el rey Ricardo regresó y fue informado de cómo se había comportado su hermano, el príncipe Juan. El honorable rey restableció unos impuestos justos, dejó en libertad a todos aquellos que se encontraban presos y terminó con la persecución contra Robin y sus amigos. El príncipe Juan, el Sheriff de Nottingham y todos aquellos que los habían ayudado, fueron encarcelados por sus abusos continuados contra la humilde población de Inglaterra. Cuando todo volvió a la calma, Robin, pudo, por fin, tomar por esposa a Lady Mariam. Se casaron en una hermosa fiesta en la que el rey Ricardo acompañó a la joven al altar. Todos juntos celebraron la felicidad de la nueva pareja y el final de la tiranía del príncipe Juan.
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63 El osito Winnie The Pooh

Paseando por el bosque, Winnie llegó a un claro donde crecía un gran roble, alrededor de cuya copa zumbaban las abejas. Tras mucho pensar decidió que donde había abejas había miel, y la miel era lo que más le gustaba en este mundo. Así es que se puso a trepar y trepar, y cuando ya casi la tenía al alcance de la mano, la rama que le sostenía se rompió y cayó sobre un montón de zarzas. Winnie se puso a pensar de nuevo y esta vez creyó haber encontrado una solución brillante, así es que se fue en busca de su amigo Cristóbal Robin para que le prestara su globo azul. Atado al globo llegaría hasta el panal de miel. Estaba seguro que las abejas confundirían el globo con el cielo, y a él mismo, bien manchado de barro, con una nube. La idea no hubiera sido mala si hubiera salido bien; pero las abejas pincharon el globo y el osito cayó a tierra nuevamente. Tras su fracaso, Winnie fue a visitar a su amigo Conejo. Sabía que en su casa siempre había dos o tres tarros de miel y estaba seguro de que le invitaría a tomar un poquito. Metió la cabeza por la entrada de la madriguera de Conejo y preguntó si estaba en casa; a pesar de las negativas de Conejo que decía que se había marchado, Winnie entró, y por cortesía Conejo no tuvo más remedio que invitarle a tomar un poco de miel. Pero como cuando de miel se trata el osito no se harta nunca, no pasó mucho tiempo antes de que acabara con todas las reservas que había en la madriguera. El problema estuvo a la hora de marcharse. Había engordado tanto que quedó atascado en la entrada de la madriguera, con la mitad del cuerpo dentro y la otra mitad fuera. Conejo corrió en busca de Cristóbal para que les ayudara a salir. Fue imposible desatascarlo, así es que Cristóbal Robin decidió que no había otro remedio que esperar a que adelgazara. Winnie permanecería allí hasta entonces, con la prohibición absoluta de tomar nada de alimento. Los amigos acudían a visitarle y le entretenían con sus historias, pese a que Winnie tan sólo pensaba en que alguien le diera algo de comer; pero Cristóbal lo había prohibido y nadie se atrevía a desobedecer. Para que no pasara frío por las noches, Lechoncito le ató un pañuelo a la cabeza y se despidió hasta el día siguiente. Los días pasaron. Conejo empujaba a Winnie de cuando en cuando para comprobar si había adelgazado lo suficiente y ya podía dejarle su entrada libre. Por fin llegó el momento de sacar al oso de su prisión. Llegó Cristóbal tocando el tambor al frente del cortejo de quienes intentarían la proeza: allí marchaban Cangu, Ro, Conejo, Topo, Búho y el burrito Igore. Cristóbal agarró las manos de Winnie y empezó a tirar; de Cristóbal tiraba Cangu; de Cangu, Igore; de Igore, Lechoncito… Al fin, con un ¡Plop! Espectacular, Winnie salió disparado por los aires mientras sus amigos rodaban por el suelo. Winnie fue a estrellarse contra la copa del roble… ¡Y se quedó atascado en el hueco del árbol! ¡Justo en la colmena repleta de miel! Mientras la comía a puñados pensaba que no le importaba engordar un poco más.
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62 El libro de la selva

Este es el cuento de un niño a quien Bagheera, la pantera negra, se encontró en la selva. Bagheera llevó al niño con unos lobos amigos quienes lo criaron como su propio hijo y lo llamaron Mowgli. Mowgli aprendió a vivir en la selva, pero siempre cuidado de cerca por su protector y amigo Bagheera. Los elefantes también se hicieron amigos. No todos en la selva eran amistosos. Kaa, la boa hambrienta, ¡Quería comerse a Mowgli! Los ojos de Kaa hipnotizaban a cualquiera, y hacían pedazos al que apretaba entre sus anillos. Pero Mowgli tenía un enemigo más peligroso, Shere Khan, el tigre, quien estaba empeñado en matarlo antes de que Mowgli llegara a ser hombre. El capitán de la manada de lobos decidió que sólo había una forma de salvar al chico. – “Este niño debe ser llevado a la aldea del hombre”- dijo. Y Bagheera estuvo de acuerdo en llevarlo hasta la aldea. Mowgli pensó que Bagheera sólo lo llevaba a dar un paseo pero cuando le dijo a dónde lo llevaba, Mowgli gritó enojado –“¡No iré! ¡Quiero quedarme en la selva!”-. El chico huyó y se internó solo en el bosque en donde, al poco se hizo amigo de un oso alegre y vagabundo llamado Baloo. Baloo invitó al niño a nadar en el río y mientras el oso flotaba sobre su ancha espalda, Mowgli iba montado cómodamente sobre la panza de su amigo. De pronto, Mowgli sintió que alguien lo elevaba por los aires. Era una pandilla de pícaros monos quienes lo habían atrapado y lo llevaban volando por las copas de los árboles. Lo llevaron hasta las ruinas de un viejo templo en donde el Rey de los monos estaba comiendo plátanos mientras esperaba que le llevaran al niño. “¡Dime cómo los hombres hacen el fuego!” – le dijo el Rey Louie. – “Pero yo no sé cómo”- contestó Mowgli. Y era verdad. Aunque su vida dependiera de ello el chico no podía decirle cómo se hacía el fuego porque ¡no sabía! Por fortuna Baloo y Bagheera llegaron cuando el Rey, muy enojado con Mowgli, estaba a punto de estallar, y rápidamente planearon la forma de salvar al niño. Baloo se disfrazó de mona, pero el Rey Louie pronto descubrió el engaño. Al salir corriendo se derrumbó el templo, pero los tres amigos escaparon ilesos. Después de la aventura con los monos, Bagheera y Baloo explicaron a Mowgli que corría aún mayores peligros en el bosque y que debía regresar con su gente a la aldea. - “¡Yo no saldré de la selva!” – protestó el niño. Y corrió y se internó de nuevo en el bosque. Nuevamente Baloo y Bagheera buscaron a Mowgli por todos lados, pero el que lo encontró fue su peor enemigo ¡el tigre Shere Khan! Y cuando vio que Mowgli no le temía se puso furioso, mostró sus colmillos y ¡saltó sobre el chico!. En esto se desató una tormenta. Un rayo cayó prendiendo fuego a un árbol. Mowgli sabía que el fuego era lo que más temía el tigre y vio la forma de salvar a Baloo. Tomó una rama ardiendo y corrió hacia la fiera. El tigre se espantó tanto que se olvidó de atacar a Baloo y huyó corriendo. – “¡A ese nunca lo volveremos a ver!”- dijo riendo Bagheera. Mowgli, Bagheera y Baloo prometieron que de ahora en adelante nada los separaría. Pero en ese momento, Mowgli vio algo que jamás había visto: era una linda chica que venía por agua a un río cerca de la aldea. Lo que sucedió después entristeció a Baloo y a Bagheera pero sólo por un momento porque comprendieron que aquello era lo mejor que podría sucederle a Mowgli. Lo vieron sonreír a la chica mientras le ayudaba a llevar el cántaro de agua caminando los dos muy felices rumbo a la aldea. Sus amigos sabían que el niño allí estaría a salvo y que ellos habían cumplido trayéndole a su nuevo hogar.
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61 La cigarra y la hormiga

Un caluroso verano, una cigarra cantaba sin parar debajo de un árbol. No tenía ganas de trabajar; sólo quería disfrutar de sol y cantar, cantar y cantar. Un día pasó por allí una hormiga que llevaba a cuestas un grano de trigo muy grande. La cigarra se burló de ella: -¿Adónde vas con tanto peso? ¡Con el buen día que hace, con tanto calor! Se está mucho mejor aquí, a la sombra, cantando y jugando. Estás haciendo el tonto, ji, ji, ji se rió la cigarra -. No sabes divertirte... La hormiga no hizo caso y siguió su camino silenciosa y fatigada; pasó todo el verano trabajando y almacenando provisiones para el invierno. Cada vez que veía a la cigarra, ésta se reía y le cantaba alguna canción burlona: -¡Qué risa me dan las hormigas cuando van a trabajar! ¡Qué risa me dan las hormigas porque no pueden jugar! Así pasó el verano y llegó el frío. La hormiga se metió en su hormiguero calentita, con comida suficiente para pasar todo el invierno, y se dedicó a jugar y estar tranquila. Sin embargo, la cigarra se encontró sin casa y sin comida. No tenía nada para comer y estaba helada de frío. Entonces, se acordó de la hormiga y fue a llamar a su puerta. Señora hormiga, como sé que en tu granero hay provisiones de sobra, vengo a pedirte que me prestes algo para que pueda vivir este invierno. Ya te lo devolveré cuando me sea posible. La hormiga escondió las llaves de su granero y respondió enfadada: -¿Crees que voy a prestarte lo que me costó ganar con un trabajo inmenso? ¿Qué has hecho, holgazana, durante el verano? - Ya lo sabes - respondió apenada la cigarra -, a todo el que pasaba, yo le cantaba alegremente sin parar un momento. - Pues ahora, yo como tú puedo cantar: ¡Qué risa me dan las hormigas cuando van a trabajar! ¡Qué risa me dan las hormigas porque no pueden jugar! Y dicho esto, le cerró la puerta a la cigarra. A partir de entonces, la cigarra aprendió a no reírse de nadie y a trabajar un poquito más. Visítanos en: www.cartasmagicas.
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60 Pippi Calzaslargas

Pippi, Tommy y Annika estaban reunidos en el jardín de Villa Mangaporhombro. Era un día cálido de verano. Un peral que crecía junto a la entrada extendía sus ramas a tan escasa altura que los niños podían sentarse en ellas y coger las peras de agosto más maduras y sonrosadas. Se comían la pulpa y escupían las pepitas en la carretera. Estaban los tres amigos comiendo peras, cuando apareció una niña que venía de la ciudad. La niña se detuvo y preguntó: —¿Habéis visto pasar a mi padre? —No lo sé —respondió Pippi—. ¿Cómo es tu padre? ¿Tiene los ojos azules? —Sí. —¿Lleva sombrero negro y zapatos negros? —¡Sí, sí! —exclamó la niña alegremente. —Pues no, no hemos visto a ningún señor así —comentó Pippi. La niña hizo un gesto de contrariedad y continuó su camino en silencio. —¡Oye, tú! —le gritó Pippi—. ¿Es calvo? —No, no es calvo —repuso la niña, enojada. —Pues es una suerte para él —dijo Pippi, y escupió una pepita. La niña echó a correr, pero Pippi le preguntó a voz en grito: —¿Tiene las orejas tan grandes que le llegan a los hombros? —No —contestó la niña. Y se volvió con un gesto de asombro. —Supongo que no habrás visto pasar a un hombre con unas orejas así. —Nunca he visto pasar a nadie con las orejas. Todos pasan con los pies —repuso Pippi. —¡Qué tonta eres! Quiero decir que si de veras has visto pasar a un hombre que tiene unas orejas tan grandes. —No —contestó Pippi— No hay nadie que tenga unas orejas de ese tamaño. Sería un monstruo – añadió. El jardín de Pippi era una verdadera delicia. —¿Queréis que subamos a aquel roble? —preguntó Pippi de pronto. Tommy saltó rápidamente al suelo, encantado de la proposición. Annika vaciló un momento, pero, al ver que en el tronco había grandes nudos, creyó también que sería muy divertido intentar la subida. Pronto estuvieron los tres sentados en el árbol. —Podríamos merendar aquí —dijo Pippi—. Voy en un salto a prepararlo todo. Annika y Tommy aplaudieron y exclamaron: —¡Hurra! Pippi preparó el té en un instante. Al fin Pippi subió al árbol con la tetera en la mano. Llevaba la leche en una botella, y la botella en el bolsillo; el azúcar, en una cajita. Después de la merienda, Pippi decidió subir un poco más por uno de los troncos del árbol. —¡Pippi! —la llamó Tommy—. ¿Dónde estás? Entonces se oyó la voz de Pippi como si llegase desde el fondo de la tierra. —¡Estoy dentro del árbol! – dijo Pippi. —Pero ¿cómo te las arreglarás para subir? —exclamó Annika. —No podré subir de ningún modo —repuso Pippi— Tendré que estar aquí hasta que me jubilen. Y vosotros tendréis que echarme comida por el agujero. Annika se echó a llorar. —Pero ¿por qué lloras? —preguntó Pippi—. En vez de llorar, bajad los dos a hacerme compañía. —¡Eso sí que no! —exclamó Annika. Annika se acercó al árbol y vio asomar por la grieta la punta del dedo índice de Pippi y en un abrir y cerrar de ojos, la niña dejó ver su cara en el agujero. —Yo quiero entrar y hacer un poco el vago – dijo Tommy. —Bien —dijo Pippi—; pero creo que sería conveniente ir por una escalera. —Annika —dijo Tommy desde dentro del agujero - entra tú también. No hay ningún peligro, teniendo la escalera para subir. Si entras, tu único deseo será volver a entrar. —¿Estás seguro? – dijo Annika. —Completamente seguro —respondió Tommy. Annika volvió a trepar por el tronco. Las piernas le temblaban. Pippi la ayudó en la parte más difícil. Se estremeció ligeramente cuando vio lo oscuro que estaba el interior del tronco; pero Pippi la cogió de la mano y le dio ánimos. —No tengas miedo, Annika —le dijo Tommy desde las profundidades del tronco—. Ya veo tus piernas y estoy seguro de que podré cogerte si caes. Annika no se cayó; llegó sana y salva hasta donde estaba Tommy y Pipp. —Este será nuestro escondite —dijo Tommy—. Nadie podrá imaginarse que estamos aquí dentro. Y si se acercan para buscarnos, podremos verlos por la grieta. ¡Lo que nos vamos a reír! —Y podremos introducir un palito por la rendija para tocarlos —dijo Pippi—. Así creerán que hay fantasmas. —Es una lástima que nos tengamos que ir a casa ahora —dijo Tommy—. Pero volveremos mañana tan pronto como regresemos del colegio. —Os esperaré —dijo Pippi. Entonces subieron por la escalera, primero Pippi, después Annika y finalmente Tommy. Y luego bajaron del árbol, primero Pippi, después Annika y finalmente Tommy.
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59 La princesa de la lluvia

En casa de Elisenda se habían juntado hoy nueve niños en total, porque a parte de ella y sus tres hermanos.también habían ido dos vecinas y los hijos de dos parejas de amigos de sus padres. Unos tenían una hija y los otros, un niño y una niña. Se habían reunido porque tenían pensado ¡r a buscar setas, pero el mal tiempo les había fastidiado el plan. Al principio se disgustaron y estaban desanimados, pero uno de los amigos de los padres de Elisenda dijo de pronto: -¡Ya sé qué haremos! ¡Como somos muchos, podemos hacer una obra de teatro! -¿Una obra de teatro? -pregunta el grupo extrañado. -¡Nosotras no somos actrices! -dijo una de las vecinas que se llamaba Anita. -¡Y no tenemos papeles, no sabremos qué tenemos que decir! -Se quejó otra. -¡Veamos! -les interrumpió el amigo de los padres que tuvo la idea. Vosotras queréis ser estrellas de teatro, ¿sí o no? -¡Sííí! -gritaron entusiasmadas casi todas. -¡Entonces eso está hecho! -Vamos a ver quién puede ser cada una… -Yo quiero ser la princesa de la obra -se adelantó Anita. -¡No! Soy yo la princesa -dijo su hermana. -¿Y por qué yo no? ¡Yo también quiero ser princesa! -reclamó Elisenda. Y así una por una, las cinco niñas que había en total, dijeron que querían ser la princesa del cuento. -¿Ah sí? ¿Todas queréis ser princesas? Entonces de acuerdo, ¡todas lo seréis! ¡Haremos una historia con cinco princesas! Las niñas se miraron entre ellas, porque ahora sí que no entendían nada. ¿Cómo podría ser que en una misma obra hubiera cinco princesas? Antes de que empezaran a pedir explicaciones, el director dijo: -La historia transcurrirá en un pueblo donde hay cinco princesas . que seréis vosotras. Pero no todas podréis hacer de princesas cada día y lo haréis por turnos,según el tiempo que haga. Una será la princesa de los días soleados, otra la de los días nublados, otra la de los días con niebla, otra la de los días que nieva y otra la de los días de lluvia como hoy. ¿Qué os parece? Las niñas se miraron, arrugaron la nariz y dijeron casi al mismo tiempo: -¡Yo quiero ser la princesa de la lluvia! Los niños rieron a carcajadas. -¡Así no acabaremos nunca! -dijo el hermano mayor de Elisenda. -¡Entonces la princesa de la lluvia se lo tendrá que ganar! -Decidió entoncesel director de la compañía de teatro. Haremos un concurso donde cada una de vosotras tendrá que demostrarnos que ella es la princesa de la lluvia. Los cuatro niños y yo seremos el jurado y votaremos a quien se lo merezca. ¡Tenéis cinco minutos para pensaros cómo lo haréis! Las cinco niñas se quedaron dudando sin saber qué decir ni qué hacer, y al cabo de un momento empezaron a quejarse porque aquello les parecía muy difícil y no sabían cómo se podría demostrar eso de ser la princesa de la lluvia… Todas se quejaban menos Elisenda.que en lugar de protestar decidió ir a preguntarle a la lluvia que podía hacer. Bajo el porche de su casa contempló la lluvia durante unos minutos. De pronto entró corriendo, toda emocionada y dijo: -¡Ya sé cómo es la princesa de la lluvia! ¿Puedo empezar yo? Como las otras seguían quejándose, Elisenda cogió una sábana y se subió a una especie de escenario que había hecho el director con unos baúles grandes de madera que había encontrado en la habitación. Elisenda se arrodilló, se sentó sobre sus pies, se echó hacia delante como si fuera una piedra y se cubrió con la sábana. Entonces, desde abajo, empezó a hacer el sonido de la lluvia… Primero caía poquita: Elisenda picaba con un dedo de la mano sobre la palma de la otra. Después un poco más fuerte: Elisenda picaba ya con dos dedos y parecía que llovía más. Ahora un poco más: ya eran tres dedos…y así hasta llegar a picar con los cinco dedos a la vez, ¡que sonaba casi como el chaparrón que estaba cayendo en esos momentos! Entonces se levantó y se envolvió la sábana sobre la cabeza como si fuera un larguísimo velo. Al ver que todos se habían quedado embobados, saludó como si fuera una gran actriz de teatro. ¡Y así consiguió que todos aplaudieran a la nueva princesa de la lluvia que se había inventado!
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58 La perla del dragón

Hace muchísimos años, vivía un dragón en la isla de Borneo; tenía su cueva en lo alto del monte Kinabalu. Aquél era un dragón pacífico y no molestaba a los habitantes de la isla. Tenía una perla de enorme tamaño y todos los días jugaba con ella: lanzaba la perla al aire y luego la recogía con la boca. Aquella perla era tan hermosa, que muchos habían intentado robarla. Pero el dragón la guardaba con mucho cuidado; por eso, nadie había podido conseguirlo. El Emperador de la China decidió enviar a su hijo a la isla de Borneo; llamó al joven Príncipe y le dijo: -Hijo mío, la perla del dragón debe formar parte del tesoro imperial. Estoy seguro de que enco ntrarás la forma de traérmela. Después de varias semanas de travesía, el Príncipe llegó a las costas de Borneo. A lo lejos se recortaba el monte Kinabalu, y en lo alto del monte el dragón jugaba con la perla. De pronto, el Príncipe comenzó a sonreír porque había trazado un plan. Llamó a sus hombres y les dijo: -Necesito una linterna redonda de papel y una cometa que pueda sostenerme en el aire. Los hombres comenzaron a trabajar y pronto hicieron una linterna de papel. Después de siete días de trabajo, hicieron una cometa muy hermosa, que podía resistir el peso de un hombre. Al anochecer, comenzó a soplar el viento. El Príncipe montó en la cometa y se elevó por los aires. La noche era muy oscura cuando el Príncipe bajó de la cometa en lo alto del monte y se deslizó dentro de la cueva. El dragón dormía profundamente. Con todo cuidado, el Príncipe se apoderó de la perla, puso en su lugar la linterna de papel y escapó de la cueva. Entonces, montó en la cometa y encendió una luz. Cuando sus hombres vieron la señal, comenzaron a recoger la cuerda de la cometa. Al cabo de algún tiempo, el Príncipe pisaba la cubierta de su barco. -¡Levad anclas! -gritó. El barco, aprovechando un viento suave, se hizo a la mar. En cuanto salió el sol, el dragón fue a recoger la perla para jugar, como hacía todas las mañanas. Entonces, descubrió que le habían robado su perla. Comenzó a echar humo y fuego por la boca y se lanzó, monte abajo, en persecución de los ladrones. Recorrió todo el monte, buscó la perla por todas partes, pero no pudo hallarla. Entonces, divisó un junco chino que navegaba rumbo a alta mar. El dragón saltó al agua y nadó velozmente hacia el barco. -¡Ladrones! ¡Devolvedme mi perla! -gritaba el dragón. Los marineros estaban muy asustados y lanzaban gritos de miedo. La voz del Príncipe se elevó por encima de todos los gritos: -¡Cargad el cañón grande! Poco después hicieron fuego. -¡Bruum! El dragón oyó el estampido del disparo; vio una nube de humo y una bala de cañón que iba hacia él. La bala redonda brillaba con las primeras luces de la mañana y el dragón pensó que le devolvían su perla. Por eso, abrió la boca y se tragó la bala. Entonces, el dragón se hundió en el mar y nunca más volvió a aparecer. Desde aquel día, la perla del dragón fue la joya más preciada del tesoro imperial de la China.
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57 La paloma y la hormiga

Un bonito día de primavera, cuando ya el sol iba cayendo en un caluroso atardecer, una blanca paloma se acercó a la fuente del río para beber de su cristalina y fresca agua. Necesitaba calmar la sed desúes de estar todo el día volando de acá para allá. Mientras bebía en la fuente, la paloma oyó unos lamentos. -¡Socorro! -decía la débil voz-. Por favor, ayúdeme a salir o moriré. La paloma miró por todaspartes, pero no vio a nadie. – Rápido, señora paloma, o me ahogaré. -¡Estoy aquí, en el agua! – se oyó. La paloma pudo ver entonces una pequeña hormiga metida en el río. – No te preocupes- dijo la paloma-, ahora te ayudaré a salir del agua. La paloma cogío rápidamente una ramita y se la acercó a la hormiga para que pudiera salir del agua. La pobre estaba agotada, un poco más y no lo cuenta. Quedó muy agradecida. Poco después, mientras la hormiguita se secaba las ropas al sol, vio a un cazador que se disponía a disparar su escopeta contra la paloma. La hormiga reaccionó con rapidez, ¡tenía que impedir como fuese que el cazador disparase a su salvadora! Y no se le ocurrió otra cosa que picarle en el pie, El cazador, al sentir el pinchazo , dio un brinco y soltó el arma de las manos. La paloma se dio cuenta entonces de la presencia del cazador y alzó rápidamente el vuelo para elejarse de allí. ¡ Qué bien que la hormiguita estuviese ahí para ayudarla! Cuando pasó el peligro, la paloma fue en busca de la hormiga para agradecerle lo que había hecho por ella. Ambas se sentían muy contentas de haberse ayudado, pues eso las uniría para siempre. La paloma y la hormiga supieron entonces que su amistad duraría ya toda la vida.
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56 El león y el ratón

Una tarde muy calurosa, un león dormitaba en una cueva fría y oscura. Estaba a punto de dormirse del todo cuando un ratón se puso a corretear sobre su hocico. Con un rugido iracundo, el león levantó su pata y aplastó al ratón contra el suelo. -¿Cómó te atreves a despertarme? -gruñó- Te-voy a espachurrar. -Oh, por favor, por favor, perdóname la vida -chilló el ratón atemorizado-Prometo ayudarte algún día si me dejas marchar. -¿Quieres tomarme el pelo? -dijo el león-. ¿Cómo podría un ratoncillo birrioso como tú ayudar a un león grande y fuerte como yo? Se echó a reír con ganas. Se reía tanto que en un descuido deslizó su pata y el ratón escapó. Unos días más tarde el león salió de caza por la jungla. Estaba justamente pensando en su próxima comida cuando tropezó con una cuerda estirada en medio del sendero. Una red enorme se abatió sobre él y, pese a toda su fuerza, no consiguió liberarse. Cuanto más se removía y se revolvía, más se enredaba y más se tensaba la red en torno a él. El león empezó a rugir tan fuerte que todos los animales le oían, pues sus rugidos llegaban hasta los mismos confines de la jungla. Uno de esos animales era el ratonállo, que se encontraba royendo un grano de maíz. Soltó inmediatamente el grano y corrió hasta el león. —¡Oh, poderoso león! -chilló- Si me hicieras el favor de quedarte quieto un ratito, podría ayudarte a escapar. El león se sentía ya tan exhausto que permaneció tumbado mirando cómo el ratón roía las cuerdas de la red. Apenas podía creerlo cuando, al cabo de un rato, se dio cuenta de que estaba libre. -Me salvaste la vida, ratónenle —di¡o—. Nunca volveré a burlarme de las promesas hechas por los amigos pequeños.
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55 El león y el pavo

Erase una vez un león y un pavo real que eran muy amigos. Nada les complacía tanto como reunirse en el claro de un bosque, en las tardes cálidas y soleadas, y comer juntos. Una tarde, estaba el león devorando unos pedazos enormes de carne cuando observó al pavo real arañando la tierra y sepultando huesos de ciruela. —¿No se te ocurre nada mejor con que entretenerte? — preguntó el león dando un bostezo. El pavo real era un ave orgulloso que creía saberlo todo. —¿Cómo puedes ser tan estúpido? —exclamó asombrado—. Debes ser el único animal del bosque que ignora lo importante que es plantar huesos de ciruela. De los huesos brotan árboles y éstos dan hermosas y jugosas ciruelas. El león se sintió muy ofendido con el insulto del pavo real. «Le demostraré a mi amigo que soy tan listo como él.» Y enterró cuidadosamente los huesos que habían sobrado de su festín. Algunos meses más tarde, los dos amigos se encontraron nuevamente en aquel claro. El pavo real se sentía satisfechísimo porque los huesos de ciruela habían comenzado a dar fruto. Y al ver al león arañando la tierra, tratando de encontrar un hueso que hubiera empezado a crecer, se echó a reír y dijo: — Eres todavía más estúpido de lo que pensé. Todos sabemos que es imposible hacer que crezcan los huesos plantándolos en la tierra. Pasó el tiempo y cuando los dos amigos volvieron a encontrarse en el claro del bosque, estaba repleto de ciruelos cargados de frutos. El pavo real sonrió satisfecho, mas el león estaba muy triste. Aquel día no había atrapado nada para comer y tendría que pasar hambre mientras su amigo se atracaba de jugosas ciruelas. — Es una lástima que no seas tan listo como yo —dijo el pavo real con orgullo—. Yo siempre tendré suficiente para comer, mientras tú vas a pasar hambre en más de una ocasión.Pero el pavo real hubiera debido saber que la paciencia tiene un límite y que el orgullo resulta molesto. Total que el león, harto de la soberbia de su amigo, se abalanzó sobre el pavo real y se lo comió enterito de un solo bocado. Bienvenidos a Cuentos Mágicos, cuento número 56 “El león y el ratón” Una tarde muy calurosa, un león dormitaba en una cueva fría y oscura. Estaba a punto de dormirse del todo cuando un ratón se puso a corretear sobre su hocico. Con un rugido iracundo, el león levantó su pata y aplastó al ratón contra el suelo. -¿Cómó te atreves a despertarme? -gruñó- Te-voy a espachurrar. -Oh, por favor, por favor, perdóname la vida -chilló el ratón atemorizado-Prometo ayudarte algún día si me dejas marchar. -¿Quieres tomarme el pelo? -dijo el león-. ¿Cómo podría un ratoncillo birrioso como tú ayudar a un león grande y fuerte como yo? Se echó a reír con ganas. Se reía tanto que en un descuido deslizó su pata y el ratón escapó. Unos días más tarde el león salió de caza por la jungla. Estaba justamente pensando en su próxima comida cuando tropezó con una cuerda estirada en medio del sendero. Una red enorme se abatió sobre él y, pese a toda su fuerza, no consiguió liberarse. Cuanto más se removía y se revolvía, más se enredaba y más se tensaba la red en torno a él. El león empezó a rugir tan fuerte que todos los animales le oían, pues sus rugidos llegaban hasta los mismos confines de la jungla. Uno de esos animales era el ratonállo, que se encontraba royendo un grano de maíz. Soltó inmediatamente el grano y corrió hasta el león. —¡Oh, poderoso león! -chilló- Si me hicieras el favor de quedarte quieto un ratito, podría ayudarte a escapar. El león se sentía ya tan exhausto que permaneció tumbado mirando cómo el ratón roía las cuerdas de la red. Apenas podía creerlo cuando, al cabo de un rato, se dio cuenta de que estaba libre. -Me salvaste la vida, ratónenle —di¡o—. Nunca volveré a burlarme de las promesas hechas por los amigos pequeños.
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54 El laberinto del Minotauro

Hace mucho, muchísimo tiempo, vivía en Grecia un joven y valiente príncipe llamado Teseo. Su padre era el rey Egeo y gobernaba la hermosa ciudad de Atenas. Un día bajó Teseo al puerto y vio a un grupo de gente llorando. Siete muchachos y siete doncellas eran llevados, con las manos atadas, a bordo de un barco de velas negras. —¿Quién es esa gente que hay en el muelle? —preguntó Teseo a un marinero. —Son los familiares de las catorce víctimas que van a ser sacrificadas. ¿Ves a esos siete muchachos y siete doncellas? Serán enviados a Creta. ¡Pobrecillos, cómo les compadezco! —¿Por qué? ¿Pues qué les sucederá? —¿Pero no lo sabes, chico? ¡Serán ofrecidos como alimento al terrible Minotauro que vive en el laberinto! Teseo había oído hablar del Minotauro, ¡el horrendo monstruo con cuerpo de gigante y cabeza de toro! Poseía unos cuernos temibles y unos dientes enormes, y habitaba en un vasto laberinto en los sótanos del palacio de Creta, devorando a seres humanos. Tan numerosos eran los pasadizos del laberinto, que nadie que penetraba en él conseguía hallar la salida. Teseo regresó apresuradamente al palacio de su padre. —¡Padre! —exclamó—. Acabo de ver a catorce jóvenes atenienses a bordo de un barco que se dirige a Creta. ¿Por qué los enviamos para ser sacrificados a esa terrorífica bestia, el Minotauro? —Porque hace mucho tiempo, hijo mío, hubo una guerra entre Atenas y Creta. Atenas fue derrotada, y desde entonces debemos enviar un tributo a Creta cada siete años, ¡un tributo de sacrificios humanos! Si no enviamos a esos siete jóvenes y siete doncellas para que sean devorados por el Minotauro, el rey de Creta nos volverá a declarar la guerra y muchos de los nuestros morirán. —¿Y no podría alguien dar muerte al Minotauro? —preguntó Teseo. —Nadie ha salido nunca del laberinto con vida. O les mata el Minotauro, o se pierden para siempre en el laberinto. Teseo regresó corriendo al puerto y se acercó al barco de las velas negras, donde aguardaban los muchachos y las doncellas. Sus familiares y amigos seguían sollozando en el muelle. —¡Pueblo de Atenas! —gritó Teseo—. ¡No lloréis, yo iré a Creta para acabar con el Minotauro! Con estas palabras, Teseo subió a bordo y zarpó rumbo a Creta. Tras muchos días de navegación, llegaron a la bella isla de Creta. En lo alto de un risco estaba el magnífico palacio de mármol del rey Minos. Sus soldados condujeron a los jóvenes y las doncellas por el sendero del risco. El interior del palacio estaba todo adornado con oro y plata. Las habitaciones aparecían repletas de finos muebles, y en todas las paredes podían contemplarse escenas de toros y delfines saltarines. En el amplio salón el rey Minos se hallaba sentado en un trono dorado. Tenía una larga barba blanca y llevaba puesta una túnica de seda. —Sólo esperaba a catorce —dijo rudamente— ¿Por qué el rey Egeo me envía a quince? Teseo dio un paso adelante. —Soy el príncipe Teseo, hijo del rey Egeo. He venido para matar al Minotauro y liberar a mi pueblo de esta terrible deuda. —Bravas palabras —dijo el rey con una pérfida sonrisa—. Puesto que estás tan ansioso de encontrarte con nuestro monstruo, tú serás el primero que entrará mañana en el laberinto. En una esquina de la amplia sala estaba la bella princesa Ariadna. Al ver a Teseo, inmediatamente se enamoró de él. «Debo ayudar a este valiente y apuesto joven», pensó. Aquella noche, se dirigió a su habitación sigilosamente. —Príncipe Teseo —murmuró en voz baja—. No puedo ayudarte a matar al Minotauro, pero sí puedo ayudarte a escapar del laberinto. Debes aceptar mi ayuda o morirás. —Lo haré encantado, princesa —contestó Teseo. —Entonces toma esta espada y esta madeja de hilo y escóndelos debajo de tu túnica. Cuando entres en el laberinto, ata el extremo del hilo a la puerta y ve desenrollándolo a medida que avances por los oscuros pasadizos. Es tu única esperanza de hallar la salida una vez que hayas matado al Minotauro. Yo te estaré esperando junto a la puerta. Debes llevarme contigo de regreso a Atenas. Mi padre me matará si descubre que te he ayudado a escapar. —Te llevaré conmigo, princesa —dijo Teseo con ternura—, pues estoy enamorado de ti. Al amanecer del día siguiente, los soldados del rey condujeron a Teseo hasta el laberinto. Cuando la puerta se cerró tras él, quedó sumido en la oscuridad. Sacando la madeja de hilo de debajo de su túnica, Teseo ató uno de sus cabos a la puerta. Palpó los elevados muros que tenía a ambos lados y, muy despacio, descendió por el angosto camino, desenrollando el hilo a medida que avanzaba. Más adelante vio un poco de luz filtrándose por el suelo del palacio, y pudo ver miles de calaveras y huesos desparramados por el suelo. De pronto oyó un terrible rugido que resonaba por los pasadizos. El espantoso sonido se aproximaba más y más, y Teseo percibió la fuerte pisada del gigante que se acercaba. Inesperadamente, la bestia se abalanzó sobre él, bramando y rugiendo, pero el príncipe se apartó de un salto, asiéndose a la roca. La bestia volvió a abalanzarse sobre él, y esta vez Teseo le asestó un violento puñetazo en el pecho. El Minotauro cayó hacia atrás, aturdido, y Teseo le agarró por sus inmensos y afilados cuernos, inmovilizándole. El Minotauro soltó de nuevo un rugido y rechinó sus enormes dientes. Teseo sacó rápidamente su espada y la hundió tres veces en el corazón del Minotauro. La bestia rugió una vez más… y luego se quedó inmóvil. En la oscuridad, Teseo buscó el ovillo de hilo que se había caído. Cuando lo halló, fue siguiendo con las manos el rastro del hilo a través de los oscuros y sinuosos corredores del laberinto. Al fin alcanzó la puerta donde se hallaba Ariadna. Al ver a Teseo manchado de sangre, corrió hacia él y le abrazó apasionadamente. —Debemos apresurarnos —dijo la joven, muy excitada—, o nos descubrirán los guardias de mi padre. Ariadna condujo a Teseo a donde se hallaba anclado el barco. Allí, esperándoles, estaban los siete muchachos y las siete doncellas. Cuando salió el sol, pusieron rumbo a Atenas.
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53 Mi pequeño caracol

Cuando una mañana de domingo Marta se despertó, enseguida pensó en dar de comer a sus peces, la noche anterior estaba muy cansada y se fué a dormir enseguida. Con alegría se acercó a su pecera y con gran asombro descubrió que increíblemente se había metido un caracol en ella. Rápidamente llamó a su madre para que lo viera. «Vaya qué pequeño es», dijo la mamá mientras miraba al pequeño caracol de agua. «Sólo un punto negro.» «Seguro que crece y se hace muy grande», dijo Marta y bajo corriendo a desayunar. Por la noche y antes de acostarse encendió la luz de su tanque de peces. Vió los peces de colores naranja que eran grandes y gordos, que estaban dormitando en el interior del arco de piedra. Mandíbulas estaba despierto, y nadaba a lo largo de la parte delantera del depósito moviendo rápidamente la cola y haciendo que en el agua se formara espuma y muchas burbujas. Tardó Marta un tiempo en encontrar al pequeño caracol y lo encontró pegado en la parte inferior del acuario, justo al lado de la grava. Cuando llegó al cole al día siguiente contó a todas sus amigas el descubrimiento del caracol y les dijo que era tan pequeño que se le podía confundir con un pedazo de grava. Todas se pusieron a reír y una de las chicas de su clase dijo que parecía una mascota ideal para ella, ya que Marta era un poco bajita. Esa noche Marta encendió la luz para encontrarlo, y estaba aferrado a la punta de una pequeña banderita que salía de la maleza del acuario. Estaba cerca del filtro de agua y se balanceaba con las burbujas de aire que salían de este . «Esto debe ser muy divertido», pensó. Trató de imaginar como debe ser el tener que aferrarse a las cosas todo el día y decidió que probablemente era muy agotador. Después de darles de comer, se sentó al lado para observar como los peces nadaban, se perseguían y jugaban entre ellos. Entonces observó como uno de los peces de color naranja estaba absorbiendo grava y volviendola a lanzar, cuando en una de esas se tragó al pobre caracol que estaba paseando tranquilamente por la grava. Marta saltó de su silla, pero de pronto lo vio salir escupido del pez. Así continuó haciendo el pez de color naranja, varias veces, hasta que el pobre caracol flotó hasta la parte inferior del tanque entre la grava de color. Marta no podía parar de reir. «Creo que ha crecido un poco», le dijo a su mamá en el desayuno al día siguiente. «Menos mal, sino se lo van a tragar todos los días varias veces», dijo su mamá, tratando de ponerse el abrigo y comer tostadas al mismo tiempo. «Pero yo no quiero que sea demasiado grande o no será tan bonito. Las cosas pequeñas son más bonitas que las grandes, ¿no es así?». «Sí lo son. Pero las cosas grandes también pueden ser muy bonitas. Ahora date prisa, voy a perder el tren.» En la escuela, ese día, Marta dibujó un elefante. Necesitaba dos pedazos de papel para hacer los colmillos pero a su maestra no le importaba porque estaba contenta con el dibujo y quería ponerlo en la pared de la clase. En la esquina del dibujo, Marta escribió su nombre completo, y dibujó pequeños caracoles sobre las “a” de su nombre. La maestra dijo que era muy creativa. Ese fin de semana decidieron que había que limpiar el acuario. «Hay una gran cantidad de algas en los laterales», dijo mamá. Se llevaron los peces con mucho cuidado y los pusieron en un bol muy grande que tenía mamá para cocinar mientras vaciaban un poco de agua. Mamá usaba una aspiradora especial para limpiar la grava, mientras que Marta recortaba la maleza del estanque para dejarla a un tamaño adecuado y frotó el arco y el tubo de filtro. Mamá vertió agua nueva en el acuario. «¿Dónde está el pequeño caracol?» Preguntó Marta. «En el lado», dijo mamá. Estaba ocupada concentrándose en echar el agua.»No te preocupes he tenido mucho cuidado con él.» Marta miró por todos los lados del acuario. No había ni rastro del caracol de agua. «Probablemente está en la grava», dijo su todo revuelto en el lugar donde había estado pasando sus manos, se notaba muy concentrada. Marta le dijo que seguía sin ver al caracolito y que estaba muy preocupada. «Ya aparecerá no te preocupes, es muy pequeño y se puede esconder en cualquier sitio.» fue todo lo que dijo. «Ahora a la cama Marta. Tengo montañas de trabajo que hacer para ponerme al día.» «Lo has aspirado ¿verdad,» dijo ella con un tono de voz y una cara que denotaban su enorme enfado. «No lo he hecho. Tuve mucho cuidado. Pero es muy pequeño.» «¿Qué hay de malo en ser pequeño?» «Nada en absoluto. Pero se hace más difícil de encontrar que si fuese grande.» Marta salió corriendo de la habitación y se fué a su cuarto con lágrimas en los ojos, tumbandose en la cama. La puerta del dormitorio se abrió y la cara de mamá apareció. Marta trató de ignorarla, pero era difícil cuando se acercó a la cama y se sentó junto a ella. Estaba sosteniendo una enorme lupa en sus manos. «He recordado que papa tiene esta lupa gigante para ver bien su colección de sellos», dijo. «Extra de gran alcance, para la caza del caracol». Marta sonrió a su madre y saltó de la cama rápidamente.. Se sentaron una junto a la otra y empezaron a mirar por todas las partes del acuario, en las esquinas entre las grandes piedras, en la grava y la espiga de agua. «¡Ajá!» Mamá de repente gritó. «¿Qué?» Marta cogió la lupa y miro donde su madre estaba señalando. Allí, escondido en la curva del arco, perfectamente oculta en la piedra oscura, estaba sentado el pequeño caracol. Y sorprendentemente junto a él habia otro caracol de agua, incluso más pequeño que él. «¿Pero de dónde ha salido?» «Estoy empezando a sospechar que la hierba del acuario es buenisima ¿no crees?» Los dos se rieron y se metieron en la cama de Marta juntas, abrazadas bajo el edredón. Era acogedor, pero un poco apretado. «Muévete un poco,» dijo mamá, dándole un empujón a Marta con su trasero. «No puedo, estoy tocando la pared.» «¡Por Dios como has crecido entonces. ¿Cuándo ha ocurrido esto? Tenemos que apuntar en la pared tu altura y consultar cada poco tiempo, pues estas creciendo como un gigante.» Marta puso su cabeza en el pecho de su madre, sonrió y feliz se dispuso a dormir.
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52 Barba Azul

En un país perdido entre montañas vivía un señor feudal que tenía muy mal genio. A causa de ello, ninguna muchacha quería ir a servir a su castillo. Buscadme una criada donde sea -dijo un día el señor feudal a unos conejos.-. En recompensa, os dejaré comer las zanahorias de mi huerto. -¿Trabajar en tu castillo? -dijeron los conejos, echando a correr-. ¿No sabes que todos te llaman "Barba Azul" a causa de tu mal genio y de tu barba azulada? -¡Fuera de mi vista, deslenguados! -gritó "Barba Azul", demostrando así su mal genio. Un día, desde un pueblo muy lejano, llegaron al castillo dos hermanas. La morena se llamaba Ana María y la rubia se llamaba Rosa y las dos buscaban trabajo. -Muy jóvenes me parecéis para ocuparos de tan duros menesteres, muchachas -dijo "Barba Azul"-. Pero me quedaré con vosotras. Pasaron los días y Barba Azul se sentía muy contento de haber empleado a las dos muchachas. -¡Ja, ja, ja! -pensó-. Trabajan sin parar durante todo el día y comen como dos pajaritos. ¡Estas son las criadas que me convenían! Cierta mañana que Rosa había salido a la compra, Barba Azul dijo a Ana María, entregándole un manojo de llaves: -Voy a estar unos días fuera. Toma estas llaves para que, durante mi ausencia, puedas abrir y limpiar todas las habitaciones. Pero no abras la puerta del gabinete azul. Pero Ana María, que era muy curiosa, no pudo resistir la tentación de abrir la puerta del gabinete azul. -Seguramente -pensó-, mi señor guarda en esa habitación un hermoso tesoro. Pero en la habitación no había ningún tesoro, sino varias niñas convertidas en estatuas de piedra. -¡Oh! -gritó Ana María, muy asustada. -A ti te ocurrirá lo mismo que a ellas -dijo el gato-. Mi señor las convirtió en estatuas de piedra por haber sido tan curiosas como tú. Barba Azul regresó al castillo antes de lo previsto y sorprendió a Ana María saliendo de la habitación azul. -¡Perdón! -suplicó Ana María. -¡No hay perdón para ti! -respondió Barba Azul-. Has entrado en la habitación prohibida y voy a castigarte como a las otras. Cuando Rosa regresó al castillo y se enteró de lo sucedido, se abrazó llorando a su hermana. -¿Qué podemos hacer? -Sube a una de las torres -dijo Ana María-, a ver si llegan nuestros hermanos. -¿No recuerdas que hoy prometieron venir a visitarnos? -¡Hermanita, hermanita! -gritó la muchacha-. ¿Ves algo? -¡No! -respondió Rosa-. Sólo veo una nube de polvo y los cuervos que revolotean alrededor del castillo. -¡Os voy a convertir a las dos en estatuas! -gritó Barba Azul. -¡Perdón, perdón! -suplicaron las dos muchachas. Pero entonces llegaron los hermanos de Rosa y Ana María y se llevaron preso a Barba Azul por orden del Rey. Al salir Barba Azul del castillo, todas las estatuas recobraron su forma primitiva. Rosa y Ana María se quedaron a vivir en el castillo y celebraron una alegre fiesta con todos los animalitos del bosque.
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51 Los duendes y el zapatero

Hace mucho, pero mucho tiempo, vivía en un país lejano un humilde zapatero, que por cuestiones del destno llegó a ser muy pobre. Tan pobre era que llegó un día en que sólo pudo reunir el dinero suficiente para comprar el cuero necesario para hacer un par de zapatos. - -No sé qué va a ser de nosotros - le decía a su mujer-, si no encuentro un buen comprador o cambia nuestra suerte no podré seguir trabajando y tampoco tendremos dinero para comer. Cortó y preparó el cuero que había comprado con la intención de terminar su trabajo al día siguiente. Después de una noche tranquila llegó el día, y el zapatero se dispuso a comenzar su trabajo cuando de repente descubrió sobre la mesa de trabajo dos preciosos zapatos terminados. Estaban cosidos con tanto esmero y con puntadas tan perfectas, que el pobre hombre no podía dar crédito a sus ojos. Tan bonitos eran, que apenas entró un cliente, al verlos, pagó más de su precio real por comprarlos. El zapatero no podía creerlo y fue a contárselo rápido a su mujer: - Con este dinero, podremos comprar el cuero suficiente para hacer dos nuevos pares de zapatos. Como el día anterior, cortó los moldes y los dejó preparados para terminar el trabajo al día siguiente. De nuevo se repitió el milagro y por la mañana había cuatro zapatos, cosidos y terminados, sobre su banco de trabajo. Por suerte, esta vez entraron varios clientes a la zapatería y estuvieron dispuestos a pagar buenas sumas de dinero por un trabajo tan excelente y unos zapatos tan bonitos. La historia se repitió otra noche y otra más y siempre ocurría lo mismo. Pasó el tiempo, la calidad de los zapatos del zapatero se hizo famosa, y nunca le faltaban clientes en su tienda, ni monedas en su caja, ni comida en su mesa y comenzó a tener un buen pasar. Ya se acercaba la Navidad, cuando comentó a su mujer: - ¿Qué te parece si nos escondemos esta noche para averiguar quién nos está ayudando de esta manera? A ella le pareció buena la idea y esperaron escondidos detrás de un mueble para descubrir quien les ayudaba de esta manera. Daban doce campanadas en el reloj cuando dos pequeños duendes desnudos aparecieron de la nada y, trepando por las patas de la mesa, alcanzaron su superficie y se pusieron a coser. La aguja corría y el hilo volaba y en un santiamén terminaron todo el trabajo que el hombre había dejado preparado. De un salto desaparecieron y dejaron al zapatero y a su mujer estupefactos. - ¿Te has fijado en que estos pequeños hombrecillos que vinieron estaban desnudos? Podríamos confeccionarles pequeñas ropitas para que no tengan frío. - Le dijo al zapatero su mujer. El coincidió con su esposa, dejaron colocadas las prendas sobre la mesa en lugar de los patrones de cuero, y por la noche se quedaron tras el mueble para ver cómo reaccionarían los duendes. Dieron las doce campanadas y aparecieron los duendecillos. Al saltar sobre la mesa parecieron asombrados al ver los trajes y cuando comprobaron que eran de su talla, se vistieron y cantaron: - ¿No somos ya dos chicos bonitos y elegantes? ¿Porqué seguir de zapateros como antes? Y tal como habían venido, se fueron. Saltando y dando brincos, desaparecieron. El zapatero y su mujer se sintieron muy contentos al ver a los duendes felices. Y a pesar de que como habían anunciado, no volvieron nunca más, no los olvidaron, porque gracias a ellos habían podido estar mejor y ser muy felices.
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50 La Gallina de los Huevos de Oro

Había una vez un granjero muy pobre llamado Eduardo, que se pasaba todo el día soñando con hacerse muy rico. Una mañana estaba en el establo -soñando que tenía un gran rebaño de vacas- cuando oyó que su mujer lo llamaba. -¡Eduardo, ven a ver lo que he encontrado! ¡Oh, éste es el día más maravilloso de nuestras vidas! Al volverse a mirar a su mujer, Eduardo se frotó los ojos, sin creer lo que veía. Allí estaba su esposa, con una gallina bajo el brazo y un huevo de oro perfecto en la otra mano. La buena mujer reía contenta mientras le decía: -No, no estás soñando. Es verdad que tenemos una gallina que pone huevos de oro. ¡Piensa en lo ricos que seremos si pone un huevo como éste todos los días! Debemos tratarla muy bien. Durante las semanas siguientes, cumplieron estos propósitos al pie de la letra. La llevaban todos los días hasta la hierba verde que crecía ¡unto al estanque del pueblo, y todas las noches la acostaban en una cama de paja, en un rincón caliente de la cocina. No pasaba mañana sin que apareciera un huevo de oro. Eduardo compró más tierras y más vacas. Pero sabía que tenía que esperar mucho tiempo antes de llegar a ser muy rico. -Es demasiado tiempo -anunció una mañana-,Estoy cansado de esperar. Está claro que nuestra gallina tiene dentro muchos huevos de oro. ¡Creo que tendríamos que sacarlos ahora! Su mujer estuvo de acuerdo. Ya no se acordaba de lo contenta que se había puesto el día en que había descubierto el primer huevo de oro. Le dio un cuchillo y en pocos segundos Eduardo mató a la gallina y la abrió. Se frotó otra vez los ojos, sin creer lo que estaba viendo. Pero esta vez, su mujer no se rió, porque la gallina muerta no tenía ni un solo huevo. La gallina de los huevos de oro -¡Oh, Eduardo! -gimió- ¿Por qué habremos sido tan avariciosos? Ahora nunca llegaremos a ser ricos, por mucho que esperemos. Y desde aquel día, Eduardo ya no volvió a soñar con hacerse rico.
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