Seguro que hoy nadie se acuerda, pero en los años 70 y 80, la gente de la calle tenía la idea de que el tren tenía más pasado que futuro.
El autobús, el avión y el automóvil habían venido para quedarse… para quitar al ferrocarril el monopolio del transporte de corta, media y larga distancia.
Este tren clásico y desfasado, con sus horarios rígidos, sus empleados antipáticos, su suciedad, su impuntualidad y su aspecto desagradable, salpicado de vapor, carbonilla y polvo se tenía que terminar.
La nueva libertad estaba en la carretera. Con un automóvil podías decidir dónde ir, cuándo salir y dónde parar.
La crisis financiera de las empresas ferroviarias coincidió con la expansión de los planes de carreteras. La carretera era más barata y cómoda que el apestoso tren.
No creo que fuera casualidad, que en 1985 el Gobierno decidiera cerrar miles de kilómetros de líneas de tren mientras levantaba una red de autopistas, hasta que ocurrió algo que, por entonces, nadie se esperaba.
Por un lado se disparó el precio de los combustibles con la primera gran crisis energética del petróleo.
Por otro, se incrementó la contaminación de las grandes ciudades hasta el punto de convertirse en un grave problema de salud.
Pero sobre todo, la cantidad de coches, camiones y autobuses dispararon la intensidad de la circulación hasta colapsar esas carreteras creando un nuevo problema con los atascos de tráfico que, a pesar de la cantidad de nuevas rutas y autopistas que se construyeron, nadie ha conseguido solucionar hasta ahora.
Y de pronto todos volvieron a mirar al tren… a ese ancianito venerable y casi olvidado que, a pesar de oler a siglo XIX, podía llevar más gente y carga que ningún vehículo de la carretera, podía ir más rápido, era más seguro y también más eficiente. De hecho, era el único medio de transporte capaz de funcionar con energía eléctrica con una autonomía infinita.
Entonces el ferrocarril resurgió como la solución a los problemas del futuro. Para ello se despojó de la parte más casposa de su tradición, del olor a carbón, de los chirridos al frenar y del sabor añejo de tiempos a olvidar.
Nadie habría dicho en los años 70 que el ferrocarril actual combinaría tan bien con las nuevas tecnologías, que se podrían diseñar desarrollos informáticos especialmente concebidos para él y que a la sombra del tren nacerían tecnologías revolucionarias capaces de llevarlo a ser la mejor de las promesas de futuro.
Ahora, en el siglo XXI nadie duda del papel protagonista del tren, porque el tren es el único medio de transporte capaz de resolver todos los retos que se nos plantean… Retos que ni el avión, ni la carretera podrán afrontar.
Por eso los autobuses se han convertido en vehículos de conexión con el ferrocarril, por eso ya no se fabrican aviones de tamaño grande, por eso ya nadie es tan insensato de hacer recados importantes con un automóvil en las grandes ciudades y también por eso los proyectos de futuro en materia de comunicaciones hablan de grandes corredores de mercancías, líneas de alta velocidad y, sobre todo, servicios más ambiciosos de metro, tranvía y trenes de cercanías.
El ferrocarril no sólo está más vivo que nunca, sino que aspira a sobrevivir a la competencia que estuvo a punto de destronarlo.
La receta del futuro prometedor del tren está en la mezcla de conceptos pasados y futuros como por ejemplo el frenado por aire comprimido, del que hoy te hablaré.
Este futuro es el fruto del trabajo duro y también de los errores que se cometieron por el camino, como el del tren de la serie 433 que también es protagonista en este capítulo.
En la sección de circulación dejaremos por un momento los bloqueos para explicar cómo encajan los reglamentos las situaciones irregulares, cuando falla lo que no tendría que fallar.
Y para terminar nos iremos a Suiza, a lo más alto de los Alpes. ¿Qué se nos ha perdido en las montañas más altas de Europa? Nada menos que una estación de tren.