El Pozo y el Péndulo, 1842. Edgar Allan Poe

En historias para ser leídas, además de los finales de cuento de hadas, tenemos pesadillas kafkianas. A decir verdad, la fantasía no cumple la función superficial de los sueños, sino otra mucho más decisiva, la de los sueños reales. Parece que la gente necesita soñar.

Tenemos aquí parábolas de la realidad, historias que expresan deseos, alegorías psicológicas, sátiras bonachonas y uno o dos relatos que quizás agiten las aguas realmente profundas.

A mí me gustan todos, ojalá a ustedes también.

Y ahora, dame tu mano, porque iniciamos el descenso a las profundidades.

Acércate querido oyente, no tengas miedo, más cerca del fuego.

Esta noche, como cada noche de estas cinco, nos internaremos en la oscuridad más profunda, en el miedo que no se ve, pero se siente. Hoy es el turno de Poe y su relato nos arrastrará por un laberinto de angustia, de relojes que no marcan el tiempo y de horrores que acechan en la penumbra.

Respira hondo, escucha el crujido de la madera, deja que el miedo se acomode en tus hombros y abre tus oídos al abismo del pozo y el péndulo. Que comience la noche.

El pozo y el péndulo. Edgar Allan Poe. Estaba exhausto, tan exhausto que creía morir de aquella larga agonía y cuando por fin me desataron y me permitieron sentarme noté que perdía el conocimiento.

La atroz sentencia de muerte fue la última expresión inteligible que llegó a mis oídos.

Después de aquello, los sonidos de las voces inquisitoriales parecieron fundirse en un indeterminado canturreo de ensueño que le transmitió a mi alma la idea de revolución. Quizá porque mi imaginación lo asociaba con el chapaleteo de una rueda de molino.

Esto duró poco, pues de pronto dejé de oír. Sin embargo, vi durante un tiempo, aunque con qué terrible exageración, vi los labios de los jueces togados de negro. Me parecieron blancos, más blancos que el papel en que trazo estas palabras y finos hasta lo grotesco, finos por la intensidad de su expresión de firmeza, de inflexible resolución, de adusto desprecio por el sufrimiento humano. Vi que los decretos de lo que para mí era el destino todavía brotaban de esos labios.

Los vi retorcerse al pronunciar una frase mortal, los vi formar las sílabas de mi nombre y me estremecí, porque no surgió ningún sonido. Vi también durante unos instantes de horror delirante el suave y casi imperceptible ondular de las negras colgaduras que cubrían los muros de la sala.

Y entonces mi vista se posó sobre las siete altas velas dispuestas encima de la mesa.

Al principio me parecieron símbolos de caridad, como ángeles blancos y esbeltos que me salvarían.

Pero entonces, de repente, una náusea letal invadió mi espíritu y sentí estremecerse todas las fibras de mi ser como si hubiera tocado el cable de una batería galvánica.

Mientras las formas de los ángeles se convertían en hueros de la tierra.