
El primer asesinato en el metro de Nueva York

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Sabemos que en todos sitios pueden darse los crímenes. Pero ¿cuál fue el primer asesinato en la historia del metro de Nueva York?
Aquí te lo cuento.
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CRIMENES Y CRIMINALES CON LUIS MARTÍNEZ VALLES Desde luego uno puede pensar que en las estaciones de metro de Nueva York han tenido que ocurrir una auténtica barbaridad de crímenes de todo tipo desde que existen. Pero claro, uno fue el primero. Uno fue también el primer asesinato.
Emma Weigand tenía 39 años. Era una chica que trabajaba como modista y que cuidaba de su madre y tres hijos pequeños que tenía. No se sabe mucho más de ella. En principio no tenía enemigos. ¿O si los tenía? Porque a la tarde del 5 de agosto de 1927, una chica joven llamada Sarah entra en el baño de mujeres de la estación del metro en las profundidades de la plaza del ayuntamiento de Nueva York.
Ve el pie de una mujer que sobresale por debajo de una de las puertas de esas puertas que, digamos, dejan un hueco por debajo de cada baño. Sarah mira por debajo y encuentra un charco de sangre y el cuerpo desplomado de una mujer. Luego se sabría que estaba muerta de un disparo en el pecho. Sarah gritó, llamó la atención y enseguida se avisó a la policía. Se encontró en su bolso un billete de la central de Nueva York. Y ahí se vio que era Emma Weigand.
La madre tuvo que ir a certificar que era su hija. Y empiezan los misterios con esta muerte. Y es que le habían disparado, sí, pero en la escena no había ningún arma.
Algunos dijeron que podía haberse disparado a sí misma, pero es que claro, si no había arma. Además, hicieron también la prueba de pólvora en las manos. También dio negativo.
Por lo tanto era, sí o sí, un asesinato. Pero este asesinato llevó a un callejón sin salida. No había pistas. Nadie había oído nada, ni el disparo, ni nada. Había algo. Es que es una estación de metro. Muchos trenes. Mucho ruido. Nadie ha oído nada.
Se sabía más o menos la hora entre las once y media y doce menos cuarto del mediodía.
Unas cuatro horas antes de que se descubriese el cuerpo. Sorprendentemente se sabía. Porque se hicieron unas preguntas que habían entrado varias mujeres al baño, pero nadie se había fijado en ese pie que sobresalía, excepto Sara. Entre esos interrogatorios surgió el de un grupo de jóvenes, de chicas jóvenes, que dijeron haber visto a un hombre, alto y delgado, que subía corriendo las escaleras hacia el edificio Woolworth, al final de London, más o menos a la hora en que se había dado el asesinato.
Le resultó extraño. Corría como mirando hacia atrás. Como apurado. Pero claro, ¿cuánta gente va corriendo en el metro porque necesita llegar a otro sitio? Esto no llevaba a ningún lado y tampoco fue identificado. No había nada tampoco que extraer, que rascar de los últimos movimientos conocidos de Emma. No había nada inusual, porque ella esa mañana había ido al hospital donde su hija iba a ser operada de una extracción de amídalas enseguida. Media hora después de marcharse del hospital es más o menos cuando ya se supone que murió. Hay que irse a por su ex marido, Frank Wigan.
Por supuesto, un sospechoso claro. Y la policía fue a interrogarlo.
Pero Wigan se muestra muy cooperativo. Y asegura que él no ha estado allí y tampoco puede dar pistas de que Emma haya tenido alguna aventura. Admitió sin problema que hacía dos años que su mujer.