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By Ascension Badiola Historias para escuchar en el metro (A. Badiola)
Relato. JONÁS Y EL VIENTRE DE LA BALLENA. (Suicidios en el metro)

Relato. JONÁS Y EL VIENTRE DE LA BALLENA. (Suicidios en el metro)

5/31/2025 · 10:00
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Description of Relato. JONÁS Y EL VIENTRE DE LA BALLENA. (Suicidios en el metro)

Un conductor de metro llamado Jonás va a su trabajo como cada día. Durante su dilatada vida laboral ha experimentado varios arrollamientos que le han ido robando la felicidad. Sin embargo, hoy puede ser un día distinto. (Advertencia: Trata el tema de los suicidios).
El texto es de Ascensión Badiola, las voces y la imagen es IA y la música está libre de copywright.

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Bienvenidos a historias para escuchar en el metro.

Relato, Jonás y el vientre de la ballena. Estación, intercambiador de Moncloa. La fatalidad es el suelo que pisas cuando no ves que falta la tapa de una alcantarilla. Es un aire contagiado que te aborda en una esquina de la calle y que respiras confiadamente sin sospechar. Algunos tienen capacidad para atraerla, mientras que el resto suele pasar de puntillas a su alrededor reduciendo la marcha para observarla, provocando un efecto vaca que cría atascos y colas infinitas de curiosos ante la adversidad. Mi amigo Jonás es uno de esos que convocan lo fatal. Posee un magnetismo inocente para la desgracia.

Si se afeita, se corta la barbilla, cuando se ducha, resbala, aunque cae sin hacerse mucho daño. Si come un plátano deja caer la cáscara que pisa después.

A pesar de todo eso, no es un dejado y orina con cuidado para que no caiga el líquido amarillento fuera de la cisterna, consciente de que la fuerza del animal invertebrado que tiene entre las manos no es la que era.

Cada mañana, tras esos actos automáticos, acude a su cabina de conductor de la línea 6, con la resignación del que empieza una nueva jornada repleta de imprevistos, dispuesto a manejar la máquina del suburbano como un piloto de la tragedia, aunque sin casco especial ni manos enguantadas ni gafas de goma atadas por detrás de la nuca para otear la mala suerte.

Jonás, quien a pesar de su nombre bíblico es hombre poco religioso, cada vez que entra en la cabina del metro que debe conducir, se repeina el abundante pelo blanco de la cabeza y las patillas, se santigua con la mano derecha para conjurar el mal agüero y después, se sienta tras colocar sus objetos metódicamente, siempre en el mismo orden, sobre el salpicadero junto a los mandos del convoy. Coloca el bolígrafo que le regaló su hijo Asier, un chico con problemas que desapareció de repente y de cuya pista la policía no supo dar razón.

A su lado, deja el móvil, luego la foto de su difunta esposa, después el mechero de cuando fumaba y que lleva consigo como amuleto de la buena salud que ha ido ganando por dejar de fumar. También coloca la cadenita de la Virgen de Begoña, a la que hace tiempo que dejó de rezar y a lo que atribuye no tener la buena suerte que desea. En el tiempo que lleva trabajando de conductor de metro, en vez de confiar en que todo saldrá bien, ha preferido ir entrenando la mirada de reojo hacia la izquierda, la que detecta ángulos imposibles, intenciones oscuras, movimientos mínimos y señales invisibles.

Sabe que ninguno de esos actos rituales que hace cuando empieza su jornada, le evitarán el regreso al vientre de la ballena, ni los arrollamientos, ni las averías o los accidentes, pero él lo reformula cada día como un alquimista experto en eludir desgracias. Hoy, sin embargo, ha sido una excepción y no ha hecho ninguno de sus gestos rituales. Nadie sabe el motivo, ni siquiera él. Quizá, a su mano se le haya olvidado dibujar la cruz sobre la frente y el pecho o igual sea hartado de convocar espíritus inútiles que no van a ayudarle a evitar que la gente desesperada se lance a la vía para desguazarse.

A menudo piensa que hasta puede que haya que hablar en sociedad de estas cosas, hacer llamamientos a la cordura, reconvertir a los suicidas en seres reconciliados con la vida, hacerles ver de algún modo lo que pasa después de su gran acto final, la dimensión del daño, la caricia leprosa para la familia y también, la mirada de cemento que le queda al conductor solitario del que nadie habla.

Jonás ya conoce la ayuda psicológica, el tener que faltar al trabajo durante un tiempo, lo densos y trabajosos que se vuelven los días del después y sobre todo, la incapacidad para entender lo vivido, la pesadilla, la desilusión, el pitido constante en los oídos como una alarma que no cesa. Él piensa que hoy puede ser otro día corriente o puede que no. No en vano, los dos arrollamientos que ha sufrido en su dilatada vida laboral han ido menoscabando su tranquilidad. Se ha vuelto experto en olfatear el aire, que anuncia un crujido de huesos, el frenazo, el grito desmesurado. Hoy puede ser otro de esos días.

Jonás sabe que después llega la espera al juez que debe levantar los restos, la limpieza de las vías, la estadística, el silencio de la prensa para evitar el efecto llamada, la investigación de los hechos, las preguntas, el psicólogo, la inestabilidad, el regreso al vientre de la ballena.

Jonás conoce en carne propia la culpa que sienten los allegados por no haber sabido detectar a tiempo la tragedia.

¿Es que tuviste algún suicidio en la familia Jonás? Le preguntan en la taberna donde toma café cada mañana.

Sí, mi mujer. No fui capaz de darme cuenta de lo que iba a hacer.

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