
Sacamos a pasear a El Quijote en el día del libro que se celebra en la Janda

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Vejer siempre ha contado con molinos de viento. No son los mismos contra los que luchaba el insigne hidalgo Don Quijote de la Mancha, pero sí que podrían haber sido también protagonistas de la mano de Miguel de Cervantes.
El libro por antonomasia de nuestra lengua, lo hemos sacado a la calle para ser leído por vecinos de la localidad. Una turista inglesa, un lector empedernido, una bibliotecaria, una estudiante, un escritor y la propietaria de una librería, son algunos de los que nos han regalado su tiempo para leer esta increíble obrar literaria.
Un día en el que además, les hemos entregado un clavel rojo a cada lector de la obra de Cervantes gracias a la gentileza de la floristería Azahar de Vejer de la Frontera.
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En ser la janda hoy por hoy. Juan Luis Iglesias.
23 de abril, como sabes, este día está marcado en rojo en el calendario, especialmente para los que amamos la lectura. El Día del Libro es un día muy especial, es un día en el que tenemos oportunidad de celebrar una afición, un hobby que para muchos es absolutamente imprescindible en sus vidas, para otros, bueno, de vez en cuando, está muy presente y quizá para otros jamás tienen entre sus manos un libro. Bueno, quizá para estos últimos que piensan que un libro puede ser un rollo o que no es para ellos, lo más probable es que no hayan encontrado ese libro que verdaderamente les está esperando en la estantería de una biblioteca o de cualquier librería.
Los ciertos que hoy nos hemos salido a la calle con los micrófonos y hemos querido hacer una experiencia distinta.
En este día en el que se procede a la lectura de libros, especialmente el Quijote, que es santo y seña de nuestro idioma, nosotros hemos querido salir con el micrófono de la SER en busca de esas personas que también quisieran leer algunos párrafos de ese libro tan mágico, tan especial y que es mundialmente conocido.
Tan mundialmente conocido que incluso una turista inglesa ha accedido a leer el Quijote de esta manera.
Tapizón las más noches, duelas y quebrantos los sábados.
Lantejas los viernes, algún palomino de añadidura.
Los domingos consumían las tres partes de su hacienda.
El resto de ellas concluían sallo de velarte, calzas de velludo para las fiestas con sus pantuflos de los mismos.
Y los días de entresemana se honraba con su velloriz de lo más fino.
Tenía en su casa un ama que pasaba de los cuarenta y una sobrina que no llegaba a los veinte y un mozo de campo y plaza que así ensillaba el rocín como tomaban la podadera.
Frisaba la edad de nuestro hidalgo con los 50 años. Era de comprensión resfria, seco de carne, enjunto de rostros, gran madrugador y amigo de la caza.
Quieren decir que tenía el sobrenombre de Quijada o Quesada, que en esto hay alguna diferencia en los autores que de este caso escriben, aunque por conjeturas verisímiles se deja entender que se llamaba Quijana.
Pero esto importa poco a nuestro cuento. Basta que en la narración de él que no se salga un punto de la verdad.
Después de saber que este sobredicho hidalgo, los ratos que estaba ocioso, que eran los más del año, se daba a leer libros de caballerías, con tanta afición y gusto que olvidó casi de todo punto el ejercicio de la caza y aún la administración de su hacienda.
Y llegó a tanta su curiosidad y desatino en esto, que vendió muchas faneas de tierra de sembradura para comprar libros de caballerías en qué leer y así llevó a su casa todo cuanto es pudo haber de ellos.
Y de todos, ninguno le parecían tan bien como los que compuso el famoso Feliciano de Silva, porque la claridad de su prosa y aquellas intrínsecas razones suyas le parecían de perlas y más cuando llegaba a leer aquellos requiebros y cartas de desafíos.
Donde en muchas partes había escrito la razón de la sin razón, que a mi razón se hace, de tal manera mi razón enflaquece, que con razón me quejo de la vuestra fermosura.
Y también cuando leía los altos cielos que de vuestra divinidad divinamente con las estrellas os fortifican y os hacen merecedora del merecimiento que merece la vuestra grandeza.
Con estas razones perdía el pobre caballo el juicio y desvelabase por entenderlas y desentrañarles el sentido, que no se los sacara ni las entendiera el mismo Aristóteles, si resucitara para solo ello.
No estaba muy bien con las heridas que don Belianís daba y recibía, porque se imaginaba que por grandes maestros que lo hubiesen curado no dejaría de tener el rostro y todo el cuerpo lleno de cicatrices y señales.
Pero con todo, alababa en su autor aquel acabar su libro con la promesa de aquella inacabable aventura.
Y muchas veces le vino el deseo de tomar la vida.
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