Servir con humildad

Por la señal de la santa cruz de nuestros enemigos, líbranos Señor Dios nuestro en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo.

Señor mío y Dios mío, creo firmemente que estás aquí, que me ves, que me oyes.

Te adoro con profunda reverencia.

Te pido perdón de mis pecados y gracia para hacer con fruto este rato de oración.

Madre mía inmaculada, San José mi Padre y Señor, ángel de mi guarda, intercede por mí.

El Evangelio de hoy nos presenta una lamentación o una queja de nuestro Señor, de ti Jesús que nos presides.

Dice así, en la catedra de Moisés se han sentado los escribas y los fariseos.

Haced y cumplid lo que os digan, pero no hagáis lo que ellos hacen, porque ellos no hacen lo que dicen.

Ellos lían fardos pesados e insoportables y se los cargan a la gente en los hombros, pero ellos no están dispuestos a mover un dedo para empujar.

Todo lo que hacen es para que los vea la gente.

Alargan las filaterias y ensanchan las franjas del manto.

Les gustan los primeros puestos en los banquetes y los asientos de honor en las sinagogas, que les hagan reverencias por la calle y que la gente los llame maestros.

Realmente era un panorama desalentador, porque quienes debían ser luz en el pueblo judío, pues eran los escribas y fariseos, pues eran tinieblas o al menos algunos de ellos.

La hipocresía, por lo que dice aquí Jesús, había corrompido la inocencia de sus obras.

Lo hacían por quedar bien ante los hombres.

Su orgullo y su vanidad empañaban la belleza pura y cristalina de la fe judía, esa fe que se mantuvo constante en el único Dios, misericordiosos por generaciones.

Y aquellos hombres eran duros con los compañeros, con los iguales.

Con su afán de poder temporal se convertían en indignos herederos del pueblo elegido, de esa historia milenaria que tenía como protagonista principal a Yahvé, el único rey, el único señal del pueblo.

Toda la confianza que desde los patriarcas del pueblo judío una y otra vez iba poniendo en Yahvé, aunque a veces se olvidaban, pero siempre volvían a Yahvé, siempre volvían una y otra vez.

Y mientras que en toda la Sagrada Escritura los pobres de Yahvé, los justos, eran alabados y los judíos recitaban salmos como el que tenemos en la oración de hoy, en el salmo responsorial, dichoso el que teme al Señor y sigue sus caminos.

Mientras que el pueblo hacía esto, algunos de sus dirigentes despreciaban al pueblo y se habían vuelto hacia el poder político.

Los arruceos, por ejemplo, pactaban con ellos, estaban ávidos de poder, había luchas.

En fin, corruptio óptima pésima.

Y el Señor, ante aquel panorama, se queja, se lamenta.

Este peligro de ver las cosas demasiado malamente y del orgullo y todo lo que hemos visto, siempre acechará a la Iglesia y a quienes formamos parte de la Iglesia.

Aunque tu Iglesia, Señor, es santa, porque es tuya, es tu cuerpo, al mismo tiempo, como toda sociedad compuesta de hombres pecadores, siempre se ve amenazada por esta posibilidad, el orgullo de sobresalir, el afán de poder, el mandar o el pretender mandar en los demás sin respetar su libertad, el desprecio, la rivalidad de quien no es como yo, en fin, la falta de unidad, que a lo largo de la historia de la Iglesia se ha visto muchas veces y que hoy en día también se ve, desgraciadamente.

Y por eso, ya desde el comienzo, Jesús nos advertía, vosotros, ya desde el comienzo de la Iglesia,